Quince minutos después, el futbolista da una vuelta al parque en su auto, y en una de las veredas de acceso identifica a una persona con el cabello largo y la barba crecida, un poquito más delgado, quien lo mira con angustia. Leandro le hace una seña discreta y el desconocido se acerca al auto.
“¿Darío?”, verifica.
El muchacho entra al asiento
posterior.
“Llévame al edificio de la
Corporación, Leo”.
“Primero vamos a mi casa; tengo
que recoger a alguien”.
“¡No! ¡Llévame a la Corporación!”
“Darío, te prometo que no haré
nada estúpido pero es urgen…”
“¡Carajo, Leo! ¡Necesito ver a mi
papá! Mataron a Pepe en mi depa”.
Leandro gira casi toda su cabeza:
“¿Mataron a quién?”
El futbolista da un impensable vericueto, evitando las calles más transitadas.
“¿Quién mató al tal Pepe?”
“No lo sé, Leo. Subí al penthouse
y cuando entré, estaba tirado en el piso sobre un charco de sangre, tenía una
herida…”, Darío comienza a sollozar.
“¿Tú mataste a Roberth y a Rico?”
“¡Leo, por Dios! ¡No estoy para
interrogatorios ahora!”
Se acercan a una avenida, y
Leandro divisa a una patrulla policial situada del otro lado:
“Escúchame: vas a acostarte en el
asiento y no me vas a levantar la cabeza por nada, ¿entendiste?”
Darío se asusta pero hace caso.
El auto cruza la avenida de lo más natural cuando, de pronto, un policía toca
su silbato y se detiene delante:
“Mierda, reconchasumadre”,
reacciona el conductor, quien mira a ambos lados, pisa el acelerador, quiebra
el timón y escapa por otra calle. Por
más “¡Alto!” que grita el efectivo, el muchacho da una evasiva mortal en medio
de otros vehículos.
“¿Nos siguen, Leo?”, pregunta
Darío, muy asustado.
“¡No levantes el cuerpo, mierda!”
Entrando al Distrito Este,
Leandro urde un plan extremadamente urgente. Saca su celular, marca.
“¡¿Qué haces?!”, Darío se
angustia más.
“¡Confía en mí, mierda! ¡estamos
cerca!”
Por fin le responden el teléfono:
“Hola leo”.
“Llámalo urgente, dile que estoy
a cuatro cuadras, que marque en la puerta: dos, dos, cero, nueve, dos. ¿Me
copiaste?”
“Dos, dos, cero, nueve, dos”, le
dicen por el auricular.
“¿A quién llamas?”, pregunta
Leandro.
“Te llamo luego”, dice Leandro y
corta.
“¡¿A quién llamas?!”, reitera
Darío.
“Confía en mí y no te levantes;
mas bien, escúchame con cuidado: vamos a llegar a un lugar seguro, voy a parar
el auto, nos bajamos volando y así mismo nos metemos dentro. No podemos perder
un segundo, ¿entendiste?”.
“¿Qué lugar seguro es?”
“¡Darío, carajo, tú confía!
¿Quieres? ¿Me entendiste? ¿Sí o no?”
“¡De acuerdo! Confiaré en ti”.
“Alístate que llegamos en quince
segundos o menos”.
Leandro destraba los seguros de
las puertas, entretanto.
“Ya estamos aquí. ¿Listo? Vamos
en tres, dos, uno…”
Leandro sale velozmente del auto
y Darío lo mismo. Alguien les abre la puerta de acceso al Condominio. Al
cerrarla, Darío se queda helado:
“¿Qué… mierda pasa aquí?”
“Hola, amigo”, saluda un hombre
alrededor de sus treinta, contextura normal, cabello corto.
“Hola, elías”, da la mano
Leandro. “Mucho gusto”.
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