Y no tardará mucho en confirmarlo. Aprovechando la visita de Cintia a su madre, Leandro sube al penthouse, y en un par de minutos termina desnudo junto a Darío, a quien le levanta vigorosamente las piernas para estimularlo allá atrás, y cuando lo consigue se pone de rodillas para concretar la cópula. Lo siguiente será moverse como él sabe hacerlo, ni tan despacio que no se sienta, ni tan rudo que hiera. Minutos después, Darío se pone en cuatro patas y continúa todo el proceso, chasqueo de nalgas incluído.
“Me vengo”,
suspira Leandro excitado.
“Afuera, Leo,
afuera”.
El futbolista
ruge y el supermodelo siente un cálido fluído
llenando el medio de su espalda.
Minutos después, Leandro tiene la mirada perdida en el cielo raso del dormitorio, tendido sobre la enorme cama, aún desnudo, cuando Darío sale del baño y regresa a acostarse encima suyo, dándole otro beso en la boca.
“Espero que te
hayas lavado bien”, le sonríe el futbolista.
“Ay, no jodas;
es tu leche”.
Leandro ríe,
Darío lo besa otra vez.
“¿Cómo quedó tu
mami?”
“Más tranquila”.
“esperemos que
se recupere entonces para darle otra buena noticia”.
“¿Otra?”,
Leandro se inquieta. “¿Y qué será esta vez?”
“Sorpresa,
sorpresa”, sonríe Darío.
“Ay Dios,
alguien morirá de un infarto a este paso”.
“¡Oye! Tu mamá
sufre de presión baja, no de hipertensión”.
“No hablo de mi
vieja; hablo de mí”.
Darío ríe y besa
de nuevo a Leandro:
“Tranquilo,
tontito; es algo que tiene que ver con empleo, un nuevo empleo para tu mami”.
Leandro suspira
un poco incómodo:
“Darío, sabes
que mamá no está para una chamba de ocho horas”.
“Lo sé… Déjalo
por mi cuenta; confía en mí”.
A Leandro este
pedido lo inquieta más, pero será mejor no contradecir a su benefactor. O
quizás sí:
“Oye, Darío, y
entre tus sorpresas, ¿habrá un tatuaje étnico para un chico hermoso con el que
eres más que amigo pero no es tu novio?”
Darío se pone
algo serio:
“Ni loco te
harás un tatuaje de nada, Leandro Pérez. Y pobre de ti que aproveches mi
ausencia para contradecirme”.
Efectivamente,
esa medianoche, Darío se ausenta de la ciudad por trabajo. Una sesión de fotos
que tiene que hacer por un par de días, dos países más allá como parte de una
de las firmas que representa.
¿Leandro debía tomar esa conversación como un simple aviso o como una advertencia real?
“¿Ni siquiera un
tatuaje, Leo?”, pregunta Rico.
El futbolista
asiente con cierta vergüenza. Está subido en una escalera sosteniendo el
extremo de una línea compuesta por pequeños reflectores LED; del otro lado, en
otra escalera, Roberth trata de fijar a al techo el extremo sobrante.
Aprovechando la ausencia de Darío y el día de descanso en los entrenamientos
del San Lázaro, Leandro aterrizó por la casa de su amigo y se encontró con que
estaba en pleno mantenimiento; y toda ayuda es siempre bienvenida.
“Hermano, te
dije que tú debías tener el control”, recuerda Rico.
“Darío es más
absorbente que pañal para bebés”, remata Roberth sin apartar la vista del
techo.
“Créanme que me
tomó por sorpresa: una cosa tras otra y otra cosa tras otra”, arguye Leandro.
“Y ttú le fuíste
permitiendo una cosa tras otra y otra cosa tras otra, hijo”, le dice Roberth
mirándolo a los ojos y poniendo pausa al trabajo de atornillar. “Si a la
persona no le pones límites, la persona creerá que puede tomar decisiones por
ti, y eso no fue lo que te aconsejé, ¿o sí?”
Leandro enmudece
y Roberth regresa al trabajo de instalación.
“Y ahora te está
agarrando por tu punto débil: tu mamá”, agrega Rico.
“Leandro parece
tener más puntos débiles de los que aparenta”, opina Roberth. “Cree tenerlo
todo bajo control pero siempre termina dependiendo de alguien”.
“Eso no es
cierto”, se defiende el aludido. “Yo puedo abrirme paso por mi cuenta
tranquilamente”.
“Entonces,
renuncia a todo lo que Darío te da y lucha por abrirte paso”, desafía Roberth.
Todos guardan
silencio; el único sonido que se oye es el destornillador rozando el metal;
quizás el tráfico que se cuela desde la calle.
“¿Y si lo pierdo
todo?”, al fin se sincera el futbolista.
Roberth baja de
la escalera y la mueve junto a la de Leandro:
“Es uno de los
riesgos que tienes que tomar, hijo”.
Ahora el
fotógrafo atornilla la línea justo entre las manos del dubitativo joven.
“Si no luchas,
Leo, nunca sabrás de lo que eres capaz”.
“Rico, si mi
madre tuviera independencia económica, créeme que emprendería como tú; pero mi
problema es que…”
“Tu problema es
que desconfías de tu potencial, Leandro”, le dice el fotógrafo, literalmente,
en sus propias narices. ; lo de tu mamá se entiende, pero es una justificación.
No la uses como escudo, úsala como inspiración para salir adelante”.
Roberth termina
de atornillar el otro extremo, guarda sus herramientas y palmea suavemente la
mejilla del muchacho; le sonríe con mucho cariño.
“A ver, Rico,
sube la llave de la luz”.
El otro muchacho
va presuroso a la cocina.
“¿Qué tienes que
hacer mañana todo el día?”, baja la voz el fotógrafo.
“Entrenamiento
por la mañana; por la tarde, nada”.
“¿Sabes quién es
Luna Estrella?”
“¿No es la
cantante de música tropical a la que siempre le inventan romances y esas
cosas?”
“Bueno, no son
totalmente inventados, pero no viene al caso. Para mañana está previsto que
ella grabe un videoclip y más temprano me llamaron porque el modelo que iba a
aparecer desertó. Si no tienes problemas en hacer desnudos, el puesto está
vacante”.
Leandro duda
unos segundos:
“¿Pagan bien?”
“Para ti que
estás comenzando, pagan muy bien. Yo dirigiré el video, si eso te preocupa”.
Rico reingresa a
la sala. Roberth baja de la escalera y pide a un dubitativo Leandro que también
lo haga:
“Baja de una
vez, Leandro, o solo brillarás electrocutado”.
Camina hasta el
interruptor y lo enciende. El juego de luces LED ha creado una nueva atmósfera
para la casa abandonada. Rico se queda maravillado.
“Anda prepárate
que quiero hacer unas tomas para calibrarlas”, pide Roberth.
Rico desaparece
de la sala.
“¿Por qué no
él?”, consulta Leandro.
“Serán dos
modelos, en realidad. Rico es uno, el otro es el que falta; tú serías el
indicado”.
“¿Se me tiene
que ver la cara?”
“Darío no se
enterará que participaste en esa producción”, Roberth guiña un ojo.
Rico entra por
segunda vez a la sala totalmente en pelotas:
“¡Ya estoy
listo!”
Roberth va a
tomar su cámara y a colocar al talento en su marca, cuando oyen el timbre de un
celular: el de Leandro.
“Disculpen”,
dice tomando el aparato, viendo la pantalla y moviéndose a una esquina. “”Hola
Darío”, saluda no tan bajo.
Roberth levanta
una ceja; Rico tiene sentimientos encontrados.
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