Madero y Baldo ayudan a bajar las maletas de Adela y Cintia y ponerlas en el auto, que está flanqueado por los del abogado y de Madero. Las mujeres van con el futbolista, quien luce muy consternado; delante va su padre y detrás va su jefe.
“¿Crees que puedes conducir,
Leandro?”, consulta Madero.
“Sí, sí puedo”.
Mientras parten al aeropuerto en
formación tipo caravana, alguien les vigila desde otro auto ubicado a cierta
distancia pero no les sigue.
“Repasemos”, anuncia Leandro
mientras conduce y sacando entereza quién sabe de dónde. “estarán en un lugar
seguro que será seguro en la medida en que no le digan a nadie donde estarán, y
nos comuniquemos solo lo suficiente. Nada de fotos en redes sociales, nada de
videos”.
“¿Estarás seguro, hijito?”
“Tranquila, má. Si no se queda
papá, se queda Beto o se queda Genaro; pero no me quedaré solo”.
“¿Cuándo acabará todo esto,
hijo?”, se angustia Adela.
“Pronto, mami. Cuando Darío esté
bajo control, todos nos reuniremos otra vez. Te lo prometo”.
el futbolista se concentra en el
auto de su padre que va delante suyo y aprieta sus dientes para no llorar.
Esa noche, Alberto instala un sistema de vigilancia en el dos cero uno del Condominio.
“Si alguien que no digite el
código en la puerta logra ingresar, la alarma le dejará tal tinnitus que,
cuando se recupere, un par de policías ya lo tendrán esposado”, explica.
Leandro no replica.
“Tendría que fallar el grupo
electrógeno para que nada se active; además, podremos verlo desde tu celular y
el mío”.
Leandro sigue con la boca
cerrada.
“Ey, ey, ey. ¿Hay alguien ahí?”
“¿Por qué Rico?” Leandro rompe a
llorar.
Alberto baja de la escalera y
abraza al muchacho.
“No lo sé, Leo Leandro; pero te
prometo… te…”
Alberto comienza a llorar junto a
él. Lo besa en la mejilla y el cuello.
“Necesitamos relajarnos”, aconseja
Madero entre sollozos. “O este dolor va a derrumbarnos”.
Lo mejor que se le puede ocurrir al director creativo es tomar una ducha tibia, a media luz, junto al futbolista. Trata de excitarlo; mejor dicho, trata de satisfacer su excitación frotando su pene erecto entre las nalgas del muchacho.
“No tengo ganas, Beto”.
Madero no hace caso. Besa la
espalda y la nuca y sigue moviendo su pelvis en medio del trasero del
futbolista quien parece laxo.
“No, Beto, no; no, por favor”.
“Tranquilo, mi amor”, suspira
Madero.
Leandro se queja. Una opresión
fuerte en su ano va convirtiéndose poco a poco en dolor.
“Respira hondo y despacio, Leo…
hhondo… y despacio”.
El futbolista agarra la pequeña
nalga de su jefe y la estruja mientras jadea y gime. Ambos lo hacen. Minutos
después, Madero deja de cimbrarse y Leandro siente que la opresión en su recto
cede.
“quiero cagar”, avisa el futbolista saliendo velozmente de la ducha.
Luego, en el dormitorio, Leandro
descansa sobre el pecho de Madero.
“Bonita manera de recordar a
Rico”.
“Necesitabas relajarte y, bueno,
se me ocurrió eso”.
“Te vaciaste en mi culo”.
“¿Te jode?”
“No, pero… mis respetos por los
pasivos”.
“La primera vez siempre es la más
traumática, Leo Leandro”.
“Nunca supe cómo fue tu primera
vez, Beto”.
“Super traumática. Tenía veinte
años y estaba en la universidad haciendo un trabajo. Habíamos contratado a un
modelo alto, musculoso, para unas fotos, y estábamos esperando a mis
compañeros. El chico se estaba duchando y, cuando salió, no tenía toalla. Tenía
una cosota, grande y gruesa. Me lo quedé mirando. Hizo que se la tocara, se la
mamara. Cuando me di cuenta, estaba sin ropa, reclinado sobre una mesa
recibiendo su pinga en mi culo. Me dolía como mierda, encima que demoró como
mierda. Cuando llegué a mi casa y me saqué el interior, ¡puaj!, una mancha
amarilla y roja”.
“Te lo había reventado”.
“De hecho. Se lo comenté a un
amigo gay de confianza y me dijo que en esos casos siempre se debe usar
lubricante a montones. Había obviado ese paso”.
“Te contaré, Beto, que hemos
obviado ese paso”.
“¿Te arde o te duele?”
“No, se siente raro nada más”.
Leandro hace que Madero se gire,
dejándole su nuca lista para ser besada.
“Ahora es mi turno”, le avisa.
Trata de excitarse pero no lo
consigue. Desiste pero se queda en esa nueva posición:
“¿qué dijiste en tu casa, a tu
esposa?”
“Que estás en peligro de que un
publicitario te meta pinga por segunda vez”.
Leandro ríe:
“Primero yo se la tengo que
meter”.
Madero consigue girar, besa a
Leandro y se revuelca con él sobre la cama.
“Si quieres que se te pare,
relájate, Leo Leandro”.
“Quiero, trato, Beto Alberto,
pero no puedo”.
“Bueno, es un proceso. No te
exijas”.
“¿Sabes que me provoca encarar a
Darío por lo que hizo a Robertth y Rico?”
“Ya escuchaste a tu viejo: es altamente
riesgoso porque te puede matar, y yo te aconsejo lo mismo”.
“No me siento cómodo huyendo
porque no es mi estilo; es como si tuviera el arco libre y no pateo el gol”.
“Es que esto no es fútbol, es
estrategia legal. ¿Alguna vez jugaste ajedrez, Leandro?”.
“Nunca. A duras penas, ludo”.
“Si encaras a Darío, todo el
argumento de que la víctima eres tú se nos viene al suelo”.
“a veces no me siento la víctima,
Beto”.
“Pues, tendrás que creértela, o
hacer que el resto se la crea en última instancia”.
“Entiendo: decir que es lo que no
es y que no es lo que sí es. Reglas de la publicidad”.
Al día siguiente, domingo,
Leandro no despierta con el desayuno sino con el periódico en la cama
“Cuerpo B, página dos”, indica
Madero.
Leandro abre el diario, y casi se
queda de una pieza. “entrégate, Darío” es el titular a toda página, “José
Miguel Echenique” como antetítulo, “Padre de modelo promete ‘un buen abogado’”
como bajada. El futbolista mira sorprendido a Madero.
“¿No fuiste tú, no?”
“Leandro, ¿cómo se te ocurre que
voy a inventar una noticia así, y todavía con ese hijo de puta?”
“Entonces… ¿fue mi papá?”
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