Ese sábado, como quedamos, Josué llegó a mi casa a eso de un cuarto para las diez de la noche.
Nos dimos un abrazo
fuerte al saludarnos, como era nuestra costumbre desde el colegio, cuando
pensamos que jamás volveríamos a vernos.
Afortunadamente, nos
equivocamos
“Estos alfajores son
para doña Haydeé”.
“Uy, ya fueron. Mi
vieja viajó a visitar a mi tía Lucila”.
“La que vive en no se
qué caserío a no se cuántas horas de aquí?”
“Ésa misma. Un tío se
enfermó y por eso fue a visitarlo. Y… ¿ésto?”
Josué cargaba en una
bolsa plástica dos botellas. Me las dio: una era de vino de sauco y la otra de
capulí.
“Toma lo que
Huancabamba produce”, me dijo sonriendo.
El vino de sauco es
dulce, pasable, como para tomártelo bien conversado. Lo otro. ¡Vaya! Lo otro sí
que era un tema mayor. Los frutos de capulí se maceran en aguardiente. El
líquido es fuerte, pero lo que te noquea son las bayitas maceradas y empapadas
de alcohol.
Descorché el vino, y
el capulí lo puse en la refrigeradora.
Como Carmen se había
ido a su descanso dominical, la cocina, usualmente su feudo, era totalmente mía,
como el resto de la casa.
“Entonces te
reconciliaste con Laura”.
Suspiré
despreocupadamente.
“Sí… puede decirse que
sí”.
“¿Puede decirse?”
“Nuestra relación
estará a prueba por un mes. Si salimos vivos y sin rasguños, la seguimos”.
“¿Y… si no?”
“Se va todo a la
mierda”.
Serví las dos primeras
copas.
“Pero, Rafo, si no estás convencido, ¿por qué seguir?”
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