Leandro llega a casa poco antes de las cuatro de la tarde con sendas bolsas de supermercado y un nuevo invitado: Darío. Ni una palabra de la nueva discusión que casi se arma ante la caja por ver quién pagaba la cuenta, pero que Leandro mañosamente dejó en manos de su mecenas. Un beso en la mano de Adela es suficiente para borrar todo brote de desconfianza, gesto que repite con una ruborizada Cintia. ¿Tienen idea los vecinos de qué especie de celebridad nacional está en esa sencilla casa del Distrito Norte?
“Me da tanto
gusto recibir a los amigos de Leíto”, trata Adela de ser cortés. Darío luce su
blanca sonrisa, sin ocultar la emoción que le produce conocer dónde vive este
nuevo chico que le remece el suelo:
“Qué bueno me
considere su amigo porque así me siento yo, señora”, responde galante.
“Sí, hace poco
nomás estuvo un chico… ¿de dónde es, Leíto?”
Cintia siente
que la luz roja se enciende y corta abruptamente la escena:
“Doña Adela,
¿recuerda las frutas?”
“¿Frutas,
hijita?”
“Sí”, sonríe
nerviosa Cintia. “Las de la ensalada”.
Adela reacciona:
“¡Cierto,
hijita! Perdonen chicos que solo tengo ensalada de frutas para ofrecerles. ¿Me
aceptarán?”
“¡Por supuesto
que sí!”, se apresura a responder Darío sin ocultar su sonrisa.
“Que sean dos”,
secunda Leandro.
Y una sencilla ensalada de frutas fue el pretexto para iniciar una conversación amena entre los dos chicos y las dos mujeres.
“Nunca me voy a
olvidar de ese partido cuando Leíto tendría, ¿qué será?, ocho, nueve años”,
recuerda Adela.
“No, má, no otra
vez”, se tapa la cara Leandro.
“Ya estaba listo
para patear la pelota, cuando toma impulso y, ¡zas!”
“¿Qué pasó?”,
pregunta Darío.
“Salió volando
su zapatilla”, remata Adela tras segundos de suspenso.
Las mujeres y
Darío estallan en carcajadas mientras Leandro no sabe cómo ocultar su rostro
ruborizado.
“Y lo peor no
fue eso”, completa Cintia. “La zapatilla le cayó al árbitro… ¡en la cara!”
Ahora la
carcajada es general.
“No fue
gracioso”, reclama Leandro. “Me clavaron tarjeta amarilla”.
“Pero nada como
lo que me pasó a mí”, interviene Darío intentando recuperarse del dolor de
abdomen. “Yo tenía trece años y había asistido a mi clase de ballet. No
recuerdo por qué, pero debajo de la malla no tenía ropa interior. El caso es
que estábamos practicando elevaciones de piernas, ya saben, llevar el pie tan
alto como se pudiera. Estaba tan concentrado haciendo ese ejercicio cuando
se oye ¡wraaaakkkkkkk!”
“¿Qué había
pasado?”, curiosea Adela con los ojos bien abiertos.
“La malla se me
había roto de la entrepierna y… todo salió”.
Otra vez los y
las comensales ríen divertidos.
Apenas pasadas las seis de la tarde, Darío está por irse. Aprovechando que Adela y Cintia están en la cocina, se acerca felinamente a Leandro y le roba un beso en la boca.
“Cuidado,
huevón”, advierte el futbolista.
“Perdóname otra
vez”, reitera el otro muchacho mientras pone algo en su mano.
“No hace falta…”
“Al contrario,
Leandro; hará mucha falta”.
Mientras Leandro
cierra el puño, Adela y Cintia regresan para cerrar el protocolo de despedida.
Un minuto después, Darío arranca su deportivo que ha estado estacionado justo
afuera de la casa (y levantado más de una mirada de curiosidad en el vecindario)
y se va.
“Estos amigos sí
valen la pena, hijito”, califica Adela.
“Sí, ma”, sonríe
nervioso el chico. “Sí valen la pena”.
Adela regresa a
la cocina y Leandro se queda solo en medio de la estrecha sala. Al abrir su
puño, descubre un billete de doscientos. ¿Qué le queda sino sonreír en privado?
Te tengo, piensa.
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