domingo, 28 de febrero de 2021

La hermandad de la luna 1.3

A un cuarto para las dos, los tres amantes salen al patio delantero donde Adán y Carlos descansan tras almorzar.

“Tienes la tarde libre”, congracia Manolo a Tito.

“Quisiera, pero hay que vigilar ese tamarindo”, se excusa el peón.

Manolo se sonríe al comprobar la lealtad que, tres décadas después, se mantiene indestructible.

“¿Y no regresaron los de Cruz Dorada?”, consulta el dueño a Carlos.

“Desde esa vez que los sacaste a balazos, no”, informa su capataz; “pero sí los he visto rondando por el canal”.

“¿De todas maneras no venderás la finca?”, consulta Adán.

“Estás loco”, responde Manolo. “Estas veinte hectáreas están produciendo, y produciendo bien: mango, maíz, tamarindo, jatrofa, palta, maracuyá. ¡Todo lo estamos vendiendo! Y con su trabajo, esta tierra realmente está dando un gran rendimiento, todo orgánico. ¿Qué se siente que el fruto de su trabajo llegue a un supermercado de Nueva York, Madrid, Amberes, Bruselas, Turín?”

“Y no te olvides el banano que se va para California y Oregón”, agrega Carlos.

“¿Se dan cuenta?”, arguye Manolo. “¿Qué garantía hay que Cruz Dorada respete el valor y el poder de su trabajo?”

“Además, está… eso”, agrega Carlos.

Manolo palmea el hombro del capataz, le sonríe:

“Nos vamos”.

Christian y él se suben a la camioneta y parten tomando la pista al lado del canal.

“¿Ya le dijiste cómo Oj cambió de amarillo a azul?”, se adelanta Adán a Carlos.

“No, no me parece oportuno”, se justifica el capataz. “Manolo confía demasiado en Christian”.

“Y por lo visto, cacha mucho con él”, murmura el fornido Adán, aunque no tan despacio como para pasar inadvertido. “Él y Tito”.

“Tú también has cachado con él, yo también he cachado con él”.

“No por placer, Carloncho; no como ellos”.


 

A lo largo del canal no hay mucha agua pero tampoco está escasa.

“Sabes que fue torpe correr a los empleados de Cruz Dorada como lo hiciste”, observa Christian.

“No les dio la puta gana entender que yo no vendo la finca”.

“Manolo, ¡han triplicado el precio por lo que realmente cuesta La Luna!”

“La finca La Luna, mi finca, no está en venta. Fin de la discusión, Christian. Mas bien, nunca terminaste de decirme por qué ya no quieres participar con los muchachos”.

“Porque, querido Manolo, ya no soy el chico que rescataste en ese cuartel hace trece años; me hiciste crecer”.

Entonces el abogado divisa en la orilla del canal a un hombre negro, alto y completamente desnudo, una cadena de hierro esposando sus manos. Parece que lo mira fijamente. Christian se queda sin habla. Cuando al fin puede parpadear.

“¡Frena, Manolo!”

“¿Qué pasa?”

La camioneta se detiene en seco, Christian sale y casi se va cuerpo abajo al pequeño caudal; recupera el equilibrio, y cuando mira camino atrás, no hay nada. Va corriendo hasta el punto donde vio al negro musculoso. No puede ser. Ni huellas, excepto un leño de zapote.

“¿Qué tienes?”, Manolo le da alcance.

“Vi algo… ¡vi a alguien!”

“Hablas huevadas; necesitas un buen almuerzo, especialmente luego de ese trío que hicimos”.

Manolo abraza a Christian y casi lo fuerza a regresar al vehículo.


 

Esa noche, Adán hace su ronda armado de escopeta, linterna y radio. Ilumina a los lados en la oscuridad de las diez de la noche. Corre un viento muy frío, así que está bien abrigado.

“Mango sector dos, despejado”, informa presionando el botón del radio.

“Mango sector dos, despejado”, confirma Carlos mediante la bocina del artefacto. “Pasa a las paltas”.

Adán camina unos veinte metros más hacia la casa grande. La noche es serena, apenas un mosquito, los incesantes grillos, una que otra libélula, el resplandor intenso de Collique a la izquierda, el leve resplandor de Santa Cruz, el pueblo más próximo. El cielo sobre su cabeza luce encapotado y negro. Un par de ojos rojos aparecen en el camino. Adán sonríe.

“Zorrito, zorrito, ¿horas de cacería?”,

Al fin llega a los paltos y lo mismo, dirige la linterna en cada fila de árboles, las recorre poniendo su escopeta en ristre. A pesar de la seguridad en torno a La Luna, siempre habrá quien ose violarla y se escabulla para cosechar lo que jamás sembró, aunque nadie ha pretendido incursionar en la propiedad por miedo.

“Tío”, le preguntó alguna vez Frank a Carlos antes de ir a su prueba para conseguir el puesto, “¿qué hay de cierto sobre la luz verde que sobrevuela la finca?”

“¿Luz verde? ¿Cuál luz verde, sobrino?”

“Dicen que se ve a medianoche desde el pueblo”.

“La gente habla huevadas”, siempre ha sido la respuesta de Carlos.

Precisamente en el pueblo, donde falta una buena posta de salud, donde la escuela está en malas condiciones, donde las pistas se están cuarteando, donde la basura se acumula a la entrada y la salida, hay dos tipos de negocios que siempre están en excelentes condiciones: los restaurantes turísticos y el AMW Gym, administrado por Tito. (“¿Cómo mierda se pronuncia ese nombre?”, le pregunta Adán, uno de los alumnos habituales, constantemente). Precisamente, Frank sale de la ducha ya abrigado y listo para irse a casa. En la mesa de recepción, Tito cuadra caja.

“¿Está todo en orden, jefe?”, verifica el muchacho.

“Sí, como siempre”, da conformidad Tito. “Ahora que vas a trabajar en la finca, vamos a ver cómo nos multiplicamos”.

“¿Y no hay otro instructor que pueda hacerse cargo cuando tú o yo no podamos? ¿O piensas cerrar el gimnasio?”

“Ni cagando, Fran. Si pasa algo en La Luna, éste será mi refugio económico. Vete a casa que mañana debes madrugar a tu nueva chamba”.


 

De vuelta en la finca, Adán termina su ronda nocturna y regresa al puesto de vigilancia, donde Carlos tiene un escritorio  sobre el que se haya una laptop hábilmente colocada para que el visitante no vea el contenido: imágenes en directo generadas por varias cámaras estratégicamente conectadas a lo largo de la finca y dentro de la casa grande; incluso hay un par en la entrada de la pista.

“¿Qué tal se me ve en HD?”, bromea Adán.

“Más horrible que en persona”, barbea Carlos.

“Los tamarindos de Tito no andan muy bien que digamos, y deberíamos hacer algo aprovechando que es luna nueva”.

“¿Estás cargado?”

“Completamente. ¿Tú?”

“Creo que sí”.

“Si no estás seguro, tenemos tres noches más, y creo que soy el único acá que sí puede guardar abstinencia”, ironiza Adán.

“De una vez vamos porque esas plantas no pueden esperar más tiempo”, acepta el capataz.

Ambos (Carlos porta una mochila) van avanzando a lo largo de la propiedad siguiendo el recorrido de una acequia, la principal. Cada cierto tramo se detienen y abren una pequeña compuerta. Por ahora el curso está húmedo, algo barroso debido a que esos días han estado regando otros sectores de la parcela. Llegan a la fila de overos, saltan la pequeña zanja, toman el camino secreto, ubican los algarrobos. El capataz abre su mochila y saca una botellita, se la ofrece a Adán, quien la abre y toma tres sorbos.

“¡Asssuuuuuuu!”, exclama al sentir cómo va raspando la garganta. Se la devuelve a Carlos, quien lo imita.

“Está potente”, comenta el peón.

“¿Ya te comenzó a hacer efecto?”, consulta Carlos.

“Poco a poco”.

El capataz saca unas prendas con peculiares triángulos de líneas negras dentro de los que hay círculos negros seguidos de triángulos negros donde hay círculos vacíos. Le da uno a su compañero, quien ubica la saliente de uno de los árboles y comienza a desvestirse por completo; Carlos hace lo mismo. Ya desnudos, avanzan por el camino encementado hasta la orilla  de la lagunita cuyo recipiente también ha sido reforzado con concreto para evitar al máximo la filtración y la erosión del suelo. Carlos y Adán se ponen las prendas en la cabeza y abren un frasquito de Agua de Florida.

“Se benévola, Yup, así como nosotros te protegemos con amor”, ora el capataz.

“Se benévola, Yup”, repite Adán.

El primero lanza un chorro del Agua de Florida al agua de la laguna y súbitamente el viento cesa, deja de hacer tanto frío. Carlos se inclina hasta poner su cabeza en contacto con la fina grama de las orillas, y Adán se arrodilla tras él en la misma posición. Esperan varios segundos.

“Yup aceptó la plegaria”, avisa Carlos. “Ahora exige nuestra ofrenda”.

Sin perder la posición, Adán se adelanta un poco hasta ganar las nalgas algo velludas de Carlos, las toma, las acaricia de adentro hacia afuera, acerca su boca y comienza a lamer el ano. Lo hace con sumo cuidado, respeto. Mete la lengua ampliando el esfínter, humedeciéndolo con su saliva. Logra expandirlo. Se arrodilla detrás de él y hace crecer su pene a punta de un lento masaje. Cuando está duro y bien lubricado, lo comienza a introducir lentamente. Carlos jadea y respira profundo y lento. Adán comienza a mecerse concentrándose en la imagen de unos ffrutales reventando de producción mientras sonríe para sí mismo; imagina el agua saciando la sed de cada planta, cada árbol, saciando su propia sed, limpiando su cuerpo, permitiendo preparar sus alimentos. ¡Oh, cuán bendita es el agua aquí! Siente la proximidad del orgasmo.

“Estoy listo”, avisa.

Saca su pene, se pone de pie, camina hacia la laguna hasta que le cubre medio cuerpo y detrás Carlos hace lo mismo. Ambos se masajean sus falos dentro del agua hasta que el semen de cada cual se dispara en lo cristalino. Salen de inmediato y caminan hasta un extremo de la piscina,, abren una compuerta, dejan fluir el líquido. Mientras esperan un tiempo prudencial, se ponen frente a frente, se abrazan con dulzura, se dan un beso profundo en la boca. Una luz verde sobrevuela el lugar. Cierran la compuerta y regresan hasta el punto en la orilla donde copularon. Carlos saca una raja seca de palo santo y le prende fuego. Ambos varones se arrodillan a contemplarlo en silencio. La flama amarilla progresivamente se vuelve verde. Buen augurio. Sin embargo, una súbita ráfaga fría de viento corre, y los dos hombres se miran con cierta alarma.

Oj se puso azul”, Adán rompe el silencio.

 

sábado, 20 de febrero de 2021

La hermandad de la luna 1.2

Cuando Carlos está regresando al despacho, Frank sale del mismo.

“¿Firmaste?”

“Claro que sí, tío. ¿Tanto te hice buscar la chamba pa’ quedarte mal?”

Carlos respira con cierto alivio.

“Mas bien”, continúa su sobrino, “medio loco el señor Manolo”.

Carlos carraspea un poco:

“Bueno, sí, a veces nos gasta cada broma pesada. Mas bien, discúlpalo”.

“Así son todos los militares, tío. A mí no me llama la atención”.

“Pensé que iba a obligarte a quedarte calato frente a nosotros”.

Frank se toma varios segundos.

“¿Sabes qué, tío? Si era por tener la chamba, sí lo hubiese hecho. Como que no hay mucho para elegir ahora porque en todos lados están los venezolanos”.

“¿en serio lo hubieses hecho?”

“Sí; además son solo tres meses, ¿no? Tengo hasta fines de setiembre para encontrar otra chamba, o si no, me voy de Collique”.

“Pensé que ibas a quedarte hasta marzo, cuando acabe la temporada de mangos”.

“También pensé lo mismo, tío, pero no sé aún”.

Carlos sonríe y despide a su sobrino con un apretón de manos, lo ve montarse en su motocicleta e irse por el camino asfaltado al lado del canal Taymi. El esbelto y espigado Adán, Orejón para los amigos, ojos verdes y cabello castaño bien crespo, ha estado viendo la escena.

“Seguro que él es quien te dijo Oj?”

Carlos sonríe:

“Tú lo viste hablar igual que yo, igual que todos; tú viste que esa noche dejó de ser amarillo y cambió a verde, y tú viste que cuando le preguntamos por Christian se puso azul. Tú viste”.

“Sí, yo vi”, sentencia Adán. “Pero también vi el cielo nublarse cuando Oj se puso verde, y no sabemos si eso es una buena señal”.

“Frank es parte de la estirpe”, replica Carlos.

“Tú eres parte de la estirpe”, interrumpe Adán. “No me queda claro si tu sobrino lo es… no aún”.


 

Por su parte, todavía dentro de la casa grande, Christian toca la puerta del dormitorio de Manolo, el más grande del segundo piso. Espera. Cuando al fin la abren, el dueño de toda la propiedad está desnudo y acabado de bañar, se le acerca y lo abraza, besándolo profundamente en la boca.

“Quién como tú que ya estás fresco”, le dice el recién llegado.

Manolo le sonríe y piensa que Christian, su joven abogado, se ve más sensual sin sus anteojos, que mas bien le dan un aire intelectual.

“Date un duchazo”.

“¿Llegó Tito?”

“Averígualo tú mismo”, incita Manolo.

Christian va a un extremo del dormitorio, resopla, y comienza a desabrochahrse la camisa, quitarse los zapatos, los calcetines, sacarse el apretado jean de tela delgada, su microbóxer, y revelar una anatomía que bien pudo inspirar al David de Bounarotti, con ccada músculo firme y puesto donde debe estar, incluso ése que ahora se luce en su mínima expresión sobre sus grandes testículos y bajo sus pendejos recortados, que destacan en medio de toda su anatomía lampiña. El muchacho desnudo entra al baño, y tras el vidrio que protege la ducha mira a Tito refrescándose. Ese otro hombre, desnudo, luce como un gladiador medio vikingo, apariencia de fisicoculturista, vellos por todas partes, enorme paquete. Tito termina de ducharse, se pasa las enormes manos para sacarse las gotas de agua que tapizan su cuerpo, y abre el vidrio de la ducha:

“Te toca, doctor”.

Christian avanza y cuando va a entrar a la ducha, siente que Tito le da una cariñosa nalgada.

“Durito tu culo, como siempre”.

Christian, entrando a sus treinta, espera que cuando esté a mitad de los cuarenta, como Tito, siga conservando cada músculo firme en su lugar.


 

Cuando sale de darse el duchazo, encuentra a Manolo acostado desnudo sobre Tito, quien usa sus piernas abiertas para meter alguno de sus talones entre la raja de las nalgas, en tanto el dueño de casa acomoda su pene ya erecto intentando conquistar el velludo ano de su compañero, subordinado y amigo. Mientras se abrazan, se dan un beso a todo lo que pueden sus bocas abiertas.

“Ustedes sí que no saben esperar, ¿no?”, sonríe el abogado.

Manolo y Tito se separan sonrientes, y revelan sus largos, gruesos y lubricados falos. El de Christian también comienza a erectarse en tanto avanza hasta el lecho y busca un espacio. Se abraza a Tito y lo besa en la boca mientras Manolo le cubre la espalda. Bueno, en realidad, mientras Manolo le soba su pene duro en esas redondas y firmes corvas. De inmediato Christian gira para darle a Tito el turno del rol que ocupaba a Manolo, quien lo ubica bajo su cuerpo y comienza a besarle el cuello, para irlo recorriendo con sus labios a lo largo del torso hasta llegar al miembro viril, el que lame, emboca y succiona con mucho cuidado y esmero.

“Qué rico se siente”, suspira Christian.

“¿Y crees que tu boca va a estar ociosa?”, interviene Tito.

“¿Qué tienes para mí?”, seduce el abogado.

Tito  se incorpora y como puede se pone de cuclillas sobre la cara de Christian.

“A ver, muéstrame el poder de tu lengua”, invita el peón.

El chico no defrauda. Sopea el ano de Tito y poco a poco lleva esa lengua por el perineo hasta llegar a las bolas del gladiador. No le jode el hecho de que con cada embocada, quizás arranque vellos que se quedan sobre sus papilas. Finalmente, chupa la cabeza del pene semierecto. Para ese momento, Manolo levanta las piernas a Christian y luego de agasajarle los testículos, mete la lengua en el recto, para luego arrodillarse.

“¿Como en las ceremonias a Nii?”, consulta.

“Igualito”, suspira Tito.

Manolo se chaquetea el pene para ponerlo más duro y asegurar lubricación, lo coloca a la entrada del esfínter y comienza a empujar poco a poco, dando tiempo para que ese delicado músculo vaya acostumbrándose. Con paciencia, los dieciocho centímetros rectos logran entrar en esa caliente oquedad. Tito, por su parte, se inclina hasta el pene de Christian de tal manera que ambos hagan un sesenta y nueve. El bombeo de Manolo continúa hasta que Tito decide terminar la fellatio de manera unilateral.

“Me toca a mí”, pide.

Con sumo cuidado, Manolo saca su pene y se sienta sobre el de Christian, lo pone en su propio ano y comienza a meterse diecinueve centímetros de masculinidad; mientras tanto, Tito mete sus veinte centímetros en el ano del abogado. Las cosas continúan así hasta que el más joven siente llegar el orgasmo.

“Las voy a dar”, y dispara su semen dentro del recto de Manolo, contrayendo involuntariamente su hueco y forzando a que Tito le saque su miembro. El dueño de casa se adelanta hasta la cara del primer satisfecho y le mete su pene a la boca.

“Sácame la leche”, le ordena.

Mientras tanto, Tito se arrodilla sobre el vientre de Christian y conecta su verga aún dura al culo de Manolo, quien demora en venirse, pero termina haciéndolo.

“Tómate mi leche”, le dice a Christian.

La contracción del recto termina provocando que Tito dispare la suya dentro de Manolo.

“Lo máximo”, califica el peón.

domingo, 14 de febrero de 2021

La hermandad de la luna 1.1

El sol está en su cenit, pero debajo del algarrobal remanente no se siente tan fuerte; además, recién está acabando junio, así que no es la época en que se sude demasiado. Carlos avanza por un caminito que rodea una especie de lomita cubierta por más árboles añejos de troncos con cuarteadas cortezas marrón oscuro gracias al astro rey, al viento, la humedad y el tiempo. Mira a los costados, verifica estar solo. Un chapoteo se oye detrás de unos arbustos. En una horqueta reconoce una camisa, un jean y un sombrero de ala ancha confeccionado en fina toquilla con su cinturoncito en imitación cuero. Al pie de la ropa colgada, sobre el suelo que ahora se ha convertido en cemento, los botines de cuero beige. Mira al lado. Sí, hay otra horqueta libre. Se quita su sombrero y lo deja en una saliente de uno de los algarrobos, verifica que no haya hormigas y comienza a quitarse la camisa, sus borceguíes, su jean algo raído y su calzoncillo. Avanza con cuidado por el caminito de cemento hasta hallar césped silvestre, se para sobre él, se arrodilla y se inclina hasta que su frente toca la fina y agudita hierba.

“Gracias, Yup, por permitirnos la vida”, musita. Se queda en esa posición por unos segundos más, y al incorporarse, tiene frente a sus ojos una lagunita de aguas cristalinas rodeada de tupidos algarrobos, hualtacos y charanes. Al medio del cuerpo de agua, ahora no lleno a toda su capacidad, alguien  intentando mantenerse a flote. Ingresa con cuidado a la pequeña piscina y nada hasta llegar a aquel cuerpo, lo topa.

“¡Mierda, me asustaste, huevón!” El otro cuerpo se pone en pie y deja ver la mitad de su físico sobresaliendo: tez algo blanca, pectorales, espalda y brazos algo marcados aunque con un leve descuido en el abdomen.

“No jodas, Manolo; no digas que no me escuchaste entrar”, ríe Carlos.

Manolo toma a Carlos por la cintura, lo abraza pegándolo a su cuerpo y lo besa en la boca procurando que ambas lenguas traten de enredarse. Se separa.

“¿Ya llegó?”.

“Sí, ya te está esperando en tu oficina”.

“¿Y es como me lo vendiste?”

“Sabes que no podemos mentir”.

Ambos hombres salen del agua y regresan a la orilla, caminan hasta donde está la ropa colgada.

“Has adelgazado, Carlos”, le observa Manolo.

“La preocupación”, responde el hombre trigueño, cuerpo marcado, algo velludo, piernas fibrosas, nalgas algo levantadas, largo pene flácido con grandes bolas bajo un vello evidentemente recortado. “Tú deberías bajar esa panza”.

Manolo sonríe: “Esto compensa”, dice golpeando sus gruesas manos sobre sus pronunciados glúteos. Mientras se pone el pantalón, se nota lo desarrollado de sus musculosas piernas, dicho sea de paso. Su pene no es tan largo, pero sus pelotas sí son generosas, vello púbico totalmente rasurado, lo que hace juego con su cuerpo mayormente lampiño.

Ya vestidos, toman el camino de regreso hasta dar con una fila de overales, los que traspasan con cuidado de no rasparse, saltan la acequia y toman el camino de regreso a la casa grande.


 

Al llegar al patio lateral, el fornido Tito extiende varias vainas de tamarindo sobre unas mantas que ha colocado en el suelo, y cuyas esquinas ha asegurado con piedras para evitar que el viento ccomplique su tarea.

“Manolo”, pasa la voz dirigiendo sus ojos verdes al dueño de la finca.

“¿Todo eso es de un solo árbol, Tito?”

“Tres. Este año no ha sido bueno para los frutales. A ver si para este verano las cosas mejoran”.

Manolo sonríe y avanza flanqueado por Carlos hasta llegar a una de las puertas de la casa de dos pisos, arquitectura muy básica, pintada de blanco, un porche con techo de teja. En la banca del corredor, un joven de cabello lacio bien peinado en montañita, polo y jean pegados, zapatillas, los ve llegar. En el rostro del muchacho hay mucha ansiedad.

“Guapo es”, murmura Manolo a Carlos mientras se acercan.

Cuando los dos hombres entran al porche, se le aproximan y el chico se pone de pie, revelando una esbelta figura.

“Éste es mi sobrino, Frank”, presenta Carlos.

“Mucho gusto, señor Rodríguez”, extiende tímidamente la mano el jovencito.

“Mucho gusto”, responde Manolo muy afable. “Adelante”.

Abren la puerta y adentro, en un lado del escritorio, el trigueño y buenmozo Christian está escribiendo algo en la computadora. Mira a los tres varones que ingresan, se quita los delgados anteojos y los saluda.

“¿quieres tu silla?”, le consulta a Manolo.

“No, sigue”, dice el jefe jalando otra similar, mientras Carlos se queda de pie a su costado y Frank permanece lo mismo pero delante del escritorio.

“Me dice tu tío que te acabas de licenciar. ¿Cuántos años tienes?”, le apela Manolo.

“Veinte, señor Rodríguez. Me di de alta aquí en Collique”.

“¿Te explicó de qué se trata el trabajo?”

“Sí, señor, y siento que estoy preparado para ser de mucha utilidad aquí en la finca”.

“Veremos… ¿quieres quitarte esa camiseta, por favor?”

Frank mira con cierto asombro a Carlos, quien le hace un leve gesto. El mozo entonces se despoja de la prenda y revela un torso algo velludo muy bien labrado, con brazos fuertes. Christian lo mira de reojo.

“Pareces más familia de Tito que de Carlos”, intenta bromear Manolo. “Date la vuelta”.

Frank gira y enseña su bien trabajada espalda, ancha arriba, delgada en la cintura.

“¿Y si hay que correr, estás entrenado, Frank?”, inquiere Manolo.

“Sí, señor”, responde el muchacho entre seguro e inseguro.

“Muéstrame tus piernas, entonces”.

Frank duda y comienza a sudar. Se toma el cinturón, lo afloja, se desabotona y baja la cremallera, se deshace de las zapatillas y se quita el jean. Bajo el bóxer rojo, hay dos potenttes glúteos, y unas extremidades inferiores que lucen unos femorales y pantorrillas dignos de futbolista.

“Date la vuelta”, pide Manolo.

Frank traga saliva y gira de nuevo: no hay mayor sorpresa, excepto confirmar lo musculoso y velludo de sus piernas.

“¿Y serías capaz… de quitarte ese bóxer?”, pregunta Manolo.

Christian se asusta, Carlos se incomoda y mira el nerviosismo creciente en los ojos de su sobrino. Son segundos silenciosos realmente embarazosos.

“¡Bromeo, carajo!”, exclama Manolo, y todos parecen respirar con tranqilidad nuevamente. “Vístete, muchacho”.

Manolo se levanta de su silla y da una palmada en la espalda a su capataz, Carlos: está empapada en sudor.

“Extiéndele un contrato por tres meses”, instruiye a Christian. “Asígnale los turnos de noche y que comience desde mañana”, ordena a Carlos.

Frank se viste. Manolo camina hasta él, y lo abraza semidesnudo aún.

“Bienvenido, pasaste la prueba de la humildad y la obediencia”.

“Gra-gracias, señor Rodríguez”, dice el abochornado mancebo.

Manolo se va hasta la otra puerta, pero gira de pronto hacia Christian: “Terminas eso y subes”. Y mirando a Carlos: “Que Tito nos dé alcance”. Y, tras guiñar un ojo, abre el madero, y se mete a la casa.

Frank, aún con el jean a medio subir, se siente extraño.

“Ya vengo”, dice Carlos, y sale del despacho, serio.

Christian carraspea un poco viendo al chico delante suyo, se acomoda los anteojos: “¿Trajiste tu DNI?”