En la casa de Adela, el cuarto del futbolista es una revolución.
“Casi no tengo ropa de verano”,
observa el muchacho.
“Ay, hijo, ¿pero así de pronto te
contrataron?”
“¿Lo puedes creer?”, reacciona el
chico, muy entusiasmado.
Un auto se estaciona en la puerta
de la casa. Adela y Leandro casi no lo oyen. Medio minuto después, golpean la
puerta.
“¿Esperas a Rico?”, averigua la
madre mientras ayuda a su hijo a doblar alguna ropa.
“No, para nada. Voy a ver”.
Leandro camina hacia la puerta,
pero justo a mitad de sala, su teléfono vibra. Es Alberto Madero. Regresa a su
dormitorio.
“Mamá, ¿puedes abrir tú, por
favor? Me llaman por mi número de reserva”.
Mientras tocan la puerta por
segunda vez, Adela camina hacia la sala, y al abrirla.
“Buenas noches, Adela”.
La mujer se queda de una pieza:
es Darío.
“¿Está Leandro en casa?”
La mujer suda frío y hace
esfuerzos para no desvanecerse.
“No… No está”, tartamudea.
“¿Y te dejó sola?”
“Cintia ya viene en camino”.
Darío nota que Adela palidece.
“Vamos a sentarnos. Llamaré a
Leandro”.
“¡No! No es necesario”.
“No estás bien, Adela”.
“Es solo el frío”.
Darío cierra la puerta; entonces,
la mujer se da cuenta que el muchacho lleva un sobre cerrado.
“¿A qué hora regresa Leo?”
“Mi hijo salió de viaje, Darío”.
“¿Cuándo regresa?”
“No lo sé”.
“¿Y estás quedándote sola aquí?”
“Darío, te agradezco mucho tu
preocupación, pero mi hijo y yo hemos decidido resolver nuestros problemas
únicamente en familia. Entonces, si me disculpas”.
“Perdóname, Adela, no fue mi
intención inmiscuirme. Es que se fueron de la Torre, así nomás”.
“Te dijimos que no me
acostumbraba; no es mi barrio”.
“¿eso lo entiendo, pero podríamos
haberlo arreglado. No sé. Arreglar esta casa”.
“Darío, por favor. Mira, a nombre
de mi hijo, te agradezco todo lo bueno que has hecho por nosotros. Pero…
creemos que ya fue suficiente”.
Se oye que algo suena adentro.
“¿qué fue eso?”, Darío alarga el
cuello tratando de ver hacia el pasadizo.
“Algo que dejé mal puesto. Mira,
no quiero ser maleducada, pero quiero preparar algo para Cintia, quien vendrá a
acompañarme”.
“Podría ayudart…”
“¡Darío, ya basta, por favor!
¡Ésta es mi casa!”
“Es la casa de tu primo, Adela”.
“¿Qué importa eso ahora?”
En el cuarto, Leandro entiende
que su torpeza al descuidar su billetera, que acaba de caer al suelo, está a
punto de quebrar la mentira que su mamá ha armado; pero la impertinencia de
Darío ya llegó a todo límite. Manda todo al diablo y se dispone a salir de su
escondite cuando la puerta suena de nuevo. Escucha que abren.
“Hola, doña Adela”. Es Cintia.
Leandro respira aliviado. “Hola Darío”.
“Hola”, le responde el
supermodelo, dándole un beso.
“Gracias por venir, hijita”.
“Bueno, yo me voy. Adela, dile a
Leandro que… se le extraña y se le quiere en la Torre. Que él lo sabe muy
bien”.
Adentro, el futbolista sigue
inmóvil, esperando lo inesperado. Se recrimina a sí mismo no haber tenido la
valentía de confrontar a su aún auspiciador y dejar que su madre se encargue
del trance. Su cerebro despierta cuando oye que la puerta de la calle se
cierra. Por fin puede respirar a todo pulmón.
“Así que aquí estabas”.
Leandro casi salta hasta el
techo. Mira a su costado: es Cintia.
“Ya decía yo que esa voz era muy
fina para ser la de Darío”, alcanza a reaccionar.
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