Dos semanas después de
que Laura fuera promovida en su trabajo, estaba concentrado en verificar
algunas operaciones que se habían trabado esos días, cuando mi celular sonó.
“Rafito, cholito, te
habla Sonia, compañera de trabajo de Laura”.
“Hola, Sonia. ¿Le pasó
algo a Laura?”
Para que me llamen de
su oficina era porque algo muy urgente debía estar ocurriendo. Me preocupé.
“No. Ella está bien.
Se trata de lo que sucederá dentro de dos semanas”.
Me tomaron
desguarnecido.
“¿Dos semanas?”
¡Claro. Es su
cumpleaños”.
Oh, oh. ¿Ya viste la
luz roja? ¿Ya oíste la circulina?
“estamos
organizándonos en la oficina para darle una fiesta sorpresa,y queremos que seas
parte de la sorpresa”.
Mi cabeza comenzó a
dispararse en varias direcciones. ¿A qué nos estábamos refiriendo exactamente
con la palabra ‘sorpresa’?
“Y… ¿qué tienen en mente?”
“Justo por eso te
llamo. Mira, algunos compañeros de la oficina pensamos reunirnos para lanzar
ideas y planearlo todo. ¿Puedes reunirte con nosotros?”
Ahora, ¿ aqué se
refería exactamente con la palabra ‘nosotros’? Rafael, o piensas rápido, o esto
se te irá de las manos.
“Mira, sonia. Creo que
no podrá ser. La verdad es que Laura y yo pensábamos celebrarlo por nuestra
cuenta”.
Se oyeron segundos de
duda.
“Entiendo, Rafo. No lo
sabíamos. A ver, les voy a comentar acá y te llamo de nuevo. Chau, chau”.
Ni por casualidad me
había acordado que se aproximaba el cumpleaños de Laura; por lo tanto, no había
planeado absolutamente nada, así que mi respuesta fue una mentira total que
debía transformar en lo opuesto tan pronto fuera posible. Lo que básicamente
quería era no toparme con Eduardo. Toda fiesta termina en borrachera, toda
borrachera termina en un sinceramiento de la realidad. Y, en mi caso, el
sinceramiento de la realidad terminaría conmigo.
Concluí la revisión
del proceso y busqué alguna agencia de viajes que me ofreciera un paquete de un
par de días a donde sea, pero lejos de la ciudad y de la fiesta sorpresa que le
estaban organizando a Laura.
Encontré algo sobre
una fortaleza perdida en los Andes Amazónicos, a tres mil metros de altura y
con nulas opciones de ubicuidad. Ideal para frustrar cualquier celebración donde,
honestamente, no quería encontrar a nadie.
Al salir del trabajo,
fui al centro comercial a comprar los pasajes y el tour completo. Estaba a
punto de ingresar a la oficina cuando…
“¡Rafael! ¡Rafael!”
… alguien me pasó la voz, y me dio el
alcance (encima).
“¿Tú? ¿Qué diablos
quieres ahora?”
“Conversar contigo.
Aclarar algunas cosas”.
Era Eduardo.
Cientos de sitios en
esta ciudad para no encontrarme con alguien, y justo tenía que ser aquí. Yo
estaba muy incómodo.
Aún así, fuimos a un
pasillo poco concurrido.
“Lo que tengas que
aclararme que te tome cinco minutos pues tengo una cita”.
Eduardo se lo tomó con
mucha dignidad.
“Rafael, ya debes
haberte enterado de la fiesta que están planeando para Laura, y me enteré que
dijiste que los dos se irán de paseo justo esos días. Mira, yo no soy tan tonto
para ignorar que la razón por la que respondiste eso soy yo. Sé que tienes
miedo de lo que pueda pasar o decir. Entonces, no desinfles a los demás por mi
culpa. Si quieres que no esté en la fiesta de tu enamorada, dilo y yo lo
respetaré; pero llegar al extremo de irte para no verme, no me parece”.
No supe qué responder.
Traté de tranquilizarme.
“¿Tanto te afecta que
nos vayamos de viaje?”
“No es por mí; es por
mis compañeros, quienes quieren a Laura como una amiga”.
Sonreí
sarcásticamente.
“Mira, Eduardo, Juan o
como mierda te llames, la culpa fue mía. Nunca debió pasar lo que hice. Nunca
debimos hacerlo como lo hicimos”.
“Rafael, quedó claro
que solo fue un momento de placer…”
“Mira, yo me entiendo.
Solo puedo decirte que vivo con el temor de que haya pescado algo por metértela
sin condón. ¿Te has puesto a pensar qué le pasaría a Laura si tienes algo?”
Eduardo bajó la
mirada.
“Pero te dije que
estoy sano”.
“No me consta”.
Tampoco estoy seguro de cuánta gente te ha tirado sin condón, o con cuánta
gente has tirado por último”.
Lágrimas comenzaron a
rodar por las mejillas de Eduardo.
Sí, sé que fui cruel.
“Entiendo… La verdad, perdóname… Pero
tienes que creerme… No estoy
enffermo”.
“Más te vale, Eduardo.
Porque si llego a tener algo, antes de morirme, te busco y te mato.
¿entendiste? ¡Te mato”.
Me fui de allí y me
puse a caminar sin rumbo.
Sin saber cómo,
terminé en la Plaza de Armas.
Al sentarme en una de
sus viejas bancas de madera, me percaté de que la Catedral estaba abierta.
Apagué mi celular.
Entré.
Me ubiqué en las filas
más próximas al ingreso, me arrodillé, puse mi cara sobre mis puños y solo
atiné a repetir un rosario, mentalmente.
Conforme avanzaba cada padrenuestro y cada avemaría sentía dolor. Lloré y maldije las malas decisiones de mi vida. Creí haber atrapado el viento por correr tras la gacela del desierto; pero todo era vana ilusión.
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