Pasadas las dos de la tarde, un furioso Darío sale del estudio seguido de un Leandro que, al menos, finge no darse cuenta cómo se siente su mentor:
“No pensé que
fuese tan divertido trabajar con Roberth”, comenta alegre.
Darío no le
responde. Llega a la puerta del auto, y cuando va a abrirla, siente que lo
tocan del hombro izquierdo y lo obligan a girar sobre sus talones:
“¿Qué quieres
ahora?”, reacciona seco.
“¿Qué tienes
tú?”, encara Leandro.
“No tengo nada”.
“¿Y por qué
tienes esa cara de culo, entonces?”
“Deja de hablar
huevadas, ¿quieres, Leandro?”
“Estás así desde
que hicimos la parte de la ropa interior. ¿Qué pasa, Darío?”
El mecenas llega
a su límite y remeda la escena que vivió ese mediodía:
“Ay Leandro,
¿quieres posar desnudo? Tú tienes que tomar tus decisiones… Ay, sí, Roberth,
mírame la pinga, mírame el culo, te gusta?”
Leandro no se
molesta ni se alegra, mira al furioso Darío con un gesto neutro, y verifica que
los otros peatones estén a respetable distancia.
“¿Y qué tiene
que haya posado desnudo, Darío? Es modelaje. ¿Acaso tú no posaste desnudo
alguna vez?”
“¡Pero no es
igual, Leandro!”
“He tratado de
ser lo más profesional posible, Darío. Solo posé desnudo; no hice nada más”.
“¿Y qué querías?
¿Mostrarle tu pinga al palo? ¿Mostrarle el ojo de tu culo?”
“No te entiendo,
Darío”, toma un respiro Leandro. “Mira, cuando yo me acerqué a ti, mi intención
fue construir una relación profesional, y una amistad si fuera posible; pero tú
sabes que quiero ser un gran modelo, y que estoy aprovechando esta
oportunidad”.
“¿O te estás
aprovechando de mí, Leandro?”
“Si crees que me
estoy aprovechando de ti, Darío, tu tienes el control: dime adiós, te daré las
gracias, y cada quien por su lado; si me viste, no me conoces”.
Darío recibe
otra vez un chorro de agua helada, y Leandro tiene el remedio para la
hipotermia:
“Mira, yo
agradezco mucho de verdad que me hayas echado una mano; no sabes cuánto gozo me
has dado, pero quiero que pienses que incluso me has abierto la puerta de tu
casa, y si fuese otro de esos huevones que están buscando oportunidades, algo malo
te hubiese hecho; total, ¿quién se daría cuenta? ¿Lo hice? Dime, Darío: ¿ lo
hice?”
El supermodelo
comienza a sentir remordimiento:
“Perdóname, es
que… Leandro, yo… no sé”.
“Darío, te dejé
claro que no pasaríamos de ser compañeros, amigos, hasta amantes si lo deseas;
pero no habrá más. Por último, ¿sabes por qué estoy tentando suerte? Porque
necesito darle algo a mi mamá que nunca ha tenido en su vida: calidad de vida.
Eso que a ti te sobra y a nosotros nos falta”.
Darío comienza a
sollozar allí en plena calle:
“Perdóname,
Leandro”.
“Gracias por
todo, Darío. Mucha suerte. Te mereces todo el éxito que tienes”.
Leandro da media
vuelta dispuesto a irse cuando es el otro muchacho quien lo toma del hombro
derecho y lo retiene.
“No me hagas
esto”, susurra el futbolista.
“Perdóname”,
habla en el mismo tono el otro galán. “Sí recuerdo que me hablaste de tu mamá…
Perdóname”.
Leandro gira
otra vez en ciento ochenta grados:
“Ya deja de
llorar que te ves feíto”, pide aún susurrando.
“Me gustaría
conocer a tu mamá”, pide Darío, sonriendo aún entre lágrimas. “¿Puedo?”
Leandro acaba de
anotar un gol de arco a arco.
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