El conductor del taxi me veía por el retrovisor y sonreía socarronamente. No le hice caso.
Eduardo llamó varias
veces y le cancelé la llamada. Obviamente, tampoco le hice caso.
Llegué a casa, y mi
madre veía el noticiero, el que apagó para que le diera razón sobre Laura.
Mucho menos le hice caso.
Antes de pegar los
ojos, vi algunos mensajes que tenía pendientes de responder, entre ellos unos
de Al. Bueno, hay excepciones: le hice caso.
A la noche siguiente,
luego del trabajo, Laura y yo fuimos a ver a Al, y salimos, como prometí, a
pasar un rato conversando, escuchando música y tomando algo; por ello, invité a
ambos a mi casa.
Sí, mi madre, para
variar, encantadísima.
La conversación fue
trilingüe: inglés, español… y los comentarios de mi progenitora. Hablamos sobre
cosas de la profesión, y fue un intercambio divertido que duró hasta las doce y
media de la noche.
Laura se fue un rato
al baño, cuando le dije a Al que tenía que llevarla a su casa porque debía ir a
su trabajo, temprano por la mañana.
“Al, ¿a qué hora sale
tu vuelo?”
“Mediodía”.
“De acuerdo. Primero
te dejo, luego a Laura”.
“Mejor, primero Laura,
segundo Al”.
Me quedó mirando
profundamente.
Laura regresó.
“Amor, te dejamos
primero para que no te duermas mañana en tu trabajo”.
“¿Mejor no dejamos
primero a Al?”
“él prefiere que
primero te dejemos a ti”.
Laura pareció no
objetarlo.
Durante el camino a casa de mi enamorada, hablamos sobre el fascinante mundo de la moneda electrónica. Al nos explicó de sus ventajas, y cómo mediante inversiones conservadoras podían tenerse decorosas ganancias.
Dejamos a Laura.
La misma conversación
se mantuvo hasta que llegamos a su hotel, uno de los más caros en pleno centro
de la ciudad. Bajamos del auto, no sin antes pedirle al conductor que me
esperara un momento pues lo siguiente sería regresar a mi casa.
“Bueno, Al. Te dejo
aquí”.
“¿Tú dejar Al solo?”
Volvió a clavarme sus
ojos verdes, ésos mismos que me sacaron de cuadro aquella tarde en la playa.
Sí, también los hombres palidecemos ante ciertas miradas de otros hombres.
“¿Y adónde vamos?”
“Seguir Al”.
Le obedecí, y entendí
por qué debía seguirlo: sus bubble butts bajo sus entallados jeans, que
ingresaban al hotel. Pedí disculpas al conductor y le pagué las dos carreras;
lo dejé ir.
Al habló con el
recepcionista y me hizo la seña de que lo siguiera otra vez.
Cuando cerró la puerta
de su habitación, el gringo se volteó a verme, me acarició la cadera, se
aproximó y me besó.
Lo hacía muy bien, por
cierto.
“¿Tú saber tu ser mi
mejor alumno de capacitación?”
“¿En serio?”
“éste ser tu premio”.
Volvió a besarme, y a
desabotonarme la camisa conforme nuestros labios se saboreaban del alcohol
remanente tras la velada en mi casa.
Ya desnudos, nos
acostamos sobre la cómoda cama de dos plazas para comenzar la exploración de
nuestros cuerpos con las manos, los labios, los sonidos y las desinhibiciones
que el momento ameritaba.
Pensé haber llegado al
cielo cuando iba besando su espalda desde la nuca hasta hundir mi rostro en
medio de esas dos firmes protuberancias que capturaron mi interés, mis
fantasías, mis erecciones desde aquella tarde en la playa, aquel instante cuando
me envió sus fotos, las sesiones de capacitación, el entrenamiento de piernas
en el gimnasio y el hecho de seguirlo hasta el hotel.
Luego, con las debidas
protección y docilidad, hundí mi orgullo masculino en busca de una sensación
que cualquier activo latino guarda en su lista de experiencias libidinosas por
cumplir: penetrar un trasero gringo.
Sonidos, piel,
penumbra, amplitud. Sexo.
Ambos estallamos tres
veces. Quisimos hacerlo al mismo tiempo, pero tampoco se trataba de ser rígidos
con el inexistente guion. Gozamos, en resumen.
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