El resto del día y de la noche, media docena de chicos y otra media docena de chicas desfilan frente a la cámara, o las cámaras del famoso artista, quien no solo controla la imagen fija sino la cinematografía, puesto que algunas tomas irán al comercial para la televisión y las redes sociales.
“Ésta es una de
las cuatro veces que este estudio parece una feria”, comenta. “¡Y me gusta
eso!”
Para las nueve y media de la noche de un día lunes, un rendido Darío se acerca a tomar agua tras desmaquillarse. Roberth coincide con él.
“¿Listo,
campeón?”
“Necesito un baño
de espuma apenas llegue a mi casa”, comenta el modelo.
“Cuidado te
ahogues”, bromea Roberth.
Darío mueve la
cabeza como devaluando la tontería de la gracia, aunque en realidad parece
buscar algo, o a alguien:
“¿Y Leandro?”
Roberth pone
cara de circunstancia:
“¿Qué? ¿No se
despidió de ti?”
Darío niega con
la cabeza.
“Qué raro… Me
dijo algo así como que tenía una entrega especial, se despidió y se fue”.
Cuando las
cámaras se apagan y no hay rastro de maquillaje en su cara o cuerpo, Darío es
el peor actor que exista. Así que su disfuerzo de sonrisa diplomática termina
dibujando una mueca de decepción.
Al llegar a su penthouse, el modelo debe enfrentar a su soledad, con la que no consigue limar asperezas. Apenas han marcado las diez de la noche. Busca el número de Leandro en su teléfono; está por llamarlo, pero desiste. No son horas de llamar, piensa. Aunque tampoco ésas eran formas de desaparecer, se consuela. Definitivamente, el baño de espuma es su mejor opción. Al ponerse de pie, el timbre suena. Camina hasta el pequeño pasillo que conecta con la puerta de acceso y activa el circuito cerrado de televisión. En la pantalla ve a alguien con gorra y chaqueta que se ha puesto estratégicamente de espaldas como para no ser identificado. No recuerda haber ordenado nada ni esperar a nadie. ¿Algo pasará en el edificio y están necesitando su intervención? De hecho, también lo administra. Contra toda recomendación de su asesor de seguridad, abre la puerta.
“Buenas noches”,
se da vuelta el sujeto. “Tengo una entrega especial para el señor Darío
Echenique”.
Quien ingrese diez minutos después al penthouse de Darío encontrará que la gorra se quedó por el pequeño pasillo de acceso, la chaqueta volteando a la izquierda junto al comedor, y el resto de la ropa en el suelo alfombrado del dormitorio. Y junto a ella, todas las prendas del dueño de casa. La cuestión es que en ese cuarto ahora no hay nadie. Quien quiera encontrar vida, tendrá que escabullirse al baño, en cuya tina, a media luz, dos cuerpos se abrazan y besan mientras la espuma se mete por lugares insospechados. Uno de ellos se arrodilla y decide darse un banquete, aunque dirá que el banquete es para quien se queda de pie, con el miembro semiduro que no pudo probar la primera vez. La succión logra resultados: la rigidez.
“Así”, le
susurra el que se queda de pie. “Toda, Darío. Toda”.
El que está
hincado de rodillas solo suplica que el tiempo se alargue. Al menos ya
consiguió que otros apéndices anatómicos lo lograran. Mientras lo toma en la
mano y lo masajea, trata de capturar con su boca la bolsa que está debajo. Y lo
consigue. La mano libre aprovecha el jabón adherido a la piel para
acariciar desde el glúteo hasta la parte
posterior del muslo derechos. El volumen y la firmeza son evidentes. Tras algún
rato, quien sigue de pie usa su mano
izquierda para tomar la barbilla al otro, se agacha y lo besa en la boca.
“Apóyate en el
borde”, le pide.
Quien está
arrodillado obedece, se pone de pie, gira y se inclina a poner sus manos en las
orillas de la bañera. Primero siente que unas manos acarician sus nalgas, que
también son voluminosas y firmes, las separa, y luego una lengua que lo
estimula entre ambas.
“Así, Leo”, gime
y susurra.
Algunos minutos
más y sentirá nuevamente cómo lo penetran y bombean. Y busca sentir placer en
medio del dolor, del escozor, de la inseguridad de la penumbra. Para él será
una dulce tortura que se prolongará cinco, diez, quince minutos.
“Me vengo”, le
dice quien goza a retaguardia.
“Dámela afuera”,
pide Darío.
Segundos
después, siente una corriente más cálida que el agua de la bañera resbalando
entre sus nalgas y una de sus piernas.
“Grandioso”,
califica.
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