Treinta y cinco días después, Leandro y Adela se mudan a la Torre. No fue sencillo. Durante todo ese tiempo, Darío se las ingenió para conseguirle desfiles de moda a su protegido, lograr un auspicio de la Corporación Echenique al San Lázaro, rescatar unos muebles no tan viejos que su familia ya había dado por inútiles tras largos seis meses de uso, demostrar a Adela (especialmente a Adela) las bondades del Distrito Centro Sur y su rápida conexión con lo más álgido de la ciudad (incluyendo su consulta mensual), la seguridad de vivir en un conjunto residencial, y el hecho de que Leandro estaría más cerca de las audiciones que él conseguía o promovía. El resto fue demostrarle al otro joven la funcionalidad del departamento y convertirse en una especie de chófer particular. Leandro tardó en decir que sí más por estrategia que por reticencia.
Un domingo por la mañana, Adela y su hijo terminaron de hacer maletas, se montaron en el vehículo de Darío y dejaron la casa del Distrito Norte totalmente amoblada. Al día siguiente, Leandro regresará a dejar las llaves a unos inquilinos recomendados por Rico (“Es mejor que la casa esté ocupada a que se quede echando telaraña”, comentó en algún momento). Media hora después, llegan a la Torre Echenique, suben los tres pisos, y Darío se adelanta a abrir la puerta cedro pastel.
Adela no puede creer lo que ven sus ojos: una sala amplísima de paredes blancas impecables, modulares rechonchos con aplicaciones de cromo, una mesa de centro de raro estilo curvo, como un garabato bañado también en cromo y una placa de vidrio templado, un florero encima, cuadros con flores inyectadas en rojos y rosas, cortina de techo a piso, suelo de parquet… Sus ojos se llenan de lágrimas y se cobija en el pecho de Leandro, sudando frío. Entonces, el gozo del momento se torna en cierta preocupación.
Veinte minutos después, Darío está sentado en el sofá de esa sala, acodado en sus gruesos y firmes muslos y con su cara apoyada en sus manos. ¿Hizo bien todo lo que hizo? Leandro le había conversado varias veces sobre la vulnerabilidad de su madre, pero solo él sabe que intentó ser lo más cuidadoso posible. Es más, si se trataba de mejorar la calidad de vida, ¿qué mejor vida que estar en la Torre a solo siete pisos de distancia? El remordimiento comienza a tomarlo de los pies, como un fantasma que amenaza escalar cada centímetro cuadrado de su esbelta anatomía, cuando Leandro se sienta a su lado.
“¿Cómo sigue?”,
le pregunta despegando la cara de sus manos.
“Está
descansando”, responde el futbolista. “La impresión ha sido fuerte”.
“Si quieres,
hablo con ella”.
“¡No! Digo, no
es necesario. Es un tema de adaptación. Imagina que tú te mudas al Distrito
Norte; sería algo parecido. Incluso yo tengo que adaptarme”.
Darío reclina su
tronco y lo apoya en el respaldo del sofá, al igual que Leandro, y le toma la
mano:
“¿Y a ti te
gusta aquí?”
Leandro suspira:
“No será lo
mismo que la casa del barrio… Espero que me adapte”.
“¿Y sobre lo que
hablamos, Leo?”
“Ah”, reacciona
el protegido. “Yo te pagaré una renta mensual como qued…”
“No, Leandro,
sobre… sobre lo otro”.
Leandro se
incomoda un poco:
“Darío, dame
tiempo por favor. Ahora mismo, mi vieja es la prioridad. ¿Me comprendes?”
Darío suelta la
mano de Leandro, acaricia su muslo y lleva su mano derecha a la entrepierna del
muchacho mientras gira su cuerpo para buscar la boca y darle un largo beso
francés, el que es correspondido con cierto cansancio.
“¿Nos veremos
más tarde, arriba?”
Leandro responde
que sí con la cara y una sonrisa.
Darío llega hasta la puerta del ascensor recordando lo que Roberth le dijo alguna vez hace unos días, que lo bueno en la vida toma trabajo conseguirlo. Mientras llama el aparato, se pregunta cuánto tiempo tomará en su caso. Por fin la puerta se abre y el chico se queda de una sola pieza: un muchacho moreno, alto y fornido, vestido con el uniforme de mantenimiento de la Corporación Echenique está adentro.
“Buenos días,
joven”, le dice al salir, con una sonrisa harto pendeja en el rostro.
Darío suda
helado.
La suavidad de unas manos despiertan a Leandro. Al abrir los ojos, se da cuenta que el departamento de la Torre Echenique no es un sueño.
“¿Qué hora es,
má?”
“Casi mediodía.
Tengo que cocinar algo para el almuerzo”.
Leandro
reacciona y se pone de pie, estirándose.
“Voy a preguntar
dónde hay una tienda por acá. ¿Qué necesitas?”
“Hijito, creo
que no hace falta: abrí la refrigeradora y está llena”.
Leandro menea su
cabeza como si alguien le hubiese dado un gancho.
El almuerzo fue una experiencia rara en todo el sentido de la palabra, desde la preparación en la cocina (a la que tuvieron que entenderle nuevas mañas y funciones) hasta el uso de esta nueva vajilla. Al menos, madre e hijo continúan juntos.
“¿Te sientes
mejor?”, consulta el joven.
“Más o menos,
hijo. Lo que me inquieta es… es…” Adela siente un nudo gordiano en la garganta.
“¿Qué es, má?”
“¿Cuánto te va a
costar todo esto?”
Leandro traga saliva: a decir verdad, nunca se acordó un precio con Darío; no un precio en moneda fija, al menos, aunque sí intuye cómo tendrá que honrar cada cuota.
No hay comentarios:
Publicar un comentario