Esa noche en el gimnasio, entrené como loco. Mi propósito era simple: agotarme tanto que, al llegar a mi casa, no tuviera más ganas que de dormir hasta que me diera la reverenda gana de levantarme, al día siguiente, sin importar la hora.
Es más. Como había
llevado todo para recoger a Laura, no me quedó otra que ducharme en ese lugar.
Ya estaba en el
cubículo de la ducha que había elegido, entre las dos existentes, la más
cercana a los casilleros, cuando sentí que alguien ingresó detrás de mí.
“Hola”, me dijeron.
“Hola”, contesté,
mientras abría la llave.
Me metí en esa primera
lluvia, dispuesto a dejarme refrescar tras la extenuante sesión de
entrenamiento.
“Pata, disculpa”, me
dijeron a mi espalda.
Volteé: era el tipo
que, la última vez que me duché aquí, me palmeó el trasero aunque no lo
reconoció. Imbécil yo no soy.
“¿Qué pasó?”
“Quería disculparme
por el incidente de la vez pasada. No fue mi intención”.
El tipo estaba
desnudo, arrimado a la pared que separaba mi ducha de la suya.
Aunque delgado, tenía
algo de volumen y marcación en sus músculos. En realidad, más marcación que
volumen.
Y también noté cierto
largo arriba del promedio en cierta parte íntima suya.
“Olvídalo. Ya pasó”,
acepté.
“Gracias. Oye, ¿y hace
cuánto tiempo entrenando?”
“Uuuuuhhhhh… desde los
quince… nueve años y meses. ¿Y tú?”
“Ah, con razón. Solo
tres años, pero dejando por meses”.
“”¿Por qué ‘con
razón’?”, sonreí… pícaramente.
“Bueno… no vayas a
molestarte, pero… tienes un gran físico”.
“Gracias”.
El agua de la ducha
seguía mojándome el cuerpo.
El tipo sonrió y fue a
ducharse. Ya me sentía más relajado.
“¿Y te dedicas a
algo?”, levanté mi voz.
“Exportaciones. Soy
comerciante. ¿Tú?”
“Sistemas”.
No oí réplica. Seguí
bañándome.
A lo mejor no le era
atractiva mi carrera, o no le era atractivo yo.
Seguí duchándome.
“¿A qué me dijiste que
te dedicas?”, me gritó.
“¿No oíste?”
Según percibí, el tipo
cerró el grifo. Volví a sentir su voz a mi espalda.
“Ahora sí. ¿A qué te
dedicas?”
“¿No me oíste?”
“O es la ducha o es
este murito”.
Ahí estaba otra vez,
desnudo y húmedo, viéndome a mí, desnudo, húmedo y en proceso de
‘calentamiento’.
Hice matemáticas
rápidamente.
En este gimnasio hay
dos duchas. Dos personas ocupan las dos duchas. Si la gente de afuera se
percató que entramos los dos, harán una resta simple: dos tipos menos dos
duchas es igual a… mejor no entro.
“Tengo una idea loca…
si no puedes escucharme por esta pared, o tu ducha… ¿por qué no compartimos mi
ducha?”
El tipo se quedó
mirándome perplejo, en silencio.
“Sí que es una idea
loca. ¿Y si alguien entra?”
Le expliqué
pitagóricamente cuáles eran nuestras probabilidades.
Esperó dos segundos.
Entró.
El roce de nuestros
cuerpos fue inevitable, tanto, que nos olvidamos continuar la charla.
Lo tomé de su cintura,
y fui de frente a la conquista de sus labios. Él me respondió. Entonces nos
abrazamos. Nuestra excitación no tardó en aparecer, al punto que la presionamos
mutuamente.
Comencé a besarle el
cuello.
“¡¿Ya están libres las
duchas?!”
Alguien llamaba desde
la puerta del vestuario.
El tipo se asustó.
Yo le hice señas que
no dijera nada y que se tranquilizara.
“¡Cinco minutos!”,
grité.
“¡Ya, Rafo!”, me
respondió la voz desconocida.
Le expliqué al tipo
que saliera de la forma más normal, y que afuera veríamos cómo seguíamos esa
caliente sesión. Me hizo caso, no sin antes alabar lo “largo y grueso” de mi
dotación.
Ya en la calle, lo alcancé en un puesto de revistas que había cerca del portón del gimnasio.
“¿Eres Rafo? Jaime,
mucho gusto”.
“Rafael mas bien. El
gusto es mío”.
“¿Vives solo?”
“ehhh. No. Con mi
familia. Mas bien, ¿qué tal un telo?”
“No, huevón. Allí es
más fácil que te ampayen. Tengo mi depa cerca de acá, a unas cuatro cuadras.
Mejor vamos allí. Vivo solo”.
No habíamos avanzado
ni media cuadra.
“¡¡Rafael!!”
Me quedé helado.
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