Y así fue. El miércoles luego del entrenamiento, Leandro acude hasta la productora a retirar el pedazo de papel. ¡es la primera vez que por un solo trabajo el monto tiene cuatro cifras, dos ceros al final!
“¡Hijo!”.
Cuando Leandro
levanta la mirada, ve que Roberth sale de una de las oficinas. Se le acerca y
le palmea el hombro.
“Excelente trabajo”,
lo felicita.
“Gracias. ¿Y qué
me tocará hacer ahora?”
“Independizarte
de Darío”, aconseja el fotógrafo en voz baja.
“¿Y cómo crees
que voy a hacerlo?”
Durante toda esa tarde, Leandro recorre (transportado por Rico) al menos dos agencias de publicidad, una productora y una agencia de talentos dejando hojas de vida y fotos. En todas es recibido con amabilidad. Claro, si dices “vengo de parte de Roberth Peña”, las cosas se te facilitan mucho.
“¿qué viene
ahora?”, le pregunta por teléfono.
“Ahora, a esperar”,
le aconseja su mentor.
Rayando las siete de la noche, Leandro regresa a su casa.
“Gracias,
Cintia. ¿Alguna complicación?”
“No, ella queda
tranquila, Leo”.
Un beso en la
mejilla es la mayor despedida a la que esa eterna amiga puede aspirar del muchacho.
Cuando ella sale, Adela aparece por el pasadizo que da a los dormitorios.
“¿Por qué tan
tarde, hijito?”
Estuve dejando
papeles, má”.
“¿Por qué?
¿Acaso Darío no está consiguiéndote desfiles y esas cosas?”
“Sí, má; pero…
también… también tengo que abrirme paso por mi cuenta”.
Adela sonríe e
invita a su hijo a sentarse en la mesa. Ha preparado una de las comidas
favoritas del joven: pollo a la plancha, ensalada y una generosa ración de puré
de papas. Ella solo toma una sopa de verduras. Lo mira amorosa, como lo mira
toda la vida, desde el momento en que lo pusieron en sus brazos pesando tres
kilos cuatrocientos cincuenta gramos, y todo eran inquietudes y sobresaltos.
“Leíto… hace
tiempo quiero preguntarte algo… respecto a Darío y a ti”.
El muchacho trata
de mantenerse sereno, aunque un sudor frío comienza a recorrerle la espalda.
“Dime, má”.
“Hijo, yo sé que
tú ya eres adulto, pero quiero que sigas confiando en mí como lo has hecho toda
la vida… ¿Hay algo que me quieras contar sobre… cómo te digo…?
“¿Darío y yo?”
Leandro, a pesar
de fingir indiferencia a la pregunta, siente que está acorralado, así que sus
opciones son inventar una nueva mentira o decir la verdad, al fin. La ventaja
es que las mentiras, hasta ahora, han mantenido tranquila a su progenitora.
¿Vale la pena romperla para contarle que todo ha sido una bola de nieve sobre
la que él creía tener el control pero que resultó derribándolo? Toma aire, toma
unos segundos, toma impulso, y cuando va a abrir la boca… suena el timbre.
“Esperas a alguien,
má?”
“No. ¿Cintia se
habrá olvidado de algo?”
Leandro se
levanta y va a atender la puerta: es Darío.
“¡Adela de mi
corazón! Por fin regresé”. Le da un sonoro beso en la mejilla. Madre e hijo
notan varias bolsas colgando de una de las manos del recién llegado. “Les traje
unos regalitos”, contesta a las miradas apeladoras. Un vestido, una camisa, un
jean, otro vestido, un chal. Adela y Leandro no obvian el agradecimiento, pero
no pueden dejar de cruzar miradas que denotan desconcierto cuando el supermodelo
no les ve.
Muy a pesar de Darío, Adela le invita algo para cenar, y tras conversar un rato, ella se retira a dormir. El supermodelo y Leandro se quedan solos en la sala, y el primero aprovecha para robarle un beso.
“¿Me extrañaste,
Leo?”
“Darío, por favor”,
ruega el futbolista en voz baja.
“Tengo otros
regalitos para ti arriba… pero me gustaría vértelos puestos para asegurarme que
son la talla correcta”.
“Darío, no puedo
dejar sola a mamá”.
“Podemos ir a tu
cuarto. Subo altoque, los recojo y bajo. Ella no sospecha nada: piensa que solo
somos amigos y compañeros”.
Leandro se
paraliza. Quiere advertirle a Darío que es probable cierto cambio en la
percepción de su madre respecto a la amistad de ambos chicos, pero no tiene
tiempo. Darío se levanta entusiasmado, sale del departamento, camina el
pasillo, llega al ascensor, lo pide, y cuando se abre la puerta…
“Buenas noches,
don Darío”, vuelve a pasarle la voz el joven moreno con la sonrisa pendeja en
su rostro y el uniforme de mantenimiento de la Corporación Echenique cubriendo
su esbelto cuerpo. El supermodelo comienza a hiperventilarse y se mete a toda
velocidad al elevador, casi llevándoselo de encuentro.
Darío llega al penthouse al borde de una crisis de histeria, a punto de llorar pero de cólera. Busca su celular, marca algo, espera que le contesten.
“Buenas noches,
don Darío”.
“Wílmer, ¿se
puede saber qué está haciendo ese sujeto en el edificio?”
“¿Qué sujeto,
don Darío”.
“¡el que está
subiendo y bajando en el ascensor, el empleado de la Corporación!”
“ah, lo mandó su
padre”.
“¿Cómo?”, Darío
abre los ojos y comienza a hiperventilarse de nuevo.
“¿Quiere que le
diga algo a él, don Darío?”
“Quiero que se
vaya de la Torre, Wílmer; ¡y que lo haga ahora!”
“¿Pero, y su
papá?”
“¡Que se vaya a
la mierda mi viejo!” El tono de llamada entrante se oye en el auricular del
teléfono. “Quiero a ese sujeto fuera de la Torre, y si mi viejo dice algo, que
me llame”.
“A la orden, don
Darío; así se hará”.
“Así espero, Wílmer;
gracias, hablamos”.
Darío finaliza
la llamada actual y da paso a la que acaba de entrar:
“¿Qué quiere
este reconchasumadre?”, se pregunta viendo la pantalla del celular, y decide
contestarla. “¿Qué mierda quieres?”
“Uy, Darío,
hermano; qué rápido te olvidas de los amigos… Te traigo lo tuyo, solo lo tuyo,
y nada más… Tú ya sabes qué es, ¿no?”
“Deposítamelo”,
espeta el modelo.
“Pero, hermano,
¿no puedo verte un momento? Quiero hablarte cosas del negoc…”
“¡Que me
deposites la plata, he dicho, carajo!”
“Ya, ya, no me
grites, Dary. No te conviene ser agresivo conmigo. ¿entiendes?”
“No me amenaces,
Rico. No sé qué se traen entre manos, pero si piensan joderme la vida, yo los
mato. ¿Me escuchaste, Rico? ¡Yo los mato”.
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