A las nueve y media, mi mamá me llamó: “A las tres regreso. Anda a recogerme”.
Volví a dormir.
Casi a mediodía, me
despertó Josué. Seguía en calzoncillos.
“¿Qué pasó anoche,
Rafo?” ¿Hice alguna huevada que te molestó?”
Sonreí.
“Nada, pata. No
hiciste nada. No hicimos nada… ¿Vamos a comer cebiche?”
Josué se quedó toda
esa semana más en la ciudad.
Lo encontraba en el
gimnasio y luego íbamos a cenar en la calle. Tras ello, regresó a trabajar
donde se lo llevaran de su chamba.
El plan para que mi relación con Laura remonte funcionó.
Gracias a que pudo
controlar sus celos, no hubo motivos para pelear.
Nos veíamos
frecuentemente pero no a cada rato.
Cada quien tenía su
espacio, sus actividades y su grupo de amigos. Los fines de semana, salíamos a
alguna discoteca o a alguna reunión en casa de alguno de nuestros conocidos o
familiares. Incluso, se tomó el trabajo de disculparse otra vez con mi jefa y
hasta invitarla a comer.
El sexo que
practicábamos seguía siendo intenso y desbocado. Dos veces por semana teníamos
nuestro encuentro en el Dreams.
Aunque durante sus
días infértiles me insistía que lo haga sin condón, yo no accedí, inventando un
nuevo pretexto en cada ocasión: apenas lo retomamos, no me parece, debo
protegerte porque te amo, no quiero hijos antes de tiempo.
En dos ocasiones fue a
comer a mi casa, lo que a mi madre, para variar, agradó sobremanera. Y cada que
podía, me lo recordaba: “No te despegues de Laura: será una buena esposa”.
Claro que una que otra
chica que conocí antes me llamaba y me buscaba boca, pero yo bien angelito, o
le daba largas: “Ya, flaca, yo te llamo”. Nunca lo hacía.
Fueron dos meses donde
la vida parecía reencarrilarse, y, aunque no me sintiera tan enamorado, debo
admitir que me gustaba esa situación de ser mimado, complacido, atendido,
escuchado y acompañado.
Un día, Laura y yo nos
encontramos para almorzar y comenzamos a burlarnos muy disimuladamente de los
uniformes de las meseras de un restaurante que acababan de abrir en un centro
comercial.
“Rafo, ¿qué tienes
planeado para el fin de semana?”
“Nada. ¿Por qué?”
“La oficina estará de
aniversario y darán un almuerzo. Todo el mundo llevará a sus parejas y no
quiero estar sola. De paso que conoces a mis compañeros de trabajo”.
“Ya. Chévere. Pero,
¿hay que enternarse o esas cosas?”
“No. Normal. Pero
tampoco vayas como vas al gimnasio”.
Yo me sonreí.
“¿Y con cuánta gente
trabajas?”
“A ver: el gerente, la
secretaria, la otra chica de sistemas, los ingenieros de campo que son cuatro y
yo… ¡Ah! Y
acaban de contratar a un nuevo asistente administrativo. Un chico callado, pero
se le nota buena gente”.
“¿Ah sí?”
“Sí, me lo
presentaron, pero somos de hola y nos vemos porque él está en un lado y yo por
otro muy distinto”.
“En mi oficina
seguimos los tres de siempre más mi jefa”.
Y no quise seguir
hablando más, ni contarle que la conocían como la ‘sargento’ o mi ‘novio’ por
el incidente que había tenido con mi superiora meses atrás.
“Rafo, ahora que
veníamos, vi un lindo vestido de novia allá en la tienda de atrás”.
Oh, oh, dije yo. Luz
roja girando en una circulina y una sirena sonando. ¡Alerta a todo el mundo!
¡esto no es un simulacro!
“debe costar un ojo de
la cara”, le respondí.
“Por eso existe la compra
a crédito, Rafo”.
Bien. Llegó el momento
de la acción disuasiva. Que el oponente sepa que yo ya sé cuáles son sus
planes. La miré profundamente a los ojos, bien serio.
“¿Y qué estás tratando
de decirme, Laura? ¿Que ya te quieres casar?”
Ella frenó en seco.
“Esteee… no, ehhh, no…
yo… yo solo te contaba”.
¡Listo! ¡Misión cumplida! ¡El oponente se repliega! ¡Hemos salvado la capa de ozono! Porque eso de casarme, si me caso, no lo quiero ver hasta que cumpla treinta, y para ello me faltaban seis años aún.
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