El supermodelo regresa a la Torre Echenique sin conseguir ninguno de sus dos objetivos. Al llegar a su penthouse, se encuentra con una de las modelos quien lo ayuda en la administración de su naciente emprendimiento como representante de talentos y un muchacho a quien no había visto antes, pero que luce un inflado cuerpo mesomorfo, al menos en pecho, espalda y brazos, y esos brazos conectan con unos antebrazos musculados y venudos, que a su vez acaban en unas gruesas manos que están tecleando sobre su laptop.
“Justo llegas a tiempo”, le dice la
chica. “Ya pasamos todas las facturas y ahora estamos viendo lo de la
deducción”.
“Sigan”, dice Darío con cierto
desánimo.
“Me encantaría, guapo; pero me
hago tarde para una presentación, así que si me permites…”
Darío acepta: sabe cómo es eso.
“Te dejo con Mauricio”, presenta
la modelo. Ambos chicos se dan la mano.
Una vez que ella se marcha del
penthouse, Darío va a buscar unos papeles que trae hasta la mesa de su comedor,
donde el otro muchacho trabaja.
“¿éstos son todos?”, le pregunta
Mauricio.
“Sí”, responde Darío.
“Mira, te voy a enseñar un truco
que siempre te va a generar devoluciones: ¿Ves estos montos aquí?”
Darío se sienta lo
suficientemente cerca del otro joven
como para tener oportunidad de rozarlo al descuido. Por lo menos, puede
aspirar su aroma de colonia de maderas. Casi no se concentra en la explicación;
solo se pregunta de dónde sacaron a este pedazo de carne.
“¿Entendiste?”, le apela
Mauricio.
“¿Y no sería mejor contratarte
para que nos ayudes con los impuestos? Se nota que eres hábil en contabilidad”,
le propone.
“Pero yo no soy contador sino
técnico en informática y programación de sistemas”, recibe por respuesta.
“¿qué más da? Yo no soy
administrador sino arquitecto”.
Mauricio sonríe:
“Bueno, si me pagaras por eso, no
me opongo”.
“Pon la cifra que yo la pago”,
ofrece Darío.
Mauricio se levanta de la silla y
se estira. Bajo la camiseta y el jean apretados hay el evidente cuerpo de un
fisicoculturista.
“Cien por sesión. ¿Te parece
justo?”
“Ciento cincuenta, ¿Mauricio?”
“Sí, así me llamo. ¿Y por qué me
incrementas en lugar de regatear?”
“Lo dejamos en cien, entonc…”
“Está bien. Ciento cincuenta.
Solo dime a quién mato”.
Darío ríe, y al fin nota que en
sus rasgos de barrio, hay un muchacho inteligente y hasta simpático:
“Tienes lindo cuerpo”.
“Mi novia dice lo mismo”, le
devuelve Mauricio.
“¿Cuándo se casan?”
“Dos meses”.
“¿Cuántos años tienes?”
“Veintiocho, pero llevamos como
seis de estar juntos. Ya es hora, creo yo”.
Darío no tiene más preguntas para
el testigo. Caso cerrado. O quizás sí.
“¿Quieres tomar algo? Creo que no
te han ofrecido nada”.
“Tomé agua, gracias”.
Darío va hasta la cocina, abre el
frigorífico y busca qué podría invitar a su más reciente contratación eventual.
De pronto, al bajar la mirada por la puerta derecha, la halla. Siente que lo
llama. ¿Por qué no compartirla? ¿Acaso esos machitos que se dicen machitos no
sucumben ante su encanto?
“Tengo un vodka en la refri”,
avisa cuando regresa al comedor.
“No, gracias”, sonríe Mauricio.
“No bebo alcohol”.
“Bueno, mientras esperamos tu
taxi, te ofreceré agua entonces”.
En un par de minutos, ambos
jóvenes están sentados cómodamente en el sofá de la sala bebiendo… agua.
“Sí, te había reconocido cuando
entraste; apareces en el catálogo de Lawrence’s
con ese chico que juega en segunda división”.
“Sí, Leandro Pérez”.
“¿Es tu… amigo?”
“Sí, mi amigo. ¿Por qué?”
“Por nada. Lindas fotos las que
les tomaron. Yo posé hace como cuatro años para una revista que se llama… algo
con ‘semanal’”.
“¿Época Semanal?”
“¡Sí, esa! Me publicaron tres o
cuatro luciendo trajes de baño, ya sabes: bermuda, sunga, tanga. . Querían que
pose en hilo dental pero no quise”.
“¿Por qué, Mauricio?”
“No jodas. ¿Sentir esa tira
elástica metida en mi culo? Ni cagando, Darío”.
“Tienes buen culo”.
“Lo mismo me dijo el fotógrafo y
me asusté. Lo vi rarito. Me dio la
impresión que se deleitaba viendo mi huevo cuando me cambiaba. No sé. A lo
mejor quería tomarme fotos en pelotas, pero no le entro a eso”.
“¿Y qué tiene de malo posar
desnudo, Mauricio? Yo lo hice varias veces”.
“Tú eres modelo profesional,
pues; yo acepté porque me faltaba plata para pagar la pensión de la
universidad”.
El celular de Darío suena.
“Llegó tu taxi, Mauricio”.
Al quedar nuevamente solo, el supermodelo repasa los eventos de un tiempo –desde que conoció a Leandro—a esta tarde. De fondo, Bach es el mejor tónico para organizar sus ideas. ¿Y qué hay del vodka que estaba en su refrigeradora? Si Mauricio no quería compartirlo, quizás era hora que, después de meses, se diera un escape. Cuando está a punto de ingresar a la cocina, suena su celular: Roberth.
“¿qué pasó?”, le responde el
muchacho.
“Estoy en la recepción de la
Torre. ¿Puedo subir?”
Siete minutos después, el
fotógrafo y el supermodelo están sentados en el cómodo sofá de la sala.
“Me resisto a creer que Leandro
sea como los otros, Rob. Se supone que él era diferente, no sé, alguien
distinto”.
“Y lo es, Darío”.
“Entonces, ¿por qué tengo la
impresión de que Adela me lo negó?”
“¿Y por eso vas a decepcionarte
de él? ¡Vamos, Darío! Además, tu percepción sobre este chico es la misma que
sobre los otros chicos anteriores; exactamente la misma. Y así sucederá con el
que venga, y el que venga luego del que venga, y el que venga luego del que….”
“Ya entendí, Rob; ¿pero cuál es
tu punto?”
“que los chicos cambian pero el
problema queda, Darío”.
“¿Te refieres a mí?”
“Me refiero a tu incapacidad de
entender que no debes hacer feliz a nadie más para que tú seas feliz, y que la
felicidad no consiste en apropiarse de la vida de la otra persona al punto de
absorberlo y hacerte imprescindible de la manera que sea. Eso no genera una
relación, o quizás sí: una relación de dependencia”.
Darío mira a la noche que se
extiende tras la ventana delante de él. Bach sigue sonando en el equipo de
sonido.
“Sería feliz si tomo un poco de
vodka”, reacciona y se levanta del sofá.
Roberth va tras él y lo ataja:
“No Darío, no otra vez con el
vodka. Ése no es el remedio. Regresa a terapia, vuelve a tomar tu medicina; es obvio
que la has dejado”.
“Por favor, Roberth, ya me
disculpé por cómo te mandé a la mierda la vez pasada. No hagas que vuelva a
hacerlo esta noche”.
“Si hago esto es porque te
aprecio mucho, Darío, y tú lo sabes”.
“Deberías dejarme mi espacio,
entonces”.
“Perfecto, me iré; pero solo
quiero pedirte algo: termina de cerrar tu duelo de una vez por todas; tienes
que dejarlo ir”.
“¿A Leandro?”
“No, al Darío autodestructivo, al
Darío que nunca perdonó a su padre que lo haya rechazado por su esencia y que
para disculparse le dio este edificio como herencia adelantada, al Darío que se
refugia en sus bienes para comprar la lealtad, el cariño o hasta las caricias
de otras personas, y las caricias no se venden por separado, Darío, sino que
son parte de un paquete sin precio y sin caducidad”.
“Interesante, señor Peña, que a
estas alturas de su vida llegue a esos niveles de filosofía. Debió aplicarlos
cuando engañó a su entonces esposa con ese chico de dieciséis años que fue a su
casa hace nueve años buscando refugio porque en la suya ya no daba para más”.
“estuvimos borrachos cuando lo
hicimos, y me arrepentí de eso, Darío”.
“Claro, sí me acuerdo
perfectamente: eyaculaste dentro de mí y entonces recordaste tu ética y tu
moral. ¿Con qué autoridad vienes hablarme ahora, Roberth? ¿Con qué autoridad?”
“Tienes razón, si me anclo en ese
solo evento podría no tener autoridad, pero decidí vivir y entender mi lección:
no rogarle al mundo que me ame, sino amarme yo mismo para amar al mundo”.
“¿Me vienes a decir que no me
enamore, acaso, Roberth? ¿Tanto te afectó tu separación que ahora tu mensaje es
no creer en el amor?”
“Al contrario, Darío. Ahora creo
en el amor más que antes, pero no un amor que se te asigna por obligación,
porque así dice la sociedad que debe ser. Y ése fue mi error con mi entonces
esposa: casarme por presión social, porque estaba mal visto que un hombre a mis
treinta y cinco siga solo. Y las cagué. En ese momento, a ella le cagué la
vida. No supe buscar ayuda y por eso cometí un
montón de errores. ¡ésos son los errores que te quiero evitar!”
“¿Ya no la amas, Rob?”
“Al contrario; aprendí a amarla
de otra forma: como amiga, compañera, la madre de mis hijos. Quizás no como el
amor de mi vida, pero si me pongo a verlo todo como si fuesen saldos, hemos
ganado más que perdido”.
Darío está a punto de llorar:
“Mientras el mundo me trate como
me trata, Rob, le daré al mundo lo que merece; y si en este mundo las caricias
se venden por separado y las puedo comprar, será mi absoluto y jodido
problema”.
Roberth mira con compasión a su
joven amigo:
“Tienes mucha razón, señor
Echenique: será tu absoluto y jodido problema”.
El fotógrafo siente que no tiene
más que decir y se va del penthouse. Apenas cierra la puerta, Darío corre a su
sofá, se tira boca abajo y se pone a llorar. Nuevamente tocan su timbre. Darío
se levanta impulsivamente, va a la puerta, la abre de golpe.
“¡¿Y qué quieres ahora, carajo?!”
Roberth extiende sus brazos y
rodea a Darío, quien se apoya en su hombro para seguir llorando.
“Ya basta”, ruega el supermodelo en
medio del llanto. “Ya basta”.
Roberth lo abraza más fuerte
mientras le da un beso en la sien.
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