jueves, 13 de febrero de 2020

Ningún caramelo sabe mejor que mi mejor amigo

   ¿Cuándo mi mejor amigo se convirtió en uno de mis objetos sexuales? No sé si desde la primera vez cuando lo conocí hace unos seis años. Casi de inmediato me comenzó a gustar todo de él, y conforme han pasado los meses, y el tiempo nos ha comenzado a maltratar tanto como  hemos entrado o vamos rumbo a los cuarenta, muchas cosas suyas me gustan, desde lo intelectual hasta lo físico, aunque intelectualmente no es Platón pero tiene muchos menos traumas, ni aunque físicamente sea un Bob Paris aunque abiertamente haya defendido al colectivo gay y salir casi sin rasguños.


Y en ese caso, no sé si también me gusta el hecho de que aunque siempre se ha definido como heterosexual, nunca ha cerrado la puerta a las experiencias homosexuales (que no le signifiquen sentir dolor, como que le metan el pene por el culo), algo que otros hombres, especialmente quienes ya cruzaron la línea cuando el alcohol les ha jugado malas pasadas, jamás de los jamases darían por probable aunque hace rato ya fue posible.


Lo que sí tengo claro es que en nuestro caso, lo sexual puede ser muy carnal en lo teórico, pero en la práctica, está altamente cargado de simbolismos enmarcados por  el cariño o la lealtad que nos profesamos. Sin embargo, ¿desde cuándo la probabilidad de un acercamiento sexual comenzó a transformarse en posibilidad? Yo diría desde los pocos meses después de conocernos, cuando él tenía un juego que externamente me daba terror porque podríamos terminar desplomados en el suelo, pero que internamente me encantaba mucho. 

Aprovechando que soy más bajo que él en estatura, me levantaba en peso pegándome a su cuerpo por unos segundos. Aparte de terminar como dos sacos de papas en el piso, mi otro temor es que alguien subiera (porque siempre sucedía en el segundo piso de mi casa, donde acostumbro estar solo) y viera la escena. ¿qué habríamos dicho? ¿Una nueva forma de pesar a la persona? ¡Qué ingenuo!


En una ocasión, una de esas cargadas terminó con él dejándome echado sobre el sofá de mi sala, con su cuerpo casi encima del mío y nuestras caras muy cerca. ¿Robarle un beso? Me hubiese gustado, pero estaba lidiando con la impresión, porque siempre era todo repentino, y su reacción. Eventualmente me dijo que era un juego, y a veces ahora lo repetimos aunque con una connotación mucho más erótica. ¿Lo del beso? Por lo menos yo, es una probabilidad que no descarto: él sabe bien que para mí, el beso es el prólogo y letra capital de cualquier encuentro sexual, aunque, claro, depende mucho de quién te lo dé, cómo te lo dé y por qué te lo da.


Si bien solemos hablar de sexo más a un nivel puramente teórico, casi enciclopédico, ha sido apenas en los últimos tres o cuatro años cuando hemos comenzado a hablar de qué pasaría si ambos se nos ocurriera ir a la cama no en plan descanso, como ya había pasado antes, sino a tirar. Siempre hemos evadido la escena con bromas y hasta yo llegué a decirle que lo más que pasaría es que terminemos desnudos chismeando de todo el mundo o haciendo chistes de las cosas  más estúpidas solo como para no hacer brumosa la atmósfera del momento. Mas, como ambos decimos, nunca hay que decir nunca.


Una vez que salimos de viaje, yo me sentí mal por algo que comí y que me hizo mala interacción con una medicina. Parecía tener fiebre, así que me quité la ropa y me acosté en la cama. Él insistía que quería salir a bailar, pero honestamente yo no tenía ánimos, así que asumo pensó que me hacía el enfermo porque, súbitamente, sentí todo su peso encima de mi cuerpo. ¡No jodas! Intenté abrazarlo pero me dijo que no porque tenía una máquina deafeitar y podía cortarme accidentalmente. Se levantó y se metió al baño. Estaba en calzoncillo.


Cierta tarde que vino de hacer unos papeleos, se sentó conmigo a conversar en el mueble, y por joderlo comencé a palmearle la espalda baja burlándome de un polo chiquito que se había puesto. Cuando se sentaba y se inclinaba hacia adelante, el polo se le recogía y revelaba su lampiña y tersa –porque tiene una piel tersa—zona lumbar. Entonces noté algo inusual: donde debía estar la pretina de su ropa interior, no había nada. Se lo observé y me admitió lo increiblemente cachondo: no llevaba ninguna.


Por joder, comencé a darle manacitos en la cadera, la espalda baja y amenazaba con meter mi mano dentro de su jean apretado, como suele usarlos. Cuando se despidió, como siempre por iniciativa mía, solemos abrazarnos. Mientras me pegaba a su cuerpo, se me ocurrió darle una nalgada. Él me lo reclamó sin agresividad, pero hizo algo que a mí me sorprendió y excitó al mismo tiempo: tomó mis manos, se las metió dentro de la pretina de su pantalón e hizo que le acariciara sus nalgas.


¡No jodas! No es el culo formado de algún chico de gimnasio, como los que he tenido suerte de ver o tocar; es mas bien redondito, suave, lampiño en principio. Casi jadeando, tuve mis manos ahí. Él se sonreía pendejamente, no sé si por su acción o por mi cara de arrecho.


Yo, de puro pendejo, saqué una de mis manos y le toqué la braguetta. Él entonces se aflojó un poco el pantalón e hizo que le tocara su pene. Estaba más flácido que erecto. Claro que en ese momento asumí que ése era su tamaño mínimo ya que no tenía más referencias sobre él, excepto por su testimonio verbal y lo que una vez pude sentir cuando ocurrían las cargadas.


Por lo menos, en ese momento, lo asumimos como otro jueguito, aunque luego, entre broma y serio, me dijo por chat que yo era un aprovechado. Momento, le dije. Yo admito que estaba jodiendo, pero quien me metió las manos dentro de su ropa fue él por decisión propia. Y aunque el asunto pasó por alto, lo que yo comencé a temer es que él comenzara a alejarse, más aún sabiendo que lo que no tiene en físico, le sobra en coquetería y seducción. Ahí lo dejo.





Las cosas siguieron mejorando entre ambos, como amigos quiero decir, hasta que fuimos de campamento y entre las cervezas y el vino que nos tomamos, decidimos darnos un baño en la quebrada que corría al lado nuestro. Como era medianoche, por seguridad, nadé abrazado junto a él. Y como era medianoche, nos bañamos desnudos. Por un momento, nadar rozando su cadera desnuda con la mía, o anclando mis piernas con las suyas mientras por ratos sentía su pene fue una experiencia por demás alucinante.


Al año siguiente, justo el pasado, mientras lo ayudaba a hacer unas tareas en mi computadora, decidimos tomar un receso y terminamos en un portal de videos porno. Le pasé los datos de unas películas antiguas, y le comencé a contar cómo era el asunto del cine porno, cómo son los códigos de comportamiento y toda la nota. Le expliqué cómo los patas comenzaban a tocarte la pinga, y eventualmente terminé tocándole la suya, pero encima de su ropa. Entonces me di cuenta que a cada intento, su miembro crecía y se ponía rígido más y más, hasta que erectó por completo. No aguanté. Casi sin su autorización, y subrayo el casi, metí mi mano y pude tocar ese pedazo de carne, ni grandote ni insignificante. Me recuerda mucho al mío en dimensiones.


Desde entonces, los tocamientos entre debidos e indebidos se fueron repitiendo más de mi parte, lo acepto. Él siempre trató de limitarme, de no ir más allá. Acepté jugar con sus reglas, pero en algún momento del partido lograba avanzar usando las mías.


Una noche que vino de estudiar, estábamos comiendo unos dulces y por casualidad unos rodaron detrás de mi espalda, en el sofá en el que estábamos sentados viendo televisión. Mi amigo, con una agilidad felina, se puso de pie, se sentó en mis muslos y prácticamente me abrazó. ¡Dios mío! ¡Eso no podía ser cierto! ¿Era lo que pensaba que era? Puso sus dos manos en mi espalda baja, y luego regresó a sentarse en su lugar: había rescatado los dulces que yo había protegido con mi cuerpo. Bueno, definitivamente parecía ser amor al chicharrón.


Otra noche después de Navidad, prácticamente terminamos sentados frente a frente haciendo una postura de sexo tántrico en la escalera externa de mi casa. Como hay rejas gruesas, y está algo oscuro, no nos palteó mucho si alguien veía desde la calle.



Una tarde que nos dejaron solos en casa y él estaba buscando unos documentos en mi máquina, nos pusimos a tomar agua y revisar el lugar. Nos metimos a uno de los cuartos y se sentó a mi lado en la cama. Como es verano, vino con short. Se acostó. Mientras hablábamos, me acosté a su lado y puse mi cabeza en su pecho, que por cierto, sin hacer tanto ejercicio lo tiene formadito. Hubiese deseado que se me acostara encima, pero no sé cómo terminé poniendo sus dos piernas sobre las mías. Me preguntó por qué hice eso y mas bien le pregunté si le incomodaba; me dijo que no. No sé cómo, la vaina es que luego yo terminé simulando un piernas al hombro sobre esa cama, ambos con ropa, con él empujando mi cabeza como para que le chupara el pene mientras simulaba meterle el mío.  Yo no erecté en ese momento, pero juraría que cuando él me dijo que parara porque le dolían sus pantorrillas, le toqué el paquete: estaba duro.


Luego, volvió a mi máquina y cuando estaba sentado, simulamos que yo se la chupaba. A propósito, choqué mi cara contra su miembro, bueno, contra la tela de su shortt en todo caso.


Otra tarde que vino a pasar el tiempo,, estábamos en la azotea. Como hay un muro de seguridad, mientras probábamos un equipo y él se hacía una selfie, me arrodillé detrás suyo, y rocé mi cara con el medio de sus dos nalgas luego de un intento frustrado de simular una fellatio. No me aguanté, y antes de irse, le besé su pene, siempre protegido con su ropa, tras una sesión de “acaríciame mis piernas”, que a mi opinión parecen de futbolista esporádico, ya saben, ni tan masivo que cada músculo necesite dos manos para ser acariciado, ni tan pequeño que todo se pierda en una sola superficie.





Lo último que pasó ayer simplemente sobrepasó incluso mis propias fantasías con él, en las que estamos abrazados y desnudos bajo una fina sábana mientras nos rozamos y besamos, pero no llegamos a más.


Como siempre, vino por la tarde a ver unos formatos. Honestamente yo traté de controlarme, traté de distraerme hablando de cosas que son más útiles y que sí nos importan, pero entre puñetitos y palmaditas, no pude. Entonces, él se despidió. Nos pusimos de pie, y lo abracé como suelo hacer, aunque deliberadamente traté de que nuestros penes se juntaran. Estaban flácidos. Él me observó que ese rroce lo hacía sentir raro, no mal pero raro. Entonces de pronto me preguntó cómo era una guerra de espadas, y comenzó a menear su cadera: nuestros paquetes estaban golpeándose con cierto cuidado. Pero como yo soy más bajo que él, como que no sentía el punto de contacto justo en el propio miembro, hasta que graciosamente se agachó un poco y comenzó a hacerlo. Me excité. Y como yo estaba sin ropa interior, ya pues, se me notó.


No sé por qué me separé de él, pero cuando regresé, se había bajado su short y calzoncillo hasta medio muslo… aguanta… yo me bajé mi bermuda, e intenté reahcer la guerra de espadas, pero él no me permitió. A cambio, dejó sus nalgas al descubierto, e hizo que se las acariciara. Me apoyé en su cuerpo y aprovechando que ya estaba oscuro, comencé a hacerlo en círculos con las yemas de mis dedos, pero con una torpeza única, como si estuviese acariciando un material demasiado delicado, no con rudeza, no con seguridad. Fue la primera vez que me percaté que en la base de sus dos glúteos, es apenas velludito.


Estuvimos así unos segundos, y luego se levantó el short.
“¿Sigues erecto?”, curioseó al sentir mi entrepierna en su muslo.
“No, ya no”. Efectivamente, se me había bajado un poco.


Otra despedida. Volvió a bajarse el short y pedir que le acaricie las nalgas. Volví a hacerlo con menos inseguridad pero con un temor subyacente, ya saben, ¿estaré haciendo lo correcto o estaré cagando una relación hermosa de amistad? Aunque, por otro lado, era ahora o nunca. Me arrodillé, me puse tras suyo, le dije que confiara en mí, y comencé primero a besarle las nalgas y casi en medio de ellas, donde se le concentra más vello; entonces, se las mordisqueé.
Me moría por lamérselas, por empezar en una, seguir en otra, ir por el medio de su raja. Llegar a su ano. Otros chicos me han dicho que hago buenos besos negros. ¿Cómo habría reaccionado mi amigo? ¿Se habría excitado, como lo estaba mientras le besaba sus dos cachetes traseros y le tocaba su pene? El problema era que la posición cómo se había parado, yo no podía hacer mucho.


Si él estaba sorprendido, yo estaba alucinando. Se levantó el short y me puse de pie. Volví a abrazarlo juntando nuestros paquetes suaves.
“Te haré una pregunta y quiero que seas bien sincero conmigo”, me emplazó. “¿Llegarías a tener sexo con tu amigo?”
“Solo si mi amigo me lo pide”, le respondí.
Sonrió.
“Eres un aprovechado”, me reclamó amistosamente. “Yo te dejo acariciar mis nalgas y tú te pasas: si te doy el caramelo, no quieras comerte toda la torta”.


Un chorro de lucidez llegó a mi cabeza, y comprendí el asunto de respetar las reglas, porque hasta en el juego sexual, por el puro hecho de ser juego, hay reglas.
“Te prometo que si me das el caramelo, solo me comeré el caramelo”.
“está bien”, volvió a sonreírse. Nos abrazamos. De nuevo, otra despedida.


Súbitamente, me tomó por los dorsales, me abrió de piernas y simuló tirar conmigo de pie, con gemiditos incluídos. Yo comencé a jadear. ¡Dios! Eso estaba mejor que mis fantasías. Imagínense si hubiésemos estado desnudos y él con su pene erecto. ¡Qué rico hubiese sido sentir cómo me lo metía por mi culo! ¿Qué no habría hecho yo?
“¿Qué viene luego?”, sonrió. “Ser esposos?”
“No quiero ser tu esposo”, respondí divertido… aunque… no sé si realmente sea buena idea si bien suena lógico, pero quién sabe porque nadie ha regresado del futuro para decir qué tal es.


Estuvimos abrazados, filosofando a pene pegado un ratito, y volvió a bajarse el short. Yo sentí que donde estábamos era incómodo, así que lo jalé a una pared de la sala y ahí seguimos. Como que él perdió el ritmo, pero luego hice que se apoyara en mi cuerpo, y le acaricié el culo con un poquito más de lascivia, aunque no toda la que hubiese querido. Aproveché para besarle el cuello con sumo cuidado de no dejarle marca alguna: no solo me excitaba el morbo de estar haciendo todo eso con mi mejor amigo, sino el hecho de que, al margen de la incomodidad del momento, la confianza que tenía en su propio cuerpo lo pintaba como un gran amante, uno de ésos a quien no le importa rol, orientación o lo que fuera excepto sentir, ¡y qué rico se sentía!
. Volví a jadear. Esta vez no me conformé solo con el glúteo, exploré por encima de su raja y honestamente me quedé con ganas de separárselas y jugar con su ano a ver qué pasaba; no meterle el dedo porque eso es recontraincómodo, sino masajeárselo, dilatarlo, jugar.


Luego, él me llevó mis manos hacia adelante, se bajó del todo el short y por primera vez desde que lo conozco, me pidió masturbarlo. Le acaricié las bolas, parte del vello púbico que, como nunca, se lo había dejado crecer, pero no logré que se le parara porque de pronto le entraron dos llamadas importantes. Y realmente sí que lo eran. Como que eso ya rompió la atmósfera, aunque me quedé con las ganas de volver a sentir ese rico pene erecto, recto, perfecto, y llevarlo hasta el punto de un casi orgasmo tras lo que dejaría que se le bajara y masturbarlo suavemente aprovechando el montón de líquido preseminal que emana; o quien sabe, llevarlo hasta un final feliz y probar su semen, un fetiche que a él le encanta, porque hasta de cuál es el método más adecuado para mamárselo a él, hemos hablado varias veces. Ojalá haya el momento y el espacio suficientes para hacer un taller personalizado intensivo.


. Volvimos a despedirnos, y esta vez sí fue la definitiva.
Cuando llegamos a la calle, me dijo que le encantaría ver la experiencia en una historia escrita pero no lo tomé en serio hasta que hoy volvió a insistírmelo por chat. Dice que quiere analizar las cosas desde mi experiencia, y honestamente (como sé que también leerá esto), lo que tengo que decir es que, quizás no es lo que la pornografía te muestra como una secuencia predecible de excitación-erección-eyaculación, pero el truco en estos casos es no esperar nada más que vivir el momento, la experiencia, la oportunidad, la complicidad, entender ese adagio que ambos compartimos: el sexo es otra forma de comunicación eficaz entre dos personas que, al menos, se simpatizan, y donde lo impredecible siempre será lo óptimo.


Claro que en su nomenclatura, a esto le llamó “experimentación”; pero como yo le dije, lo mejor será no etiquetar nada, y en todo caso quedarnos con el solo hecho, la sola experiencia.





¿Repetirlo? Pues… sí, ¿por qué no? No sé si de nuevo aquí, o esta vez en otra parte; pero creo que con más tiempo y menos tensión. Y definitivamente con más tiempo y menos ropa o sin ella, porque esa piel sí amerita recorrerla con manos, lengua, crema, con lo que sea. Aunque, claro, todo dependerá de que ambos así lo queramos. Por lo menos, hay algo que podría jugar a nuestro favor: mi amigo me confesó que tras esta última experiencia, definitivamente ya no puede etiquetarse como puramente heterosexual. A mí no me importa eso. A mí me importa que nos sintamos libres, plenos y sin culpa si comenzácemos a hacer el amor con todas las de la ley.


Por lo menos en mi nueva fantasía tras lo de ayer, hay muchos más recursos que el simple abrazo, beso en la boca o el roce genital; hay todo un repertorio sexual que me encantaría ambos interpretemos a discreción.


Si no llegara a pasar, permanece la amistad, y todo lo que allí he conseguido junto a él, nunca lo pondré ni en hipoteca ni en subasta. Me costó cada hora y cada día construir algo hermoso, y eso está fuera de cualquier discusión.