Cuando terminé de
rezar, la última misa del día también concluía y los feligreses se retiraban.
No estaba totalmente
tranquilo luego de ese rapto de fe, mas era necesario llorar un poco.
Era incapaz de
explicar cómo podía acumular tanta pena.
Deambulé por el centro
de la ciudad otro rato. En una esquina estaba un señor con un organillo y un
monito gracioso. Me detuve a verlo hacer sus piruetas. Le puse unas monedas en
su taza y el simio me dio un trozo de papel: “Tú eres el artífice de tu propia
paz”, decía.
Inaudito: un primate
inferior a mí era la voz de mi conciencia.
Continué deambulando
para entender qué significaba ese mensaje y cómo se conectaba a los
acontecimientos de mi vida.
Llegué a mi casa cerca
de las diez y media. Mi madre, para variar, miraba el noticiero estelar.
“¿Dónde te metiste,
Rafo?”
“Por ahí, mamá”.
“Laura llamó. No sabe
nada de ti”.
“Ahora la llamo”.
Saqué mi celular.
Había olvidado que lo había apagado antes de entrar al templo.
Habían tres llamadas
de Laura.
La telefoneé; me
disculpé.
En realidad, le
inventé otra mentira relacionada con el trabajo. Hablamos por media hora.
Colgué.
Tomé una ducha y
estaba listo para dormir. Entonces, hice otra llamada.
“¿Sonia? Soy Rafo.
Perdona por ubicarte a esta hora. Necesito que me hagas un favor…”
A la tarde siguiente,
antes de ir a entrenar, fui a un café cerca del puente San Miguel.
Lo ubiqué en una de
las mesas.
“Rafael, ¿cómo estás?”
“Hola, Eduardo.
Disculpa por hacerte venir”.
“Tranquilo. ¿qué puedo
hacer por ti”.
“Disculparme, como te
dije. No tienes que excluirte de ninguna fiesta”.
Él se pidió un café.
Yo me pedí un jugo surtido.
“No entiendo. Anoche estabas
molesto conmigo”.
“Fui injusto. Estaba y
estoy molesto conmigo, en realidad. Y en vez de proyectarlo hacia mí, lo
proyecté hacia ti”.
Eduardo me quedó
mirando y parecía no entender una sola palabra.
“Lo que quiero decir
es que hay una parte de mi vida que no me gusta… que tú conoces… y es una parte
que quiero eliminar si quiero ser feliz con Laura”.
El café llegó humeante
y fragante.
“¿Y qué hay de ser
feliz contigo primero, Rafael?”
“¿Conmigo? ¡Soy feliz
conmigo! Tengho trabajo, me gusta mi profesión, puedo darme mis gustos…”
Eduardo sonrió como
burlándose de mi respuesta.
“No me refería a ser
feliz por lo que tienes, sino por quien eres”.
Quedé helado. Sirenas
y circulinas, parece que había encontrado la pregunta del millón: ¿quién,
mierda, soy yo?
Quedé mudo.
“Rafael, esa pregunta
no se responde en una tarde de café. No, si hay cosas tuyas que no se han
reconciliado. Es un proceso”.
“¿Y tú sabes quién
eres, Eduardo?”
“estoy en ese
proceso”.
“Y… ¿qué has descubierto?”
“Que soy libre para
amar porque soy digno de recibir amor”.
Un inconmensurable
signo de interrogación amenazaba con soterrarme directamente desde el techo de
yeso blanco. Pero antes de eso, mi jugo había llegado.
Nos quedamos largo
rato en silencio, bebiendo.
“Tengo que irme,
Eduardo. La conversación fue… interesante”.
“Pero no has acabado
tu jugo aún”.
“Normal. Y no te
preocupes: yo pago. Tengo tu teléfono. Nos vemos luego”.
“Rafael: si quieres
profundizar sobre ese tema, y crees que puedo ayudarte, avísame”.
“Lo tendré en cuenta”.
Camino del gimnasio, la pregunta no dejaba de martillarme: ¿quién soy?
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