Los buenos oficios de Baldo Pérez permiten que Leandro regrese a casa a las cinco de la tarde tras un intenso interrogatorio en la Comisaría. Aún lleva su ropa de entrenamiento. Una propina de Alberto Madero mantiene oculta la visita del futbolista a la estación policial. Paralelamente, un comunicado interno del San Lázaro advierte a todo su personal no decir una palabra de lo ocurrido esa mañana, bajo pena de amonestación. Los pocos datos que se filtran a cierta prensa son rápidamente bloqueados por Sparking. Cintia lleva a su novio para que tome una ducha y descanse, mientras Adela se reencuentra con el padre de su hijo, bajo esas circunstancias, tras dos décadas de alejamiento forzado.
“éste no es momento para recriminaciones”, tercia aún conmovido Madero. “Lo que nos debe interesar es el bienestar de Leandro ahora”.
“Yo no sé cómo lidiar con los hallazgos de la Policía”, reconoce Baldo.
“¿Por qué? ¿Están culpando a Leandro?”, comienza a intranquilizarse Adela.
“No, mujer, por favor, conserva la calma. Nuestro hijo va a colaborar con las investigaciones pero no lo acusan de nada”.
“Ahora sí es nuestro hijo”.
“Señor y señora, les dije que éste no es momento para recriminaciones. Mire, doctor Pérez, lo que sabemos ahora lo dejo a su criterio ético, pero… si yo fuese usted, pondría mi criterio de padre y abogado por delante de todas las cosas; y usted, Adela, nada de desesperarse, mas bien quiero que saque fuerzas de donde sea porque a partir de ahora vamos a tener un cerco de seguridad en torno a este departamento, al auto de Leo cuando lo devuelva la Policía, en fin, en torno a todo”.
“¿Estamos en riesgo, señor Madero?”, consulta la madre.
“Probablemente. Las huellas que hallaron en el catálogo que Leandro creyó eran un artefacto explosivo son… son de Darío Echenique”.
“¡¡No!”, exclama la mujer.
“Y aunque Leandro y el doctor Pérez crean que no, yo pienso que ese chico mató a Roberth Peña”.
“¿Roberth murió?”. Adela se desvanece.
Baldo la auxilia.
“No sea bruto, Madero. ¿No sabe que la madre de Leandro sufre de baja presión?”
“Perdone, doctor”.
A los quince minutos llega una ambulancia, y una camilla es ingresada al Condominio. Desde un auto con las luces apagadas, alguien divisa todo lo que pasa al exterior del inmueble.
Leandro se olvida de descansar y
acompaña a su madre en el vehículo.
“No tiene pruebas para afirmar
que Darío Echenique asesinó al tal Roberth Peña, así que le sugiero tener
cuidado cuando suelte sus hipótesis o teorías frente a terceros”, aconseja
Baldo Pérez a Madero cuando la ambulancia parte a una clínica.
“Tiene razón; pero recuerde que
la Torre tiene cámaras de vigilancia; y si yo fuese usted, y quiero defender la
inocencia de mi hijo –porque creo hará eso—ya estaría pidiendo copias antes de
que las borren”.
“La Policía ya las tiene, señor
Madero”.
El lunes siguiente, los videos aparecen misteriosamente filtrados a la prensa, y en ellos se identifica claramente a Roberth entrando al penthouse a las nueve y treinta y dos de la noche, y luego una persona vistiendo una polera con capucha ingresando al mismo lugar a las diez y cuarenta y tres de la noche. El detalle es que la persona que ingresa lleva un costal. Veinticinco minutos después, el encapuchado y otro encapuchado sacan ese costal lleno cargándolo al hombro.
“¿es el cuerpo de Roberth?”,
pregunta Leandro entre sollozos.
“No sabemos”, dice su padre.
“Sí lo es”, afirma Madero.
“¿Reconoces al sujeto que llega
con el costal?”, pregunta Baldo.
“No, pero… Darío tiene muchos
amigos modelos. Por la contextura puede ser cualquiera de ellos”.
“Aunque éste es fisicoculturista
por la espaldaza”, observa Madero. “¿Qué tal un… un… Mauricio Estrada?”, sondea
revisando unas notas.
“Ni la más remota idea, Beto. No
lo conozco”.
“¿Vio, señor Madero? Su
afirmación no es exacta”, apunta Baldo.
“Pero sí reconozco esa polera y
ese cuerpo, papá, el del otro chico: sí es Darío”.
“Video, huellas. ¿Qué más
necesita para convencerse? ¿Una declaración incriminatoria, doctor Pérez?”
“Yo tengo la culpa”, solloza
Leandro. “¡Yo tengo la culpa!”
“¿Culpa de qué, Leo?”, Madero
intenta razonar.
“Yo le pedí a Roberth que visite
a Darío”.
“¿Para qué?”
“Hijo, no digas nada que pueda
involucrarte en el caso”, aconseja su papá.
“Porque justo ese jueves salió lo
de la productora y… don José Miguel me llamó para preguntarme si yo estaba
detrás de esa campaña”.
“¿Y estabas tú detrás de esa
campaña?”, inquiere Madero con cinismo.
“Claro que no, Beto. Yo ni
enterado. Pero le pedí a Rob que lo visite, que hable. Supuse que Darío iba a
sentirse mal. Yo lo mandé a morir”, Darío rompe en llanto.
“No, campeón”, al fin se conduele
Madero. “Tú no mandaste a morir a nadie. Solo trataste de ser un buen amigo.
Solo hiciste eso”. ¿No es cierto, doctor Pérez?”
“Es cierto, hijo. Nada te
incrimina, pero vamos a tener que armar muy bien tu declaración ante las
autoridades cuando lo requieran. ¿Dices que José Miguel Echenique te contactó
por esos titulares contra Darío?”
“Sí, él lo hizo”.
Baldo se levanta del sofá donde
están viendo el televisor.
“¿A dónde va, Pérez?”, averigua
Madero.
“A seguir su consejo: a anteponer
mis intereses de padre y abogado”.
Madero abraza a Leandro y le da
un beso en el cabello. Su cabeza urde nuevos planes:
“Tú no eres culpable de nada,
¿entendiste?”, le susurra. “De nada”.
Madero se queda inmóvil, abrazado
de su amigo, viendo sin ver la pantalla del televisor.
Esa misma semana, el canal de cable cancela Línea Blanca con Leo Pérez. Madero no puede hacer nada por salvar el programa, y solo declara que se debe a “presiones de un empresario muy poderoso”.
“¿Te parece correcto haber
publicado éso? ¿Qué estás tratando de decir? Ahora la gente pensará que lo
cancelaron por influencia del papá de Darío”.
“Es solo una declaración,
Leandro”.
“¿Sabes que José Miguel Echenique
está tan devastado por todo esto? Todos los medios han publicado que Darío es
el sospechoso principal”.
“Leandro, ésta es la segunda o
tercera vez que te escucho abogar por la familia Echenique y no decir una sola
palabra sobre la familia de Roberth. ¿Acaso sigues enamorado de Darío?”
“¡Beto, por Dios! Nunca he estado
enamorado de Darío, y claro que pienso en Roberth, y me torturo a mí mismo de
que por esa llamada que le hice, pasó lo que pasó”.
“¡Carajo, no eres culpable!
¡Roberth Peña es una víctima de un asesino con una enfermedad mental, que
encima es alcohólico! La justicia tiene suficientes pruebas para mandar a ese
hijo de… a que se pudra un buen tiempo en la cárcel. Claro, si a José Miguel
como se llame no se le ocurre comprar jueces o fiscales, como suelen hacerlo”
“¿Por qué tanta rabia contra
Darío, Beto?”
“Mira, Leandro: deja de
preocuparte por ese asesino, y concéntrate en qué vamos a lanzar como nuevo
proyecto. Aún tenemos a tu patrocinador, así que no debemos perder ese dinero”.
Leandro se levanta de su
escritorio:
“Mamá y Cintia viven con temor
ahora. Desde que mamá fue dada de alta, pasa prácticamente sedada. No tengo
cabeza para esto en este mismo instante. ¿Y sabes qué la angustia más? Que el
siguiente… puedo ser yo”.
El futbolista sale de la oficina
y Madero comienza a tener un conflicto consigo mismo: quizás en mucho tiempo,
es la primera vez que siente un escozor muy incómodo llamado remordimiento.
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