Reconozco que fui un poquito grosero, pero de vez en cuando hay que hacerse el duro para evitar que las situaciones se salgan de control. Y sobre eso puedo escribir voluminosos tomos.
El día de la fiesta
llegué hasta la oficina de Laura, dedicada a la supervisión de proyectos
sociales del gobierno. La verdad es que no entendía cómo una chica con su
perfil profesional aguantaba ese ambiente lleno de mediocridad, pero, en fin,
mientras le pagaran y se sintiera feliz, no había mucho que discutir.
“Hola, amor”.
Se levantó de su silla
y vino a mi encuentro, saludándome con besito en la boca.
“Has venido guapo”, me
alabó sonriendo.
“Quiero que todas las
chicas se pongan celosas de ti”.
Laura sonrió mucho más
y me dio otro beso.
“Espérame aquí, Rafo.
Termino este proceso, apago la estación y vamos a buscar sitio”.
Me senté a su lado, de
espaldas a la puerta.
“¡señorita Laura, el
jefe quiere saber…! Ah, perdón”.
Cuando volteé a ver a
quien había irrumpido en la oficina, me quedé helado.
“Ah, Eduardo. Éste es
mi enamorado, Rafael”.
El chico se puso
pálido, además de sorprendido.
Nos dimos las manos,
temblando.
“Mu… mucho gusto,
señor”, saludé.
“El gusto es realmente
mío”, respondió tenso.
Me senté nuevamente.
“Señorita Laura, el
jefe dice que si usted sabe dónde están los reportes de los dos últimos años,
pero en digital, porque no halla los archivos”.
“Dile que se los busco
y se los paso ahora, Eduardo”.
Yo miraba a la
pantalla de Laura. No me atreví a ver al chico a los ojos.
“Ya. Permiso, joven”.
Yo seguía absorto
viendo la pantalla.
“Rafo, ¡Rafo! Eduardo
se está despidiendo de ti”.
“Ah, sí. Disculpa. Nos
vemos”.
Ahora quien tenía que
pensar en una evidente acción evasiva era yo. El problema era que si dejaba
sola a Laura, correría el mismo riesgho que acompañarla. Salvo que me la
llevara, pero podía hacerla quedar mal ante su jefe y sus compañeros.
¿Qué tal un súbito
dolor de estómago?
¿Y si ella se dio
cuenta de que me quedé aterrorizado?
Me arriesgaba a un
extenso cuestionario donde terminaría confesándole la verdad que solo conocía
mi amigo Josué.
“¿Amor? ¿Rafo? ¿Te
sientes bien?”
“¡yo? Sí”.
“No me mientas”.
Eso fue peor. Comencé
a sudar frío.
“No. Estoy bien”.
“No. Conozco esa
carita”.
Oh, oh. Aquí vamos de
nuevo con la luz roja, la circulina, la sirena, y un contingente SWAT
apuntándome a la cabeza desde los techos cercanos. Incluso podía ver los láser
de trayectoria.
Laura se me acercó.
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