“¿Y ese chico es de confianza, hijo?”, plantea Adela.
“Hasta ahora
parece que sí, má”, tranquiliza Leandro.
“Darío Echenique
es un tipo tranqilo, señora; no tiene de qué preocuparse”, secunda la moción
Rico, mientras Cintia mira a los dos varones con harto escepticismo. Todos
comparten el almuerzo en casa de Adela.
“Dijo que verá
cómo puede apoyarme con lo del modelaje; y, aparte del cheque de la disco, me
dio otro por el otro… evento al que me llevó”.
“¿Dónde fue el
evento?”, curiosea Cintia.
“En un casino…
solo era de sostener un ánfora… huevadas”, miente Leandro.
“¡Esa boca,
hijo!”, regaña Adela.
“Nos pagó, Cintia.
Traje tu cheque, ¿no?”, Leandro clava la mirada a su amiga como pidiéndole no
sembrar intriga.
“Hijito”,
interviene Adela, “si eso va a ser decente y te permitirá ganar algo más, me
parece que está bien”.
“Nos permitirá,
mami. Tú sabes que lo que gane, es tuyo”.
“Lo sé, hijo;
solo te voy a pedir una cosa”.
“Claro, má”.
“Ya no poses sin
ropa”.
La mesa queda en
silencio.
Ese lunes temprano, Leandro y Darío llegan a una construcción de dos pisos que mas bien semeja una caja de zapatos en su arquitectura. Nada que ver con las casas de cierto estilo a los lados. Es el compound donde funciona el estudio de Roberth Peña en un inmenso salón que está en el primer piso.
“Fue una de las
pocas ferreterías que existía en este barrio”, cuenta el fotógrafo mientras examina
los archivadores en los que Leandro guarda sus fotos y los recortes de avisos
publicitarios. “Como las ferreterías de cadena crecieron, ésta no supo
competir, quebró, y compré el inmueble a precio de regalo”.
“¿Y sigues
viviendo arriba?”, pregunta Darío mientras pone polvos a la cara de Leandro.
“Cuando vengo al
país, pero no te recomiendo subir porque podría darte un infarto a tu centro
neurológico de la estética y el buen gusto”.
“Yo te dije que
no te divorciaras”, ironiza Darío.
Roberth sonríe
mientras revisa los desnudos del otro joven.
“Hicieron buen
trabajo contigo, muchacho”, califica el profesional.
“Pero faltó glamour, Rob. ¿A quién se le ocurre
hacer esas fotos en esas duchas horribles?”
“Obviamente época Semanal nunca pagó este proyecto”,
asegura Peña.
Darío termina de
maquillar a Leandro, quien por fin puede abrir los ojos:
“A mí me pagaron
en efectivo ni bien terminó la sesión”.
“Confirma lo que
digo”, sentencia Roberth. “Yo conozco a
los editores y todo es cheques, y ahora trabajan con transferencias bancarias,
por seguridad, pero insisto que hicieron unn buen esfuerzo. Además, es
admirable que te hayas tomado el trabajo de tener estos recortes. Ya había
olvidado lo mal que iluminé a Darío en esa campaña de Lawrence’s”.
“Ya no me hagas
recordar de ese imbécil de Madero”, reniega el aludido. “Concentrémonos en
Leandro Pérez”.
“Para tu buena
suerte, muchacho, me cae bien el San Lázaro”, ríe Roberth.
Leandro también
ríe mientras se pone de pie y va hasta el portatrajes: sacos, pantalones,
camisas, jeans, ropa de deportes, zapatos, calcetines… La noche anterior, Darío
y él se habían pasado hasta tres horas probando ropa en una tienda por
departamentos, y todo cargado a la tarjeta de crédito del supermodelo.
“¿Con qué
comenzamos?”, el modelo novato parece estar presuroso.
“Algo formal,
diría yo”, interviene Darío. “Traje y corbata”.
“El productor ha
hablado, así que le haremos caso”, se encoge de hombros Roberth. Darío lo mira
como llamándole la atención, a lo que el fotógrafo no se amilana. “O le hacemos
caso al hacendado”, continúa sin bajarle la mirada, “o nos amarrará al cepo”. Y
cuando ve que el doncel está a punto de estallar, decide lanzar un último
dardo: “Esclavos a la molienda”.
Leandro ríe, se
quita la bata que lleva puesta y deja que Darío le elija el primer traje.
Durante toda esa jornada, el futbolista se transforma en un ejecutivo junior, en un joven emprendedor de clase media alta, en un galán de discoteca, en un jinete del siglo XVIII, en un surfista experto en olas de diez metros, en sí mismo pero con accesorios de marcas que jamás podría pagar y en un juguetón muchacho quien se siente muy cómodo probándose bóxers, MICROBÓXERS, bikinis y suspensores (“que no se le vea mucho las nalgas”, ruega Darío en algún momento).
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