Poco después del mediodía, aquel jueves, Leandro está almorzando en casa junto a su madre y Rico. Los dos tienen la boca abierta.
“Una mosca va a aterrizar ahí”,
bromea el futbolista. “Bueno, yo también me quedé igual cuando me lo dijo”.
“¿Pero ese señor Madero es de
confianza?”, reacciona Adela.
“Roberth fue quien finalmente me
había recomendado con él. Además, no es un tiempo completo. Solo voy en las
tardes después de almuerzo: entro a las
dos, salgo a las seis. No se cruza con el San Lázaro, no se cruza con los
desfiles, sería una entrada fija y nos ayudaría a vivir un poco mejor”.
“Solo espero que no sea otro
estrés, hijo”, comenta Adela.
“No”, descarta Leandro. “Éstos
son serios y tienen otro tipo de proyección”.
“Lo digo por lo que te pasó con
Darío”.
Leandro hace un gesto negativo
con la cabeza a la vez que frunce el ceño.
“¿Y el comercial cuándo sale?”,
interviene Rico.
“Me dijeron que un mes porque
todavía tienen que editarlo”.
“¿Tanto tiempo?”
“Me dijeron que lo editarán en
Estados Unidos. Lo único que sé es que lo pautearán luego de las diez de la
noche, ya sabes, por lo del Horario de
Protección al Menor”.
“¿Sales desnudo, Leo?”, Adela se
pone seria.
Leandro sonríe:
“Y mostrando las joyas de la
familia”.
Su madre hace un gesto de regaño
y se levanta de la mesa:
“De castigo, los dos me lavan los
platos”.
El hijo hace un saludo militar y
la madre se rinde entre sonrisas mientras se va a la cocina; entonces, Leandro
se acerca al oído de Rico:
“También le hablé sobre ti y
quiere conocerte”.
Rico vuelve a quedar con la boca
abierta.
Inesperadamente, el celular del
futbolista vibra; lo saca y mira la pantalla. Contesta:
“Genaro, hermano, ¿qué pasó?”
“Vente volando al club: quieren tu
cabeza en bandeja de plata”, le dicen por el auricular.
Leandro palidece.
En un club del Distrito Centro Sur, Roberth y Madero se reúnen para almorzar. El director creativo se deshace en elogios sobre Leandro.
“¿Y crees que es buena idea
contratarlo?”
“Pero, Roberth: tú mismo lo
recomendaste”.
“Como modelo, no como asistente
administrativo”.
“¿Desconfías de su talento? Hará
ambos; además, estará en prueba tres meses, y si rinde, ya veremos”.
“No desconfío de Leandro en
absoluto, sino de ciertas decisiones corporativas. Bueno, es tu empresa; nada
más, no cometas la barbaridad que cometiste con Elías. Es lo único que te
ruego”.
“Leandro no es Elías. Son el agua
y el aceite. Además, no me lo menciones; quiero hacer buena digestión hoy”.
A las tres y media de la tarde, en la Torre Echenique, Darío trabaja cierto papeleo con la modelo que lo asiste administrativamente. Están en la sala de reuniones del tercer piso.
“Y eso es todo”, le anuncia la
chica.
“Tranquila que yo meto los datos
a la computadora como me lo enseñó Mauricio”.
La modelo se pone de pie, besa a
Darío en la frente:
“Listo, mi príncipe; te llamo por
cualquier novedad”.
Darío sonríe y agradece, regresa
su mirada a su laptop donde alimenta cifras. Sin que se dé cuenta, a sus
espaldas, la modelo coincide con Leandro en la puerta al momento de abrirla.
Ambos se saludan. En tanto la chica se va, Leandro cierra la puerta y se acerca
hasta Darío, quien al darse la vuelta, pensando que su compañera había olvidado
algo, se queda de una pieza; no sabe cómo reaccionar.
“Hola” saluda el futbolista muy
humilde, pero consciente que acaba de dar un nuevo jaque.
“Hola”, responde el supermodelo
con ojos de huevo estrellado. “¿Cómo entraste?”
“eh, por la puerta”.
Darío sonríe, se levanta, abraza
a Leandro y le da un beso en la boca. Leandro le corresponde con dulzura.
“Pensé que nunca más iba a
verte”, le susurra el supermodelo.
“¿De dónde sacaste esa idea?”, le
palmea una nalga el futbolista.
“No importa ahora eso; lo que
importa es que regresaste y tenemos tanto de qué hablar”.
“Sobre el San Lázaro, por
ejemplo. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué hiciste que suspendan el auspicio de la
Fundación Echenique?”
“Es que… Leo…”
“¿Porque no me encontrabas? ¿Por
eso? ¿Te das cuenta qué hiciste? No me perjudicas a mí solamente; es todo el
club”.
Darío baja la mirada, no está
plenamente consciente si su derecho a guardar silencio es y puede ser usado en
su contra.
“¿Te das cuenta que has mezclado
lo personal con los negocios?”, le recrimina Leandro con mucho cariño, sin levantar
la voz. “El que tú y yo tengamos desacuerdos no tiene por qué afectar el resto,
ni afectar a la gente. Tú sabes que no soy un delincuente”.
“Perdóname”, musita Darío con los
ojos llenos de lágrimas.
“Yo te perdono”, Leandro besa la
frente del supermodelo. “Pero quienes no me lo están perdonando son los
directivos del club; me dijeron que lo resuelva o no volverán a convocarme,
mucho más cuando ellos no habían solicitado el apoyo sino que les llegó… y tú y
yo sabemos que fue tu iniciativa”.
“No pueden hacer eso, Leo; tú
eres su mejor jugador”.
“Quizás. Pero también les inyecté
dinero, y ahora por mi causa ese dinero se va; y si ese dinero se va, ahora sí
me tocará irme a ver cómo me gano la vida”.
Jaque mate. Darío deja de abrazar
a Leandro, va a su escritorio, busca su celular, mueve sus dedos sobre la
pantalla y se lo lleva a la oreja.
“¿Doctor? Sí, soy Darío
Echenique. Mire, lo llamaba sobre el asunto San Lázaro. Que todo continúe como
se acordó inicialmente con el club… ¿No me escuchó? Ignore esa orden. Gracias”.
Deja el celular en la mesa. “Está arreglado”, anuncia a Leandro.
“¿Cuándo se resolverá”, consulta
el futbolista.
En pocos segundos, el celular de
Darío lanza el Concierto de Brandenburgo número dos como timbre. Lo contesta.
“Gracias, doctor; lo aprecio. Hasta luego”. Cuelga. “Está resuelto”, avisa a
Leandro.
“Gracias”, le dice el futbolista
con humildad. “No por mí; por el club”. Entonces siente una vibración en el
bolsillo delantero izquierdo de su ceñido jean, saca su celular y lo contesta.
“Genaro, hermano. Dime”.
Diez minutos después de besuqueos y caricias, Leandro y Darío regresan al tres cero uno de la Torre.
“¿Por qué acá?”, se extraña el
ahora visitante.
“eh, no aguanto más como para
subir siete pisos”, le justifica el anfitrión.
Se meten al no tan reciente
dormitorio de Leandro, se desnudan lentamente y de a pocos, se tiran a la cama.
En cuestión de minutos, y tras una meticulosa estimulación oral, Darío se
sienta sobre el pene erecto de su amante y comienza a rebotar cual resorte.
Cuando se cansa, tira su espalda hacia atrás, lo que Leandro aprovecha para
alzarle las piernas y acometerlo.
“Hazme tuyo, mi amor”, repite el supermodelo una y otra vez mientras se autoestimula hasta explotar.
Al anochecer, Darío recién llega al penthouse y encuentra a Pepe tirado en su sofá, vistiendo solo un bóxer y viendo un canal de videos musicales en la super pantalla LED.
“Te vas en este mismo momento”, ordena el dueño de casa.
“¿Cómo? No me puedes echar así por así, Darío”.
“¿No me escuchaste? Te pones ropa, agarras tus cosas y te vas ahora mismo”.
“Tenemos un acuerdo”, le aclara el moreno.
Darío se ofusca, va a su dormitorio, abre una gaveta secreta y regresa a la sala. Cuando pepe levanta la vista, el supermodelo le está apuntando con una nueve milímetros:
“Cuento diez, y que Dios me ampare”.
El hombrón abre sus ojazos y corre disparado al cuarto.
En la pantalla, Luna Estrella disfruta un baño de burbujas, y el trasero de un anónimo amante aparece por el lado derecho, mientras ella lo mira entre romántica y lujuriosa. Darío baja el arma y mira la pantalla. ¿Por qué le son familiares esas nalgas? Demasiada paranoia en un solo día, se autorrecrimina. Mejor, apaga la tele.
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