Darío intenta una nueva jugada, así que a un cuarto para las diez regresa a casa de Leandro y Adela. Algo le dice que la persona deseada está ahí. Toca la puerta y espera pacientemente. No obtiene respuesta (aunque la luz interior está prendida). Toca por segunda vez y tampoco le abren. Se mete al carro nuevamente y decide esperar, y no tiene que esperar mucho tiempo, no al menos si sigue teniendo a Bach en las bocinas del interior. Las luces de un auto lo encandilan por el retrovisor y parecen detenerse justo a sus espaldas. Ve salir a un hombre y dos mujeres, encima que ese auto le parece conocido. Identifica a Adela y Cintia y sale disparado de su vehículo llevando el sobre que había portado esa tarde, y al llegar a la puerta se choca con… Rico. Darío se queda estupefacto.
“Buenas noches”, le sonríe
socarronamente el extranjero.
Darío continúa mudo.
“Hola, ¿cómo estás?”, le topa
Adela.
“Venía a ver a Leandro”, al fin
puede articular el supermodelo.
“Darío, te dije que salió de
viaje”, miente la madre.
“¿Pero a dónde, Adela?”
“Lo siento, Darío; me pidió no
decirlo”.
“No soy un extraño, y tú lo
sabes”.
“¿No has escuchado que no pueden
decírtelo?”, interviene Rico.
Cintia mira a los dos chicos muy
tensa.
“Discúlpame, yo le pregunté a la
señora”, le responde Darío.
“Y ella te dijo que no va a
decirte. No te busques problemas”.
“¡Ya!”, al fin interviene Cintia.
“Rico, entra con doña Adela a casa; Darío, vete por favor”.
“Al menos pudieran entregarle
esto de mi parte”, el supermodelo extiende el sobre hacia Adela.
Ella mira el papel blanco, se
adelanta, toca una mejilla al muchacho:
“Darío, gracias por todo, pero te
prometo algo: hablaré con Leo y le diré que lo estás buscando, ¿te parece?”
“Dale esto, por favor”, el joven
insiste con el sobre.
“Creo que mejor se lo das tú
personalmente, cuando regrese”.
Los ojos de Darío comienzan a
llenarse de lágrimas:
“¿Él está bien, cierto Adela?”
“Sí, él está bien”, responde la
madre con tranquilidad.
Son casi las once de la noche y Darío decide que el mejor lugar para estar a esa hora es un viejo lugar conocido del Distrito Centro al que no acude muchas lunas: luces bajas, pequeñas habitaciones con cortinas tupidas en las puertas, música electrónica en el ambiente, una mesa llena de revistas para público adulto gay, una pantalla donde ve a dos hombres teniendo sexo sin ningún disimulo. Un atlético camarero vistiendo una pantaloneta de licra muy corta, zapatillas negras y una corbata de pajarita adherida al cuello entra trayendo un vaso lleno de un líquido de color amarillo, una rodaja de naranja al filo y un par de sorbetes.
“Tu vodka”.
“Gracias”.
“¿Se te ofrece algo más?”
“No, no gracias… O, ¡espera!,
quizás sí”.
El camarero se detiene frente a
Darío, quien saca su billetera y extrae uno de cincuenta, lo coloca en la
pretina de la pantaloneta y acaricia el evidente bulto de la entrepierna.
“¿A qué hora sales?”, pregunta
Darío.
“A medianoche acaba mi turno”.
“¿Tienes planes o podemos
vernos?”
“Claro, estaré libre desde las
doce”.
El camarero mira si alguien lo ve
detrás, se inclina hasta la cara de Darío y lo besa en la boca. Tras ello, se
va. Darío bebe un sorbo del vodka: está helado. Le gusta.
De pronto, alguien se mete al
espacio sorpresivamente, vestido en una camiseta y un jean entallados, es
moreno.
“¿No te han dicho que si vas a
manejar no bebas?”
“¿qué haces aquí, Pepe?”
“Soy cliente como tú, Darío”.
“Me estuviste espiando estos días
en la Torre, te encontraba cada vez que pedía el ascensor y ahora estás acá”.
“¿Cuál espiando, Darío? Trabajo
para la Corporación Echenique, ¿lo olvidas?”
“Trabajo que obtuviste gracias a
mí, Pepe”.
“Era lo mínimo que me merecía
después de cómo me trataste, Darío”.
“Tú me engañaste con esa puta”.
“Oye, oye, oye. ¿Ves cómo siempre
estuviste confundido? Yo fui claro contigo: amigos sí, compañeros sí, amantes
también; ¿pero novios? No. Y tu nunca aceptaste el trato”.
“¡Ay, ya, por favor! No ando para
psicólogos esta noche, ¿quieres?”
“Y hablando de novios, Darío, tu
viejo no anda muy contento que digamos con tu nuevo romeo; más aún cuando media ciudad lo está comentando”.
“¿Cuánto dinero quieres, Pepe?”
“¡Un momento!”, sonríe
sarcásticamente el muchacho. “No vine a pedirte nada, vine a protegerte porque
si algo necesitas ahora mismo, es un amigo de verdad”.
“¡Ya, déjame en paz, Pepe!”
El camarero ingresa otra vez al
espacio:
“¿Algún problema?”, consulta.
“No, ninguno, aquí el joven que
está liberando tensiones”, contesta el chico moreno.
“No, tranquilo”, sonríe
fingidamente Darío. “No pasa nada”.
“Pero… podría pasar”, guiña un
ojo Pepe.
Y pasa una hora después en un
hostal no tan lejos del establecimiento donde los tres jóvenes se habían
encontrado; se despojan de cualquier indicio de vergüenza y se visten de un
morbo abigarrado. Lo primero que Darío se da cuenta es que, en tres años, el
físico de Pepe se mantiene tal cual y hasta parece haber mejorado. Le sonríe
mientras el camarero está sentado en la cama alternando la fellatio entre ambos. Pepe le corresponde. Poco después, Leandro
toma el turno del camarero, a quien la Naturaleza parece haberle concedido más
escroto que otra cosa. Ya encima de la cama, el supermodelo estimula el
esfínter del nuevo amigo con su lengua mientras Pepe hace lo mismo con su amigo
de hace unos años. Ya provistos de preservativos, y sin perder la formación, se
enganchan en un tren que no avanza a ninguna parte, que mas bien tiene al vagón
del medio moviendo la cadera con el frenesí aprendido y perfeccionado en sus
clases de baile. Jadeos y gemidos se confunden con los de la televisión sintonizada
en el canal para adultos. A continuación, el camarero y Darío intercambian
lugares; Pepe no se ha movido de su ubicación en absoluto, y así seguirán hasta
que el clímax los vaya tocando indistintamente: primero Darío, luego el
camarero, luego Pepe. Tras bañarse y hacerlo de nuevo en la ducha, los tres
dejan el hostal pasando las dos y media de la mañana. Acercan al camarero a una
avenida donde hay algunos taxistas reunidos.
“Toma”, Leandro le da cien.
“Es mucho”, le dice el camarero.
“El precio porque mantengas la
boca cerrada”, le espeta el supermodelo.
El muchachito se baja del auto y
va a tomar su taxi.
“Yo sé dónde vive”, apunta Pepe.
“Ese chico no dirá nada porque sabe que también se echaría luz”.
“Como si la procedencia
determinara la calidad de la persona”, comenta Darío.
“Bueno, en eso sí te doy toda la
razón”.
Veinte minutos después llegan a
la Torre Echenique y ascienden hasta el penthouse. La faena continuará allá
arriba hasta las cuatro de la mañana.
Al amanecer del martes, a varias cuadras de la Torre, dos jóvenes despiertan bajo las sábanas y lo primero que hacen tras darse los buenos días es entregarse al placer que se habían postergado varias semanas. Los resortes del colchón crujen, se quejan, gimen, y hasta jadean. El gruñido de uno de ellos anuncia el fin de ese combate matinal.
“Esto sí que es buen sexo”, dice
algo agitado el que se quedó debajo.
“Me encantan tus nalguitas
comelonas”, le dice seductor el que se quedó arriba.
“¿Ahora sí lo haremos más
seguido, no?”
“Habrá que buscar pretextos para
quedarme a dormir contigo como anoche”.
“También podemos hacerlo en tu
casa, ¿no?”
“No así… podríamos despertar a
los vecinos, y ahí sí que seremos historia”.
El que se quedó arriba se destapa
y busca las sandalias de su anfitrión:
“Me voy a duchar y luego salimos
para el aeropuerto”.
“Claro, Leandro; báñate veloz”.
“Como ordene, sargento Durán”.
El que se quedó abajo por fin
gira y se ríe con el futbolista, quien está hermosamente desnudo buscando una
toalla en una mesa cercana.
“Te prometo que nos irá mejor a
partir de ahora”, ofrece Leandro.
“sí, lo sé”, sonríe el otro
joven, quien busca un espejito mientras su amigo entra al baño. Se mira el
rostro, le da un beso a su reflejo y se dice: “Claro que nos irá bien a partir
de ahora, Ricardo Durán”.
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