“¿Comiste algo en la calle?”
“¿Ah?”
“¡Algo! Alguna
porquería que venden en la calle”.
Sin duda, Diosito me
estaba lanzando soga.
“Sí… esté, me comí una
papa rellena en una carretilla”.
“Ay, Rafo. Pareces
bebito. Voy a traer alcohol”.
Si es que me seguían
lanzando soga desde el cielo, éste era el momento preciso para salir disparado,
correr sin mirar atrás, buscar una cueva y no salir de allí en muchos años. Contava con pocos segundos, a menos que… Laura regresara con un pomo
de alcohol y un pedazo de algodón. ¿Cómo
hacen las mujeres para allar las cosas en tiempo récord, especialmente allí
donde los varones no sabemos buscar? ¿está en el genoma o qué?
Me hizo oler el
algodón, me humedeció la cara.
“Rafo, si quieres nos
regresamos a tu casa. A lo mejor, doña Haydeé tiene manzanilla o matico”.
No. Esa posibilidad
era intocable. Implicaba aguantar un fin de semana de sermoneo materno, y al
menor intento de salir, recibir un refunfuño que me haría sentir peor.
“Ya, Laura. Olvídalo.
Ya me está pasando”.
Decidí enfrentar la
situación como todo macho que se respeta.
Cuando Laura terminó
de trabajar, salimos a una mesa dispuesta en uno de los patios. Ya sé en que se
va el presupuesto público, pensé.
Eduardo ya estaba
sentado en una de las esquinas de la mesa, así que me las ingenié para llevar a
Laura a la esquina opuesta, a sentarnos con una de las secretarias y su esposo,
un sujeto de voz escandalosa al hablar. Si Eduardo me vio, hice lo posible para
no devolverle la mirada.
Con el esposo ruidoso,
charlamos, bromeamos, comimos, bebimos, bebimos, bebimos. La cerveza había
repletado mi vejiga, y por más ganas que tenía de ir al baño, me contenía. Mi
temor era encontrarme con Eduardo; pero, lo peor hubiera sido orinarme allí
mismo, y dejar en ridículo a Laura.
Ni modo. Mi vejiga es
más importante que mis miedos. Me acerqué al oído de mi enamorada.
“Sin hacer roche,
¿dónde está el baño?”
“De mi oficina, dos
puertas al fondo, mano derecha”.
“OK. Ya me ubico. Ah,
no le digas a nadie dónde estoy, y no te preocupes. Regreso en un par de
minutos”.
Medí el terreno, salí
sigilosamente pidiendo permiso lo más discretamente posible, rodeé el patio de
tal modo que pasara desapercibido para los comensales –especialmente
Eduardo-,alcancé las oficinas, ubiqué el baño, me aseguré que nadie estuviera
cerca, entré, atendí ruidosamente el llamado de la naturaleza. Me sentí
aliviado.
Me mojé la cara para
refrescarme y salí de allí.
El plan de regreso era
exactamente el mismo. Si nadie se dio cuenta de que salí, nadie se dará cuenta
cómo entré.
Iba a dar el primer
paso cuando apareció uno de los guardias de seguridad haciendo ronda justo en
mi trayectoria de escape.
¡Maldición!, tenía que
usar la ‘ruta oficial’.
Di media vuelta e
ingresé al pasillo.
Cuando iba a doblar
para ganar el patio del almuerzo…
“Hola Paúl… mejor
dicho, Rafael”.
“E… E… Eduardo. Creo que me confundes”.
El chico que llevé al
Dreams (qué duda cabía) me miró de pies a cabeza, con escala en la entrepierna.
“No. Imposible
confundirte”.
“Bueno. Es un gusto.
Tengo que regresar a la mesa”.
“Entiendo. Nos vemos
luego”.
Me recompuse.
“La verdad, Eduardo,
Juan o como te llames, espero que no”.
Seguí mi camino.
Regresé a la mesa.
“Rafo, ¿estás bien?”
“Sí, Laura”.
“Tienes la misma cara
de hace rato”.
“Y la de hace más
rato, y la de ayer, y la de la semana pasada…”
“Déjate de bromas.
¿Prefieres que vayamos a casa? Esto ya está en muere”.
“Perfecto”.
Nos despedimos de
todos rápidamente y salimos de allí. Para variar, yo abrazaba a Laura.
Tomamos un taxi en la
puerta.
“Vamos a tu casa. Allí
estarás mejor cuidado”.
“No. Vamos a otra parte”.
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