“¡Estás loco! ¡Yo no pienso aparecerme así”, reclamé.
Faltaba poco más de una
hora para que tocara la medianoche.
Estaba en el
dormitorio que Antonio, uno de los compañeros de trabajo de Laura, alquilaba
cerca de la casa de mi enamorada.
Dos horas antes, ella
y yo habíamos salido un rato por el centro de la ciudad. Era la víspera de su
cumpleaños.
“Adivina qué, amor”.
“Ni idea, Rafo”.
Saqué dos boletos de
mi mochila. Laura abrió la boca y los ojos. Su rostro tenía el gesto típico de
la sorpresa, de lo gratamente inesperado.
“¡Rafo! ¿Nos vamos de
viaje?”
“Colán. Mañana
partimos a primera hora. Te recojo a las seis de la mañana exacto”.
Eso implicaba que me
iba a pasar todo el día con Laura, por lo que tuve que adelantar trabajo en la
oficina, ir a entrenar al gimnasio una hora más tarde y casi ver a mi ‘flaca’
media hora o menos en los días previos. Además, pedir permiso a mi jefa, y
comprometerme a que en los días siguientes recuperaría el trabajo acumulado.
“Entonces, tendré que
irme a dormir temprano. ¡Gracias, mi amor! ¡Tú solito para mí en mi
cumpleaños!”
Me abrazó alborozada;
me besó muy emocionada.
Antes de regresar a su
casa, pasamos frente a una tienda de peluches, y pude percatarme que le clavó
sus ojos a un simpático muñeco con forma de un extraterrestre narigón (color
naranja) que salía en una comedia de televisión, al que una familia tuvo que
adoptar y ocultar
forzosamente, a pesar que les vaciaba la refrigeradora y quería comerse a su
gato. ¡Vaya gustos los de Laura!
Tras dejarla, fui a mi
casa, de nuevo al centro, y luego derecho a la habitación de Antonio. Todo ya
estaba fríamente calculado.
Se supuso que Laura
iría a arreglar su maleta, dormir temprano y descansar para el día siguiente.
Lo que no sabía era que, mientras ella estaba en el segundo piso de su casa
concentrada en tales tareas, su primer piso estaba siendo invadido por el resto
de sus compañeros de la oficina que llevaban cosas para comer y tomar, pero en
el más absoluto silencio. Obviamente, ya había sido coordinado con sus papás y
hermanos.
Mi aparición
ocurriría justo a medianoche, pero vestido como superhéroe.
“¿A quién se le
ocurrió esta huevada?”, volví a renegar.
“A Sonia”, me contestó
Eduardo desde fuera.
Estaba encerrado en el
baño, metido desde el cuello hasta los tobillos, pasando por el largo de los
brazos, dentro de un traje azul alicrado que me marcaba todo el físico. Para
completar el atuendo, botas negras de un material parecido al de los
calcetines, con un ribete blanco en su parte final.
“Ya sal, Rafael”,
insistió Eduardo. “Queremos ver cómo te queda”.
Más por el calor que
la prenda me comenzaba a provocar que por el ánimo de lucirla, salí del baño.
Afuera estaban
Antonio, un serrano de unos 29 años, y Eduardo. Me sentía muy ridículo.
“Te queda bien”, me
dijo el anfitrión, haciendo una mueca aprobatoria.
“Claro”, respondí
burlándome. “Tú no tienes que ponértelo”.
Antonio se rio.
“Rafael, es solo por
un momento. Le das la sorpresa, cantamos el japiverdi y regresas a cambiarte”.
“No entiendes,
¿verdad, Eduardo? Ni siquiera me dejaste ponerme ropa interior debajo de esto y
se me marca… todo el paquete… y mi paquete no es chiquito”.
Eduardo y el muchacho
se rieron ruidosamente.
“Si te pones ropa
interior, se va a marcar; se verá feo”, aclaró el primero.
“Tranquilo, Rafo. Todo
el mundo tendrá la vista fija en el ramo de rosas, que tus huevos pasarán a
segundo plano”.
Le sonreí molesto.
Eduardo se levantó de
la cama donde estaba sentado, se me acercó, y, sin decir nada más, fue a
acomodarme la prenda a la altura de una de mis nalgas. Me asusté.
“¿Qué haces, huevón?”
“No seas cojudo. Está
mal cuadrado”.
“¡Pero se me va a
meter al culo!”
Sigo sin entender cómo
Christopher Reeve o Christian Bale pudieron lidiar con sus trajes de
superhéroe. ¿Será porque incluía una capa? El mío no la tenía.
Igual, el hecho que
Eduardo fuera a acomodarme la tela elástica justo a la altura del glúteo, me
sacó un poco de cuadro (a pesar que Antonio estaba presente).
“Once y media”, dijo
el inquilino. “Fácil que sus viejos ya la despertaron. Toma las llaves,
Eduardo”.
Antonio se levantó y
se las entregó al susodicho.
“¿Te… vas?”,
cuestioné.
“Para que Laura no
sospeche. Abajo está mi moto. Ya saben: tienen que aparecer a medianoche, así
que deben llegar once y cincuenta y cinco a más tardar. Eduardo, quedas a
cargo”.
El chico se fue.
Eduardo prendió el televisor y se sentó sobre la cama. Yo avancé hasta la
ventana y vi parte de la ciudad iluminada.
“Rafael, ¿y tu ropa?”
Lo miré extrañado.
“¿Por qué?”
“Para que no se
arrugue”.
“En el baño”.
Eduardo se levantó,
fue, la sacó y la dobló con mucho cuidado, con gentileza. La puso sobre un
extremo de la cama.
“Me siento extraño,
Eduardo”.
Sonrió compasivamente,
sin dejar de ver la televisión.
“Sí. Debe ser porque
es la primera vez que usas ese tipo de ropa”.
“Bueno, me siento como
si anduviera calato; pero, más que eso, es por esta situación. Hace cuatro
meses que… que pasó lo que pasó, que no quise saber de ti, y aquí estamos”.
“¿Y dónde está lo
raro?”
“Tienes razón. Debo
relajarme”.
“Además, en diez
minutos tenemos que salir”.
Respiré hondo y me
senté al otro extremo de la cama, mientras Eduardo veía una de esas comedias
gringas en el cable.
“¿Sabes inglés?”
“No. Leo los
subtítulos”.
Tomé una pausa no muy
extensa. No quería sonar agresivo con mis palabras.
“Y… ¿conociste otros
chicos?”
Eduardo giró su cara
hacia donde estaba, y sonrió ruborizado.
“¿Por qué preguntas
eso?”
“No, por curiosidad.
Como esa vez te encontré diciendo que perdiste, entonces creí que era por algún
chico que conociste”.
“No recuerdo haber
dicho eso”.
Entonces, yo me
sonreí. Ambos nos pusimos a ver la televisión.
“Oye, Eduardo, ¿y de
quién fue la idea de disfrazarme como superhéroe de night club para damas?”
“No sabía que así se
disfrazaban los superhéroes en esos lugares”.
“Pero, ¿de quién fue
realmente la idea?”
“Ya te dije: de
Sonia”.
“¿Y de ella también
fue la idea de venirme a cambiar acá?”
“Ah, no. Antonio
ofreció su cuarto porque es quien vive más cerca de Laura”… Y antes de que lo
preguntes, Sonia me pidió que yo te llevara e hiciera tiempo contigo mientras
ellas le daban la serenata a Laura; así que no tienes nada que temer: no te
asaltaré ni te violaré”.
“No tengo miedo a eso.
Primero tendrías que reducirme… y está bien complicado, déjame decirte”.
Sonreí pícaramente…
sin saber por qué.
Eduardo se levantó,
vio su reloj.
“Creo que ya nos
vamos. Es un cuarto para las doce”.
Hizo sonar las llaves
como cencerro, apagó la televisión y recogió la bolsa donde estaba el peluche
con la forma del extraterrestre al que Laura le había clavado la mirada horas
antes, y que antes de llegar al dormitorio fui a comprar.
“Párate”, me instó.
Me puse de pie, y él
me entregó el ramo de rosas.
“Llévalas con
cuidado”.
“¿Te molestaste por lo
que te pregunté?”
“Ay, Rafael. Ni que
fuera un churre. Es obvio que desconfíes de mí luego de lo que pasó esa vez,
pero tú tienes una relación, y yo no puedo interferir ni debo interferir”.
“Y… ¿quieres
interferir?”
Eduardo me miró, serio
y desconcertado.
“Vayamos donde Laura”.
Abrió la puerta y
comenzó a bajar. Yo lo seguí, fantaseando.
El bulto en mi entrepierna comenzaba a expandirse, así que pensé de nuevo en que me veía totalmente ridículo vistiendo ese disfraz.
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