“¿Lo conoces?”, me dijo Jaime, susurrando.
“Más o menos”, dije en
voz baja.
Eduardo, quien me
había pasado la voz, se nos acercó. Me saludó muy efusivamente.
Iba a presentarle a
Jaime.
“Ya nos conocemos,
Rafael”, contestó Eduardo. “Mas bien lamento la muerte de la abuela de Laura”,
prosiguió. “Laura es su enamorada”, remató mirando a Jaime.
En ese momento, quería
reducir al inoportuno a poco menos que cenizas, guardarlas en un frasco
ultrahermético, enterrarlo cincuenta metros bajo el suelo, y ordenar que, cual
cápsula del tiempo, no lo sacaran unos cuarenta milenios después.
¿Alguien sabe si es
posible extraer el ADN de las cenizas de un ser vivo? Según yo, no. Así sería
imposible que lo clonen.
“Bueno, Rafael, tengo
que irme a atender las cosas que te dije tenía pendientes”, mintió Jaime,
dándome la mano. “Nos vemos la otra semana”.
A mí no me quedó más
que despedirlo.
Eduardo tenía cara de
satisfacción cuando lo vio alejarse.
“Eduardo, ¿y qué
hacías por acá?”
“estaba buscando…
algo, y pasé, y ¡plup! La casualidad”. Se me acercó: “Ten cuidado con ese tal
Jaime. Le gusta llevar chicos a su depa diz’que porque es pasivo, pero luego
termina siendo lo otro”.
Me molesté.
“Mira, Eduardo. Lo que
haga con mi vida no tiene por qué preocuparte, ¿estamos? Nos vemos”.
“¿Y a dónde te vas?”
No le respondí. Seguí
mi camino.
Como niño bueno resignado, decidií pasar la noche solito en mi casa. ¿Mencioné que era viernes?
¡Un momento! Al podía
estar en línea… pero, teniendo en cuenta el día que era, a lo mejor él había salido…
Opción desechada.
Una de las tantas
alarmas de mi lap-top sonó.
Era Al. ¡estaba en
línea!
Opción rehabilitada.
Retomamos la charla
del gimnasio, cuánto nos gustaba cuidarnos, y qué tipo de ejercicios hacíamos.
Por supuesto que
copiaba del chat, pegaba en el traductor, copiaba del traductor, pegaba en el
chat… pero pude conversar.
Creí oportuno
comentarle que la parte de su cuerpo “que más admiro” eran sus redondas
posaderas.
Envié.
Pasó un minuto, dos,
tres sin responder.
“¡Qué imbécil que fuiste,
Rafael Jesús!”
¡Trrrrrinnn!
“Thank U”, me
respondió él. Obviamente, no necesitaba traducirlo.
Otro ¡Trrrrrinnnn!
Una imagen JPG.
La descargué.
¡Dios mío bendito, que
nunca olvidas a tus fieles devotos!
Era una foto suya,
desnudo, y mostrando sus bubble butts sin censura y en todo su esplendor. ¡Y
vaya que eran burbujas perfectas!
“¿Cuándo te la
tomaste?”, escribí.
“Right now!”,
respondió.
No pude más. Me
acomodé sobre la cama, puse mi portátil a un lado y comencé a masturbarme.
Me dio la medianoche.
Estaba desnudo sobre
mi cama, satisfecho, con el vientre y el pecho salpicados de fluido seminal, y
con un nuevo amigo increíble por la red, quien se aseguró de enviarme hasta 15
imágenes distintas de aquel carnoso tesoro.
La alarma de mensajes
de texto sonó en mi celular.
“Perdóname por
importunarte”.
Ya sabía quién y por
qué era. Vete a la mierda, pensé.
Otra alarma.
“Tienes razón… no debo
meterme en tu vida”.
Apagué el aparato. Fui
a darme un duchazo.
Dormí plácidamente… hasta que se me dio la reverenda gana levantarme.
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