La reverenda gana se me quitó a las seis y cuarto de la mañana, demasiado temprano para un sábado.
Tras ducharme y
vestirme, fui a la cocina, cual ratoncillo atraído por el queso.
“Buenos días, joven”.
“¡Camuchita! ¿qué delicias
nos tienes para hoy”?
Carmen me miró
cariñosamente con rabiecita.
“No soy Camuchita,
jovencito. Car-men-ci-ta”.
“Por eso. Camuchita”.
A la mujer no le quedó
otra que reírse, lo que premié con un cálido beso en su frente.
¿Qué desayuné? Pues… café,
claras de huevo, un rico trozo de papaya, y tostadas… con queso… Éso explica
por qué llegué cual ratoncillo.
Carmen y yo
desayunamos juntos. Le conté lo de la abuela de Laura.
“¿está lejos el pueblo
de la finada?”
“Como a hora y media,
dos horas quizás”.
“¿Por qué no va a
verla?”
La idea no sonaba mal.
A las ocho estaba tomando el bus para Chulucanas, como una hora al este. Un cuarto para las diez estaba en Santa Rosa de la Quebrada, un caserío perdido en un algarrobal, flanqueado por dos arroyos que, en verano, son imposibles de cruzar debido a las lluvias torrenciales.
en menos de cinco
minutos di con la casa.
Ya sabes: pueblo
chico… y todo el mundo termina soñando lo mismo.
Iba con un ramo de
flores típicas de funeral que compré en el mercado de Chulucanas, tras
asesorarme con la veterana vendedora, pues en estos menesteres póstumos era más
torpe que elefante bailando sobre lago congelado al inicio de la primavera.
Claro, como en Piura hay elefantes y temperaturas bajo cero, la figura se
entiende perfecta.
Me perdonarás, pero
dormir mal siempre me pone de un humor insoportable.
Apenas Laura me vio,
vino hacia mí. Me abrazó triste.
“Mi amor, ¿cómo
llegaste?”
Ehhh… Lo siento. No
pienso explicártelo de nuevo.
Como siguiente número
tenemos: conocer a toda la familia:
Algo de veinte tíos y
tías, como 50 primos y primas, y eso que no agrego esposas, esposos, hijos,
hijas y demás relacionados de la que en vida fue.
Faltó poco para que
también me presentaran al resto de la población.
Me quedé idiota cuando
conocí a una prima de Laura que no pasaba de los veinte, porque ya tenía esposo
y tres hijitos. Creía entender el por qué la idea de la descendencia en que se
empecinó mi enamorada por algún tiempo.
En la sala de la
vivienda, estaba el cajón de madera, pintado de plomo, con una puertecilla
abierta donde podía verse el rostro de la difunta. Toda persona que llegaba,
tras dar el pésame de rigor, iba a contemplar la faz inerte de la señora.
A mí, la verdad, la
idea me aterraba, así que me las ingenié para no honrar la invitación de la
familia. De hecho, si soporté ver la cara de mi padre ya fallecido fue por el
amor que le tengo, y porque me resistía a creer que jamás volvería a gozarlo.
No fue fácil para mí estar en ese velorio, menos en éste.
El resto de asistentes
estaba sentado en la sala alrededor de la capilla ardiente, conversando. Igual
afuera, donde habían sillas y una banca.
Por allí circulaba una
jarra blanca de aluminio y vasitos pequeños: trago corto. La evadí como pude.
Decidí estar un rato
con los papás de Laura, quienes se deshicieron en agradecimientos por asistir a
momento tan luctuoso. Honestamente, no pretendía ganar puntos con la familia,
sino evitar morir de aburrimiento sin nadie en mi casa. El gran problema es
que, si seguía aquí, iba a contraer depresión.
Igual gané puntos con
la familia. Efectos colaterales, les llaman.
Me pareció que ya era
suficiente. Estaba listo para fugar a Chulucanas.
“Jovencito”, dijo una
de las tías de Laura. “Venga para que se sirva un almuercito”.
Detengámonos aquí a
revisar un capítulo de la enciclopedia ilustrada de la idiosincrasia piurana:
Jamás desprecies la comida que te ofrecen, aunque tenga diez mil calorías, pues
el o la oferente pueden sentirse desairados. Mucho peor: nunca desaires a la
familia de tu enamorada.
Me aparté un poco, fui
a la cocina y me senté frente a mi plato.
¿Quién dijo que hay
hambre en el campo? Con esta porción podía cubrir mis tres comidas del día,
incluyendo bocadillos.
Laura se sentó a mi
costado izquierdo, y todo el tiempo mantuvo su rostro apoyado EN mi hombro.
A las tres de la tarde, inicié la ruta de vuelta a casa.
El calor era
inclemente, así que lo que más deseaba era llegar, ducharme y dormir hasta el
día siguiente… o hasta las ocho de la noche.
Me despertó la alarma de
redes sociales en mi celular. Era Al.
Y no era la única
persona interesada en contactarme. Había un mensaje de texto que entró mientras
dormía.
“Debo decir que mi
sábado está abu. ¿Puedo saber qué tal el tuyo?”.
Sí. Era Eduardo. No le
di importancia.
Por su parte, Al se
pasó contándome de su estancia en la playa, de su paseo en moto acuática, y de
cómo tuvo la suerte de encontrarse delfines nadando cerca de la orilla.
Era las nueve de la
noche.
Una llamada entró a mi
celular. El número me era desconocido.
Imaginé que Eduardo
estaba comunicándose de otro aparato… telefónico, aclaro.
“¡¿qué quieres?!”,
contesté molesto.
“Perdona… ¿Rafael?”
¡Momento! Esa voz asustada no era la de Eduardo.
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