Un minuto después llega al piso diez, y al abrirse la puerta lo espera un pasillo pequeño decorado con una pintura en la que se aprecia un arreglo floral inyectado en rojo y rosa, algo de verde, tonos pastel, un marco blanco que casi se mimetiza contra la pared blanca. No tiene los conocimientos en apreciación del arte para interpretar si es signo de buen gusto, pero recuerda que un motivo pictórico similar estaba en el cuadro de la sala de reunión, la tarde anterior, y en el departamento de la novia, el último domingo. Hay una puerta justo a la derecha pero la ignora; avanza a la que está más al fondo, del lado izquierdo. Llega y toca el timbre: una hermosa chica, una de las que estuvo en la reunión de la tarde anterior, lo recibe con una sonrisa.
“Adelante, por favor”, lo invita. “Darío
sale ahorita”.
Al ingresar, el muchacho sigue intrigado
por el blanco de las paredes y los cuadros con flores, aunque ahora se agrega
un nuevo detalle, muebles tan hinchados como edemas púrpura marcados con
detalles cromados.
“Toma asiento”, vuelve a invitar la chica.
“¿Quieres tomar algo?”
“No, gracias”, despierta Leandro.
La chica se despide y sale del penthouse.
Una vez solo, Leandro no resiste la tentación de alzar el cuello tanto como
puede para examinar todo el espacio. Estaba en eso cuando un joven tan alto
como él, esbelto como él solo, vestido en un leotardo negro de licra y
zapatillas, aparece y lo saluda. Leandro no puede cerrar la boca de la
impresión: los ojos de Darío revelan afabilidad y belleza haciendo juego con su
cabello medianamente recortado, que luce su forma crespa.
“¿Listo?”,
sonríe el modelo de los modelos.
Avanzan un pequeño pasillo e ingresan a un enorme salón que tiene las paredes llenas de espejos, unas cuatro máquinas de gimnasio colocadas junto a las paredes, y al fondo un espacio vacío con una puerta en la esquina.
“¿Vamos
a ensayar así?”, curiosea Darío.
“No.
¿Va a venir alguien más?”
“Invité
a otro chico, pero no me ha confirmado; sin embargo, no pienso esperarlo. Mejor
comenzamos”.
Leandro
entonces se baja la cremallera de su chaqueta de entrenamiento y la pone dentro
de su mochila y se afloja la pantaloneta de su pantalón de entrenamiento.
“Ah,
si quieres puedes cambiarte acá adentro”, le observa Darío.
“No,
ya estoy acostumbrado”, aclara Leandro, quien se queda solo en una camiseta
entallada manga cero y una pantaloneta de licra, manga corta, y que le marca
sus poderosas piernas y trasero, además del paquete.
De inmediato los dos jóvenes se colocan uno al lado del otro frente al espejo. Darío prende el ‘funk’ que deben ensayar y enseña los pasos. Desde la primera toma, el futbolista los repite casi a la perfección. Cinco tomas después, todo está debidamente sincronizado entre ambos. Darío, sorprendido, choca sus manos con las de Leandro.
“¿Dónde
aprendiste a bailar tan bien?”
“De
toda mi vida”, sonríe el futbolista. “¿Y tú?”
“Estudié
danza clásica y moderna; claro que a mi padre eso no le hizo ninguna gracia,
pero me las ingenié”.
“¿Típico
padre machista?”
Darío
asiente:
“Mamá
me apañaba y le hicimos creer a mi viejo que mis músculos eran porque me había
metido a nadar; la huevada fue que cuando quiso ir a una de mis competencias,
tuvimos que pagarle a un maestro para que me metiera a una”.
“¿Se
la creyó?”
“Nunca
lo supimos; estaba algo ebrio, así que ni siquiera se percató que llegué
penúltimo”.
“Un
caso fue tu papá, Darío”.
“¿El
tuyo no lo fue, Leandro?”
“No”,
se ensombrece el futbolista por un momento. “Ni siquiera se preocupó por mí.
Apenas si pasaba la mensualidad, pero como si no lo hubiese tenido”.
“Perdona”,
se excusa Darío.
“Tranquilo”,
alivia Leandro. “Ya lo asumí tanto que no me duele”.
Ambos
jóvenes se quedan en silencio mirando al suelo de parquet.
“¿Limón,
fresa o maracuyá?”, reacciona el anfitrión.
“¿Cómo?”,
se extraña Leandro.
“Tu
rehidratante”.
“Maracuyá”,
ironiza Leandro. “Dicen que soy ácido”.
Darío
se carcajea sin entender cómo es que, de pronto, siente una conexión inmediata
con el recién llegado.
Otros cinco ensayos después, Leandro termina sudado aunque no cansado. Darío lo lleva a una habitación, quizás de huéspedes, para que tome una ducha. Bajo el agua tibia y aspirando el aroma de un fragante jabón, repasa su plan. Hasta ahora todo parece ir bien, quizá mejor de lo esperado. Está allí, en la misma casa del modelo más cotizado del país, bailando con él, conversando con él, verificando que cada detalle se presenta tal como le había sido advertido. Súbitamente, la mampara de vidrio que funciona como cortina se abre. Leandro se asusta.
“¿Qué
tal el agua?”
Darío
ingresa, completamente desnudo, confirmando la perfección que ya se evidenciaba
bajo el leotardo mojado en sudor que, a pesar del color negro, no disimuló
nada, ni siquiera la inexistencia de alguna ropa interior.
“Rica”,
responde Leandro con la mayor naturalidad que le es posible.
“¿Puedo
bañarme contigo?”
“Claro”.
Darío
se coloca bajo la ducha y deja que el agua recorra todo su cuerpo en el que
parece no existir un solo vello corporal. Se unta el jabón primero en las manos
y luego se lo pasa por toda la piel.
“¿Y
cuáles son tus objetivos, Leandro?”
“Seguir
dándole al fútbol, darle mejor vida a mamá, y ser uno de los mejores modelos
del país”.
“¿Te
dará tiempo para todo?”
“Por
ahora le estoy dando duro al fútbol porque es lo que nos da de comer”, acota
Leandro.
“Lástima
que no me guste el fútbol; de lo contrario sería uno de tus hinchas”.
“Yo
sí he seguido casi toda tu carrera, Darío”.
“¿en
serio?”
“Totalmente
en serio. Tengo algunos recortes y en varios apareces tú”.
Darío
sonríe mientras se sigue untando el jabón.
“¿Esperas
que te ayude a ser un gran modelo?”, lanza el dardo, con una mirada algo
seductora.
“Lo
dejo a tu voluntad, Darío”.
Entonces,
la mano del dueño de casa se posa en el pectoral de Leandro y comienza a
masajearlo incidiendo en la tetilla, cuyo pezón se pone duro en cuestión de segundos.
“Estás
en forma”, califica el dueño de casa. ¿Qué tal si pone sus dos manos en ese
cuerpo marcado? Leandro no dice nada, solo comienza a sonreír.
“Sí
me gustaría ayudarte”, dice al fin Darío. “No eres como los demás”.
Sus
manos ahora soban ambas caderas a Leandro, y decide dar una movida más: acercar
todo su cuerpo y pegarlo al del otro muchacho.
“Enjuaguémonos”,
le dice al oído, casi besándole el cuello.
“Se
te está parando, Darío”.
“¿Te
incomoda?”
“No
sé”, responde Leandro tímidamente. “No sé… si es correcto”.
“A
ti también se te está parando”.
Leandro
se deshace amablemente del contacto y se pone bajo la lluvia para enjuagarse y
para ver si el agua fría también se lleva la excitación sexual que comienza a
delatarlo.
“Tranquilo
que el viernes estaré a las siete, como nos citaste”, apacigua Leandro. Al
finalizar, abre la mampara, busca la toalla y sale un poco para secarse. Al
concluir, deja a Darío con el jabón comenzando a secarse sobre la piel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario