Bam, bam. Cinco pa’ las doce. El cumpleaños va a comenzar.
Llegamos justo a la
hora que Antonio nos dijo, tras un viaje de diez minutos (cuando en realidad
durahba menos de cinco) para evitar que las rosas se estropearan con la
velocidad del aire y que el extraterrestre narigón de peluche volara
involuntariamente, no hacia las estrellas sino a la polvorienta calzada.
De solo imaginar que
tenía que bajarme a mitad de calle, con ese traje de tela elástica pegado al
cuerpo, y agacharme para levantar algo que se me hubiera caído… ¡no! Mi única
opción fue aferrarlo todo con fuerza, del mismo modo que un niño impide que un
globo inflado con helio se pierda arriba, en el infinito cielo celeste… si es
que está celeste aquel día.
En la puerta de la
casa de Laura estaban apiñados unos seis mariachis.
“Te dejo aquí, Rafael.
Voy a entrar para no levantar sospechas”.
“¡Me dejarás aquí
solo?”
Estaba avergonzado;
digo, ellos con sus trajes de charro y yo… bueno, con esto encima,
prácticamente desnudo.
“No. Ahí están los
mariachis. Además, Sonia está esperándome en la puerta. Ya sabes, entran ellos
en fila y tú a la cola”.
Me reacomodó la
bolsita de regalo con el peluche y me colocó mejor el brazo para contener a las
rosas. No había mucha gente en la calle, pero juraría haber oído un silbidito
burlón de algún palomilla homofóbico… o todo lo opuesto.
Me puse detrás de los
mariachis, quienes ajustaban el guion con el que actuarían.
Si algo me consoló era
que, además de mí, estos seis fulanos tenían la ropa tan entallada que les
marcaba el trasero y las piernas. La moda ‘pitillo’, pensé.
Uno de ellos me pasó
la voz: era un muchacho que conocía de vista, de la universidad; pero su
saludo, por obvias razones, me puso más nervioso aún. Ya imaginaba los
comentarios al día siguiente: ¡muerte social en las redes informáticas! Por lo
demás, el tipo no tenía nada fuera de lo común.
Al fin se abrió la
puerta, y el sexteto tocó Las Mañanitas. Fueron avanzando y yo también, a la
zaga.
Ciertamente, Sonia
estaba fungiendo de portera, y apenas ingresé al jardín delantero de la casa de
Laura, cerró la puerta tras de mí.
La cumplementada no
podía ocultar su emoción, y la hizo evidente cuando me vio entrar entre los
mariachis con las rosas y el peluche. No aguantó las lágrimas y se colgó de mi
cuello. Entonces, los músicos interpretaron una versión a ritmo de bolero de
Héroe, que la cantó Enrique Iglesias.
“¡Mi amor, viniste! ¡Cuánto
te amo”, me dijo al oído.
“Esto es poco. Te
mereces más, mi princesa”, le rrespondí.
La besé en los labios,
con el fondo romántico de un lado y los gritos ‘alentadores’ del otro. Lo que
sí tenía miedo es de mi reacción física ante tanta algarabía, por lo que
procuraba no rozarme tanto con ella, en especial allí adelante. No quería hacer
un papelón justo frente a sus padres y sus compañeros de trabajo.
¿Ya mencioné que
debajo de ese disfraz no tenía nada, absolutamente nada?
Dejé llevarme por la música,
sin dejar de abrazarla.
Cuando el tema acabó,
Sonia se dirigió a ella, señalándome: “Aquí está tu héroe, y más que eso, tu
superhéroe”.
¡Caray! Eso lo
explicaba todo.
Seguí al costado de mi
emocionada chica y contemplé el concierto de los mariachis. De vez en cuando
nos besábamos.
Cuando vi a sus
compañeros, noté su alegría y su alborozo. Todos hicieron contacto visual
conmigo para transmitirme esa energía; pero Eduardo para nada volteó a
mirarnos. Le resté importancia. Mejor así.
El concierto de los
mariachis duró media hora.
Antes de finalizar, me
pidieron que hable. Eso no estaba en mi libreto. No había preparado nada. A
decir verdad, me bloqueé mentalmente.
La sala se puso en
silencio.
Todos me miraban…
menos Eduardo, para variar.
Observé a Laura.
“Amor… Desde que nos
conocimos… sabes que siempre admiré tu talento, tu carácter decidido, tu
energía y tu entusiasmo… Sé que a veces no soy todo lo perfecto que se puede
esperar, pero si de algo puedes estar segura es de mi amor… En… en este día de
tu cumpleaños, quiero desearte lo mejor del mundo, lo mejor de la vida, que
siempre busquemos la felicidad, y que… que el amor… nunca se nos acabe”.
Laura volvió a asirse
de mi cuello y a llorar de emoción. Yo también la abrazé fuerte y la besé en
los labios nuevamente, entre los gritos y estrepitosos aplausos de todo el
mundo. Al diablo con mi entrepierna. Con los nervios, era difícil que suceda
alguna reacción bochornosa.
Eduardo también
aplaudió, pero se resistió a ver plenamente la escena.
Nos sentamos a tomar
algo y a departir un rato, cuando sentí que el disfraz ya comenzaba a sacarme
de quicio; mejor dicho, a metérseme entre las nalgas y a asfixiarme por
completo.
Aproveché que Laura se
metió un ratito en su cocina para darle alcance y hablarle en voz baja.
“Amor, ya vengo un
toque, ¿sí?”
“¿Qué pasó?”
“Tranquila. ¿Puedes
pasarle la voz a Eduardo?”
Ella puso un semblante
de preocupación.
“¿Por qué?”
Sonreí.
“Tranquila, no voy a
asesinarlo. Solo llámalo, pero caleta”.
Unos tres minutos
después, llegó Eduardo, serio.
“Vamos un toque al
cuarto de Antonio. Este disfraz me está comenzando a incomodar”.
Eduardo asintió, y
salimos por la puerta de servicio.
“¿Te molesta ser el
superhéroe de la noche?”
“No. Me molesta que la
tela se me meta por el culo”.
Eduardo se rio levemente.
Nos subimos en la moto
y partimos al cuarto de Antonio. Debido a la velocidad, fue un hecho que mi
torso y mis genitales rozaran la espalda y los glúteos del conductor.
Y ocurrió lo que no
quise que ocurriera en casa de Laura ni tampoco en plena vía pública, aunque a
esa hora ya no era tan pública que digamos: mi pene se puso erecto.
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