Conversar en línea –chatear- con alguien que no habla tu idioma puede ser divertido, o puede ser el mayor papelón que puedes hacer en tu vida… a menos que tengas un buen traductor en línea.
Desde que Al me aceptó
en sus contactos, conversábamos una media hora ya tarde en la noche, justo a
unas treinta horas de haber regresado de ese asueto de cumpleaños.
Todo comenzó cuando
compartí la foto que nos había tomado a Laura y a mí en la playa, y le avisé
que la tenía en línea. Entonces, comenzamos a hablar de la playa, de lo
tranquila que es esta parte del planeta (como si yo hubiera viajado a otras
partes del mundo, je), de los cuidados bajo la luz del sol, del cáncer de piel,
de cómo cuidar la piel, y de cuánto de eso lo aplicábamos en nuestras vidas.
¡Justo donde yo lo quería!
Resulta que Al tenía
un aparente arsenal de cremas para la piel, pues la suya, no adecuada a la
radiación tropical, necesitaba más cuidado.
Mientras leía eso, me
alucinaba untándole la crema por su nuca, su espalda, sus redondas nalgas –sus
bubble buts-, sus redondas nalgas, sus redondas nalgas. ¡Por Dios, tenía dentro
de la sábana todo un largo y rígido apéndice a punto de estallar con la pura
imaginación.
Claro que buena parte
fue alimentada por esas fotos que él compartía en línea, y donde,
aparentemente, no le incomodaba verse en diminutos bañadores y en diferentes
lugares del mundo.
La parte nada caliente
era seleccionar, copiar, pegar, traducir, seleccionar, copiar y pegar de nuevo
con tal de mantener fluida la conversación.
Bendito inglés, ¿por
qué no eres mi fuerte?
A la mañana siguiente, viernes, estaba tomando desayuno con mamá, quien no dejaba de alabar el tiempo que había pasado con Laura –en realidad alababa a Laura- y lo feliz que le hacía el hecho de que yo estuviera sentando cabeza.
ese repetitivo
canturreo ya me estaba malogrando la mañana.
“Algo más, Rafito”.
Oh, oh. Cuando mi
madre dice ‘Rafito’ no pueden ser buenas noticias. Si son antecedidas por la
expresión ‘algo más’, eh, pueden significar un cataclismo diluviano.
“¿Sí, mamá?”, repliqué
casi renegando.
“Después de almuerzo,
iré a ver a tu tío que está enfermo. Estaré todo el fin de semana, así que el
domingo me recoges a las cuatro en la agencia. ¿Puedes?”
De acuerdo. Retiro lo
dicho. Mi mami es lo máximo.
“Claro, vieja”.
Mamá sonrió.
Esa mañana me comuniqué con Laura. Teníamos que hablar sí o sí. Si la casa se quedaba técnicamente sola (Carmen trabajaba sábados solo medio día), era imperdonable que no la aprovecháramos. De paso que me dejaba de tanta charla cachonda con el gringo Al.
Llegó la hora de
almuerzo, y más rápido que volando, salí de mi cubículo, en dirección a la
puerta. Nada iba en curso de colisión conmigo. Nada… excepto mi jefa.
“Rafael, la próxima
semana, no te comprometas a nada porque tendremos capacitación en una nueva
herramienta de gestión para el servidor”.
Honestamente, yo
quería salir con urgencia. ¿Por qué no me lo decía después?
“Normal. Mi
inconveniente era solo por esta semana… Un momento, ¿de qué herramienta
hablamos?”
“EasyFlow. Después de
todas las quejas de personas en todas las agencias con ciertos procesos que se
trababan desde las cajas, el banco decidió invertir en implementar esa
herramienta, así que trajeron a un especialista para que nos capacite”.
Mi bocota y yo. Si
estaba apurado, ¿por qué no le dije que sí, que lo entendía, y salía?
“De acuerdo. Debo ver
a Laura. Nos vemos de aquí”.
Mi jefa dejó de
hablar.
Cuando llegué al
restaurante donde había quedado encontrarme con mi enamorada, ella ya me estaba
esperando.
“Disculpa, amorcito.
Me dieron un aviso de última hora”.
“Tranquilo, Rafo. Yo
tampoco casi vengo. Para variar, a mi jefe se le ocurrió meternos trabajo
acumulado, y he estado echando chispas, de no ser por Eduardo”.
La miré.
“¿Qué te hizo
Eduardo?”
“Ay, nada, Rafo. Se
portó como un ángel. Se sentó a mi costado y se puso a dictarme todos los
códigos de los expedientes, que eran un cerro así de grande. Si no me hubiera
ayudado, tranquilamente pedía delivery”.
Al final acordamos
que, luego del gimnasio, como a las diez, iría a verla a su casa y nos
vendríamos a la mía, veríamos alguna película y nos acostaríamos juntitos y
bien abrazaditos… o como diga ese merengue imbécil que tenía que bailar de vez
en cuando.
Como a las tres y
media de la tarde estaba concentrado en mi trabajo, cuando sonó la alarma de
mensaje de texto en mi celular.
“Debo darte gracias
por llamar anoche… si puedes sería chévere conversar otra vez… quiero que estés
bien”.
Obviamente, era
Eduardo. Lo ignoré y seguí trabajando.
No había transcurrido
ni un minuto, cuando mi aparato timbró. ¡Eduardo de mierda!, pensé. Maldije el
momento en que dejé que me tocara aquella vez, durante la serenata a Laura.
“¿Sí?”, contesté
hoscamente.
“Rafo, amor, perdona”.
Era Laura. Se escuchaba compungida. “Acaban de llamar de mi casa. Mi abuelita…
la mamá de mi papi… acaba de fallecer”.
¡Dios! Exhalé aire con
fuerza.
“Mi amor, ¡cuánto lo
siento! ¿Te voy a ver?”
“No, Rafito.
Tranquilo. Estoy yendo a la casa, de urgencia. Apenas llegue nos vamos con toda
mi familia a su pueblo. Regresaré el domingo”.
En ese momento no tuve
claro qué me entristecía más: si el llanto de Laura en mi oído, o el frustrado
plan de todo ese fin de semana.
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