“Ah… ¿sí? ¿diga?”
“Soy Jaime… del
gimnasio”
“¡Ah, pata! Sorry.
Pensé que eras otra persona”.
“Ya me imagino a qué
ladilla te refieres”.
Me carcajeé.
Tras hablar del ritmo
con que entrenábamos, acordamos encontrarnos en el Port-au-Prince, como en una
hora más. Corrí a bañarme y a arreglarme.
El sitio señalado es
un bar en un barrio donde los universitarios suelen alquilar habitaciones, muy
cerca de un parque.
“¡Rafael!”
Volteé. Esa cara me
era ligeramente familiar.
“¿No me reconoces?”
El tipo era gordo; es
decir, Para nada Jaime.
Fue cuando temí uno de
esos típicos ajustes de cuentas. Me puse nervioso.
“Soy Hernán. Me
sentaba en la banca del costado”.
Por fin hice sinapsis.
¡Dios mío! ¿Cómo este
fulano, quien en el colegio parecía un cerillo, ahora se triplicaba a sí mismo
en volumen?
“¡Hombre, qué ha sido
de tu vida!”, lo saludé.
Nos abrazamos.
“estoy con varios
patas de la promo”.
Miré a donde me
señaló. Una docena de veinteañeros departía alegremente. Poco a poco, mi
memoria fue identificando rostros, a relacionarlos con nombres y apodos. Me
acerqué.
Pedimos cervezas y nos
pusimos a recordar las mataperradas de nuestros años de secundaria, desde el
chicle en la silla del más ‘nerd’ del salón y cómo le lucía en el trasero hasta
los primeros amores.
“Oe, Rafo, y hablando
de amores…”
Ah. A hablar de Laura.
“… ¿cómo te va con el
Tuco?”
Todos celebraron con
risotadas.
“Oe, carajo. El huevón
ése no me quiere dar el divorcio porque no hicimos separación de bienes”,
bromeé.
Todos aullaron
amaneradamente, y se rieron después.
De pronto recordé que
del Tuco no tenía nuevas noticias desde el cumpleaños de Laura. ¿Por dónde
andaría mi amigo, mi gran amigo Josué?
Por lo visto, aún no
era tiempo de que él regresara a la ciudad.
Tan amena fue la
conversación que, cuando nos dimos cuenta, habían pasado dos horas.
Miré mi celular: había
una llamada perdida. Era el número de Jaime.
Me retiré a un espacio
con menos ruido para disculparme. En lugar de contestarme, me cancelaba la
llamada.
No insistí. La
conversación con mis amigos del colegio estaba más entretenida, así que tomé el
camino de vuelta, y antes de poderlos alcanzar… Eduardo me cerró el paso.
“Hola, Rafael”. Qué
casualidad”.
“¿Y ahora tú?”. Torcí
mis ojos.
“¿Te molesta
encontrarme?”
Resoplé.
“Por lo visto no me
quedan muchas opciones”.
“Mira”.
sacó un llavero de
metal.
“Está bonito”,
califiqué.
“No, tonto. Son las
llaves del cuarto de Antonio. Se fue a visitar a su familia, y me lo encargó.
¿Por qué no compramos algo de tomar y vamos a conversar allá?”
“Porque estoy con mis
amigos de la promo de mi cole que están allí”.
Señalé soberbiamente
la mesa donde ellos estaban… pero no estaba nadie. ¿En qué segundo se habían
esfumado?
Los busqué con la
mirada. Negativo.
Torné mi cabeza hacia
Eduardo.
“¿A dónde vamos a
comprar?”, le consulté resignado.
Era casi doce y media de la noche cuando llegamos al dormitorio de Antonio, en Castilla, cruzando el casi inexistente río Piura.
Eduardo puso el canal
de videos musicales y me alcanzó una lata de cerveza. Las abrimos, las chocamos
y luego nos sentamos en la cama.
“¿Y a quién pensabas
traer acá”, le encaré. “¿Algún… punto?”
“No seas así. No es mi
cuarto. Si te pasé la voz es porque eres de confianza…”, me replicó. “Voy al
baño”.
Mientras Eduardo se
iba, tomé el control remoto y pasé de canal en canal. Llegué al d adultos. Dos
hombres de muy buen cuerpo tenían sexo en la pantalla. Bajé el volumen unos
puntos para que no se oyeran los gemidos.
Me quedé extasiado, y,
a medida que tomaba mi cerveza, empecé a excitarme.
Eduardo salió del
baño. Me vio, vio la pantalla del televisor, me vio de nuevo. Sonrió.
“No debes”, me dijo
con voz postizamente seductora.
“Pude”, le repuse.
“¿Quieres?”
“Claro… Más cerveza,
quiero decir”.
Nos acomodamos en la
cabecera y extendimos nuestras piernas sobre el colchón. Entre él y yo nos
tomamos media docena, a medida que conversábamos de cosas sin importancia.
Evité hablar de Laura
y él parecía no querer tocar ese tema, como si el Universo se la hubiera
llevado a una dimensión paralela, o a otro lugar lejos de la ciudad, justo esa
noche.
No cambiamos de canal.
Entonces, puso su mano
y acarició mi muslo.
Antes que llegara a mi
ingle, se la detuve con la mía.
“No debes, Eduardo”.
“Puedo”, respondió.
Nos quedamos mirando
fijamente a los ojos.
De pronto, la mente se me borró. Solo quería una cosa… una vil cosa.
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