martes, 30 de agosto de 2022

El precio de Leandro 3.6: Pagando la consulta


“Tranquilo, Leo, todo va bien”.

“No sé, huevón. Creo que la cagué”.

“No. Conozco a Darío. Si hubieses hecho lo contrario, sí la habrías cagado”.

Leandro escucha con dificultad a Rico en el teléfono mientras desciende por el elevador.

“¿Y ahora qué?”, inquiere el futbolista mientras el aparato se detiene en el piso seis y la puerta se abre.

“Espera al viernes, bro”.

“¿Y crees que…?”, Leandro trata de ubicar un número mientras camina por el pasillo del piso seis una vez que sale del ascensor.

“Será como te dije; recuerda tu objetivo: Roberth”.

Leandro llega a la puerta del seis cero tres.

“Bueno. ¿Podrás recogerme en una hora aquí en la Torre?”

“Claro, Leo. Quedamos”.

El chico corta la llamada y toca el timbre. Espera. Le abre la novia.

“Pensé que no vendrías”.

“¿Y hacerte esperar?”

Leandro ingresa al departamento y la puerta se cierra tras él. La novia busca en su cartera y entrega al muchacho un billete de cien. Acto seguido, se quita la bata de baño que viste y queda totalmente desnuda. Leandro hace lo mismo. Lo siguiente será echarse sobre el sofá y repetir la faena del domingo, aunque, claro, sin la mirada ni las caricias furtivas del novio ahora ausente.

 


Una hora después de haber acabado ese ‘servicio’, Leandro toca el timbre en la puerta de un pequeño condominio en el Distrito Centro, pregunta y lo hacen pasar. Sube corriendo los tres pisos y tras tocar una puerta, otra mujer vestida en una bata de baño le abre.

“Buenas noches, Leo. Pensé que ya no llegarías”.

“Perdona la hora; no podía faltar”.

La mujer lo hace pasar hacia una sala abigarrada con cuadros andinos y muebles de madera, muchos espejos y cristales en los que un elefante habría recibido un Premio Nóbel por ejecutar El Lagho de los Cisnes por no romper nada.

“Lo importante es que llegaste”, dice ella, quitándose la prenda y quedando completamente desnuda.

En cuestión de segundos, Leandro vuelve a quedarse como vino al mundo, le hace el amor allí sobre el sofá. Total, esa mujer vive sola. Besos, caricias, sudor, un rápido ascenso, una larga meseta, un fin que el muchacho ya ni se esfuerza en retrasar pero que ella lo siente hasta tres veces en solo veinticinco minutos. La alarma del celular de Leandro marca el fin de la sesión de una hora que, en realidad, toma cuarenta y cinco minutos.

“¿Mensaje?”, alcanza a decir la mujer aún extasiada.

“Sí”, miente Leandro. “Seguro, mi casa”.

La mujer reacciona:

“¿Adela está sola?”

“Ehh, no, la dejé con alguien”.

Leandro sigue desnudo acostado sobre la mujer tratando de desenlazarse.

“Recuerda que ella necesita cuidado, Leo”.

“Lo se, y se lo doy pero tampoco trato de invadir su espacio”.

“Pero me preocupa que no estés cerca. ¿Qué tal si le pasa algo?”

“Me avisarán de inmediato”.

“Pero estás lejos… como a media hora de tu casa en bus”.

“Por favor…”

“Leo: no seas terco, mi amor; si Adela viviera aquí, podrías darle calidad de vida”.

“¿Qué tratas de decir?”

“Que sientes cabeza”.

Ahora el chico tiene una buena justificación para levantarse de allí, ponerse de pie y quitarse el preservativo:

“Apenas tengo diecinueve”.

La mujer se pone de pie y lo abraza por la espalda:

“Perdona, yo no quise…”



Tras ducharse, Leandro nota que la mujer se ha puesto de nuevo la bata de baño y está sentada en una esquina del sofá que unos diez minutos antes era el mejor lecho de pasión… que ella hubiese podido brindar. Coge su mochila y saca una camiseta.

“No debí decirte eso, perdóname”.

“Tranquila… Yo entiendo tu punto, pero… no es mi plan ahora. Si todo sale bien, conseguiré algo mejor y te prometo que ahora sí te pagaremos las consultas con dinero y no así”.

“Leo, yo no te estoy pidiendo que me pagues con dinero”.

Leandro siente perder terreno por esa reacción torpe:

“Tampoco me parece justo que no ganes nada”, trata de enmendar.

“Mientras Adela se tome su medicina y venga a sus controles mensuales, yo me daré por satisfecha”.

Leandro termina de arreglar su mochila.

“Claro, doctora Barreto. Lo tengo bien claro”.

La ginecóloga se acerca y estampa un beso en la boca a su amante.

“Tampoco te vayas así”, le ruega dulcemente.

“No estoy molesto”, sonríe el semental. “El molesto es… ¡el monstruo Leandrooo!”, juega el chico, transfigurando su voz, y generando una risa en la chica que termina de derretir cualquier indicio de hielo con escarcha.


 

  

El precio de Leandro 3.5: Un adonis sin leotardo


Un minuto después llega al piso diez, y al abrirse la puerta lo espera un pasillo pequeño decorado con una pintura en la que se aprecia un arreglo floral inyectado en rojo y rosa, algo de verde, tonos pastel, un marco blanco que casi se mimetiza contra la pared blanca. No tiene los conocimientos en apreciación del arte para interpretar si es signo de buen gusto, pero recuerda que un motivo pictórico similar estaba en el cuadro de la sala de reunión, la tarde anterior, y en el departamento de la novia, el último domingo. Hay una puerta justo a la derecha pero la ignora; avanza a la que está más al fondo, del lado izquierdo. Llega y toca el timbre: una hermosa chica, una de las que estuvo en la reunión de la tarde anterior, lo recibe con una sonrisa.

“Adelante, por favor”, lo invita. “Darío sale ahorita”.

Al ingresar, el muchacho sigue intrigado por el blanco de las paredes y los cuadros con flores, aunque ahora se agrega un nuevo detalle, muebles tan hinchados como edemas púrpura marcados con detalles cromados.

“Toma asiento”, vuelve a invitar la chica. “¿Quieres tomar algo?”

“No, gracias”, despierta Leandro.

La chica se despide y sale del penthouse. Una vez solo, Leandro no resiste la tentación de alzar el cuello tanto como puede para examinar todo el espacio. Estaba en eso cuando un joven tan alto como él, esbelto como él solo, vestido en un leotardo negro de licra y zapatillas, aparece y lo saluda. Leandro no puede cerrar la boca de la impresión: los ojos de Darío revelan afabilidad y belleza haciendo juego con su cabello medianamente recortado, que luce su forma crespa.

“¿Listo?”, sonríe el modelo de los modelos.

 


Avanzan un pequeño pasillo e ingresan a un enorme salón que tiene las paredes llenas de espejos, unas cuatro máquinas de gimnasio colocadas junto a las paredes, y al fondo un espacio vacío con una puerta en la esquina.

“¿Vamos a ensayar así?”, curiosea Darío.

“No. ¿Va a venir alguien más?”

“Invité a otro chico, pero no me ha confirmado; sin embargo, no pienso esperarlo. Mejor comenzamos”.

Leandro entonces se baja la cremallera de su chaqueta de entrenamiento y la pone dentro de su mochila y se afloja la pantaloneta de su pantalón de entrenamiento.

“Ah, si quieres puedes cambiarte acá adentro”, le observa Darío.

“No, ya estoy acostumbrado”, aclara Leandro, quien se queda solo en una camiseta entallada manga cero y una pantaloneta de licra, manga corta, y que le marca sus poderosas piernas y trasero, además del paquete.

 


De inmediato los dos jóvenes se colocan uno al lado del otro frente al espejo. Darío prende el ‘funk’ que deben ensayar y enseña los pasos. Desde la primera toma, el futbolista los repite casi a la perfección. Cinco tomas después, todo está debidamente sincronizado entre ambos. Darío, sorprendido, choca sus manos con las de Leandro.

“¿Dónde aprendiste a bailar tan bien?”

“De toda mi vida”, sonríe el futbolista. “¿Y tú?”

“Estudié danza clásica y moderna; claro que a mi padre eso no le hizo ninguna gracia, pero me las ingenié”.

“¿Típico padre machista?”

Darío asiente:

“Mamá me apañaba y le hicimos creer a mi viejo que mis músculos eran porque me había metido a nadar; la huevada fue que cuando quiso ir a una de mis competencias, tuvimos que pagarle a un maestro para que me metiera a una”.

“¿Se la creyó?”

“Nunca lo supimos; estaba algo ebrio, así que ni siquiera se percató que llegué penúltimo”.

“Un caso fue tu papá, Darío”.

“¿El tuyo no lo fue, Leandro?”

“No”, se ensombrece el futbolista por un momento. “Ni siquiera se preocupó por mí. Apenas si pasaba la mensualidad, pero como si no lo hubiese tenido”.

“Perdona”, se excusa Darío.

“Tranquilo”, alivia Leandro. “Ya lo asumí tanto que no me duele”.

Ambos jóvenes se quedan en silencio mirando al suelo de parquet.

“¿Limón, fresa o maracuyá?”, reacciona el anfitrión.

“¿Cómo?”, se extraña Leandro.

“Tu rehidratante”.

“Maracuyá”, ironiza Leandro. “Dicen que soy ácido”.

Darío se carcajea sin entender cómo es que, de pronto, siente una conexión inmediata con el recién llegado.

 


Otros cinco ensayos después, Leandro termina sudado aunque no cansado. Darío lo lleva a una habitación, quizás de huéspedes, para que tome una ducha. Bajo el agua tibia y aspirando el aroma de un fragante jabón, repasa su plan. Hasta ahora todo parece ir bien, quizá mejor de lo esperado. Está allí, en la misma casa del modelo más cotizado del país, bailando con él, conversando con él, verificando que cada detalle se presenta tal como le había sido advertido. Súbitamente, la mampara de vidrio que funciona como cortina se abre. Leandro se asusta.

“¿Qué tal el agua?”

Darío ingresa, completamente desnudo, confirmando la perfección que ya se evidenciaba bajo el leotardo mojado en sudor que, a pesar del color negro, no disimuló nada, ni siquiera la inexistencia de alguna ropa interior.

“Rica”, responde Leandro con la mayor naturalidad que le es posible.

“¿Puedo bañarme contigo?”

“Claro”.

Darío se coloca bajo la ducha y deja que el agua recorra todo su cuerpo en el que parece no existir un solo vello corporal. Se unta el jabón primero en las manos y luego se lo pasa por toda la piel.

“¿Y cuáles son tus objetivos, Leandro?”

“Seguir dándole al fútbol, darle mejor vida a mamá, y ser uno de los mejores modelos del país”.

“¿Te dará tiempo para todo?”

“Por ahora le estoy dando duro al fútbol porque es lo que nos da de comer”, acota Leandro.

“Lástima que no me guste el fútbol; de lo contrario sería uno de tus hinchas”.

“Yo sí he seguido casi toda tu carrera, Darío”.

“¿en serio?”

“Totalmente en serio. Tengo algunos recortes y en varios apareces tú”.

Darío sonríe mientras se sigue untando el jabón.

“¿Esperas que te ayude a ser un gran modelo?”, lanza el dardo, con una mirada algo seductora.

“Lo dejo a tu voluntad, Darío”.

Entonces, la mano del dueño de casa se posa en el pectoral de Leandro y comienza a masajearlo incidiendo en la tetilla, cuyo pezón se pone duro en cuestión de segundos.

“Estás en forma”, califica el dueño de casa. ¿Qué tal si pone sus dos manos en ese cuerpo marcado? Leandro no dice nada, solo comienza a sonreír.

“Sí me gustaría ayudarte”, dice al fin Darío. “No eres como los demás”.

Sus manos ahora soban ambas caderas a Leandro, y decide dar una movida más: acercar todo su cuerpo y pegarlo al del otro muchacho.

“Enjuaguémonos”, le dice al oído, casi besándole el cuello.

“Se te está parando, Darío”.

“¿Te incomoda?”

“No sé”, responde Leandro tímidamente. “No sé… si es correcto”.

“A ti también se te está parando”.

Leandro se deshace amablemente del contacto y se pone bajo la lluvia para enjuagarse y para ver si el agua fría también se lleva la excitación sexual que comienza a delatarlo.

“Tranquilo que el viernes estaré a las siete, como nos citaste”, apacigua Leandro. Al finalizar, abre la mampara, busca la toalla y sale un poco para secarse. Al concluir, deja a Darío con el jabón comenzando a secarse sobre la piel.

  

El precio de Leandro 3.4: Una paciente, una clienta


La consulta de Adela tiene algún progreso, aunque no tan notable como la doctora Barreto querría. Cuando la paciente está vestida otra vez, se sienta frente a la profesional.

“¿Estás tomando tu medicamento, Adela?”

“Sí, doctora, pero luego que tomo el de la noche siento mucho sueño”.

Barreto revisa la historia:

“Te voy a pedir algunos análisis, solo para verificar algunas cosas; nada de qué preocuparnos por ahora”.

Adela asiente mientras ve cómo le escriben la receta.

“¿Tu hijo te sigue apoyando, Adela?”

“Sí”, sonríe la madre. “Ese muchacho está pendiente de mí todo el tiempo”.

“Excelente”, califica la ginecóloga mientras termina de escribir la receta.

“Doctora… ¿cuánto le debemos”

“Ehhh, Adela, ehhh, yo… yo me arreglo con Leandro, tú tranquila”, sonríe Barreto.

Adela prefiere no seguir preguntando, tampoco quiere imaginar lo que está imaginando.

 


Esa tarde, Leandro regresa a la Torre Echenique, pero esta vez solo. Apenas se abre la puerta del ascensor…

“¡Hola Leandro!”

… Desde el estacionamiento del sótano sube la novia para la que había modelado el domingo vestido como el novio que nunca querría ser y a la que había satisfecho no solo mostrándose desnudo, en su departamento, sino acostándose con ella a vista y placer de su novio de verdad. Leandro traga saliva.

“¿Qué pasó?”, pregunta la chica.

“Nada, venía a… venía a ver a alguien”.

“¿Será a mí?”

“Ehhh, si quieres, puedo pasar, pero sería más tarde… tú sabes, tengo una diligencia…”

La novia se sonríe al escuchar las justificaciones de Leandro, así que decide cortarlas robándole un beso y apretando con cuidado el paquete bajo la ropa deportiva.

“Yo te espero igual”, le susurra.

En ese momento, se abre la puerta del ascensor, y Leandro siente como si el aparato se hubiera descolgado al vacío. Para su buena suerte, es solo el pasillo vacío. Quizás alguien que pidió el aparato y se cansó de esperarlo.

 

    

El precio de Leandro 3.3: El monstruo


A continuación todos y todas se sientan en una mesa larga encabezada por una pizarra blanca acrílica donde Darío dibuja unos diagramas:

“Ésta será el área Vip, y ésta otra será el área Platinum”, expone. “Su trabajo será atender a quienes asistan a cada área y evitar que uno se cuele en el área que no le corresponde, y en ese sentido vamos a trabajar coordinados con toda la seguridad que se ha dispuesto para el evento. ¿Preguntas?”

Uno de los chicos alza la mano:

“¿Cuándo saldrá el pago?”

El resto sonríe y ríe muy calladamente. Darío también sonríe:

“Sábado desde las diez de la mañana pueden recoger sus cheques aquí mismo. ¿Otra pregunta?”

“¿Habrá coreografía, Darío?”, alza la mano otra chica.

“La verdad no habíamos pensado en eso”, resopla el modelo. “Pero deberíamos por precaución, y en ese sentido, yo sé qué chicas bailan, pero aquí no conozco a chicos que bailen”.

“¡Yo bailo!”, eleva la mano Leandro, ante la atónita mirada de Cintia.

 


A la mañana siguiente, Adela va a su consulta mensual donde la doctora Barreto, una ginecóloga de treinta y pocos años que abrió hace algún tiempo un espacio lindo en el centro de la ciudad. Aquí es más acogedor, menos frío que el hospital público donde la profesional también atiende. Leandro está al costado de Adela con los ojos puestos en un afiche mostrando una familia feliz, pero su mirada no la contempla, está haciendo números. Si el joven es rápido con las piernas, lo es tanto con el cálculo mental. Hasta donde van los gastos ese mes, existe un sobrante que podría servir para…

“Leíto, ¿estás bien?”

El muchacho corta la meditación.

“Sí, má. ¿Por qué?”

“Estás como ido, hijito”.

“Nada, mamita; solo me aburre… esperar”, sonríe mintiendo él.

“Serán unos minutos más que nos toque esperar… No puedo decir lo mismo de Cintia, hijito”.

Leandro mueve la cabeza como si se acabara de despertar. ¿Qué está tratando de decir su progenitora?

“No me mires así, Leíto. Esa chica te hace muchísimos favores, pero tú pareces no darte cuenta que lo hace porque está embobada por ti”.

“Ay, má. Cintia es solo una amiga. No la veo como mujer… quiero decir, es una mujer, y linda, pero no la veo como enamorada, ni pareja, ni nada de eso”.

“Entonces, te aprovechas de su buena voluntad, hijo”.

“Mamá, Cintia nunca me dice que no, y somos amigos…”

“No creo que ella solo quiera ser tu amiga, hijo; y parece que tú te has dado cuenta”, asevera Adela. “Yo no crié un hijo así”.

Leandro decide refugiarse en su sentido del humor:

“Es que no soy tu hijo, Leandro”, dice el chico con solemnidad.

“¿Entonces?”

“Soy el monstruo Leandro”, juega el joven, exagerando su voz ronca y alzando las manos como un enajenado. Adela ríe, y justo en ese momento se abre la puerta: es la doctora Barreto.

“¡Hola, Adela!”

“Hola, doctora”.

“Hola, Leandro”

“No soy Leandro”, juega el cuasitransfigurado futbolista. “soy el monstruo Leandro”.

“Bueno, señor monstruo Leandro”, dice la ginecóloga conteniendo la risa. ¿Me permite examinar a su señora madre?”

“Síiii”, dice el chico metido en su improvisado personaje.

  

El precio de Leandro 3.2: Tras Darío Echenique


Cuando Leandro baja del segundo piso tras una ducha rápida, Rico está revisando las fotografías en una laptop aparecida quién sabe de dónde:

“salieron chéveres”, califica mostrándolas.

“Oe, ¿y… qué posibilidades hay de trabajar paraRoberth Peña?”

“Todas”, sonríe Rico. “Pero, primero hay que convencerlo de que tienes potencial, y sí lo tienes: tengo estas fotos más las de tu ‘book’”.

“¿También le mostrarás las fotos ‘malcriadas’?”

“¡Por supuesto! Roberth es super mente abierta… Aunqe, ahora que sé que le entras, se me ocurre una idea más eficaz”.

 


Y el resultado  apenas si tarda una hora en producirse. Mientras Adela, Leandro y Rico almuerzan en la casa de los dos primeros, el celular del ahora visitante suena. Disculpándose, se para y va a un lado: es un mensaje instantáneo. Tras leerlo, gira sobre sus talones y sonríe a Leandro.

 


Al día siguiente, Cintia y el futbolista suben juntos tres de los diez pisos de la Torre Echenique.

“¿Estás seguro que es aquí? No veo signos de reunión”, reclama la muchahcha.

“Confía en mí”, trata de tranquilizarla.

“En ti sí confío, Leandro; en quien no confío es en ese Rico. Ni siquiera nos ha acompañado”.

“Trabaja en su taxi, ¿recuerdas?”

Llegan a la puerta marcada con el tres cero cinco. Cintia toca el timbre. Luce cara de pocos amigos. Esperan unos segundos, cuando una hermosa chica sale y abre para atenderles.

“Somos Cintia Chávez y Leandro Pérez”, explica la moza, seria.

La chica que los atiende se mete de nuevo y sale medio minuto después con papeles sujetos a una base de acrílico blanco. Parece buscar en una lista.

“Chávez… Pérez… ¡Sí! Pasen, por favor”.

Ingresan a una sala donde hay al menos una docena de chicos y chicas, cada cual más apuesto, más bella, una oda a la esbeltez. Leandro y Cintia parecen estar soñando, especialmente Leandro. En medio de tanta beldad y casi perfección que solo habían visto en avisos publicitarios y catálogos de perfumes o ropa, al fondo, está Darío Echenique, cabello castaño oscuro algo largo, rostro de ángel, labios naturalmente carnosos, cuerpo atlético como extraído de libro de arte, vestido en una sencilla camiseta y un jean delgado, ambas prendas algo ceñidas. No solo es el modelo más importante del país, sino uno de los herederos de una de las familias con mayor poder, cuyas unidades de negocio van desde los bienes raíces, las minas de cobre y oro, y algunas franquicias exclusivas. Está dirigiendo algo, pues señala a un grupo de dos chicos que lo escuchan con atención, aunque en realidad todo el mundo está atento de reojo a lo que Darío pudiera decir: con todo el poder que representa, lo peor que puede hacer alguien que tiene uno de los trabajos más eventuales del mundo es contradecirlo.

 


Una chica se acerca a Cintia:

“¿Van a participar en la presentación?”

“Sí”, responde la recién llegada, algo dubitativa.

“¿estudias, trabajas?”, arma conversación aquella muchacha.

“Estudio secretariado”, responde Cintia con mucha actitud. “¿Y tú?”

“Economía, pero este ciclo sí que ha estado fatal”, le confiesa como si se tratara de una amiga de años. “A ver si esta activación me permite pagar unas deudas”.

Leandro sigue absorto en Darío, tratando de buscarle la mirada, cuando siente un codazo. Reacciona.

“Te están preguntando si estudias”, indica Cintia.

“No”, responde Leandro, algo anonadado. “Soy futbolista”.

  

El precio de Leandro 3.1: Un casting porno gay


Ese martes, Rico recoge a Leandro al finalizar el entrenamiento en el Estadio Municipal, y en lugar de llevarlo para su casa en el norte de la ciudad, lo lleva hacia el centro sur, muy cerca de la casa de novios y la Torre Echenique, la que se divisa algunas cuadras en dirección al mar. Se estacionan en una quinta, y tras pasar el portón de metal sin tanto enlucido, llegan a una de las viviendas de dos pisos pintada en blanco casi impecable. Adentro, el color es el mismo, solo que apenas si hay un sofá cubierto por un trapo como toda mueblería, una cortina blanca traslúcida que da una hermosa iluminación difusa, sin muchas sombras, una especie de gran dintel que separa lo que debería ser el comedor, y una puerta al fondo que lleva a la cocina y otra a a la derecha que lleva a las escaleras del segundo piso, a las que se puede acceder también por la mampara enorme en lo que debería ser la sala. Rico quita el trapo del sofá e invita a que Leandro tome asiento.

“¿Cómo conseguiste esto?”, pregunta el futbolista, quien no ha cerrado la boca desde que ingresó.

“Contactos”, responde lacónicamente el nuevo amigo, con una enorme sonrisa que agranda más su boca de labios carnosos.

Leandro toma su mochila y saca algo: un sobre manila que alcanza a Rico, quien, al abrirlo, sonríe entrañablemente.

“¡La ampliaste!”, exclama al ver que se trata de su foto en la computadora pero esta vez en un papel brillante de veinte por treinta. “Ni siquiera tengo el original de esta foto”.

“Claro que al diseñador le costó trabajo recuperarle la nitidez, pero quedó bien”, explica Leandro también entre sonrisas.

“Qué va, chico. Quedó estupenda”.

“Entonces, cuéntame de tu proyecto aquí, porque me dijiste que solo me lo contarías cuando llegásemos”.

Rico coloca el sobre en una caja de cartón que está pegada a una de las paredes y se sienta junto a Leandro.

“Quiero montar aquí un pequeño estudio para hacer fotos y videos”, le confiesa al fin eltaxista.

“Suena bien”, vuelve a sonreír Leandro. “¿Y ya tienes clientes?”

“Más o menos… ¿Cuánto ganas al mes por modelar y patear pelota, Leandro?”

“Veamos…. Setecientos un mes malo… Hasta mil doscientos un mes bueno. ¿Tú?”

“en el taxi me saco como cien diarios”.

“¡Oe, no está mal!”

“Pero lo reparto en tercios, Leandro: un tercio pa’ mi familia en mi país, un tercio pa’ ahorro, un tercio pa’ mis gastos”.

“Igual, Rico, eso es mil líquidos solo para ti; yo tengo que repartirlos en todo”.

“Lo sé, Leandro. Pero da la casualidad que hay un trabajo donde puedes sacarte dos mil quinientos en dos días, y eso para empezar”.

“¿A quién hay que matar?”, bromea Leandro.

Rico sonríe:

“A nadie; mas bien, posar desnudo y erecto”.

Leandro se queda en silencio por unos segundos.

“Perdona”, le aclara Rico, creyendo haber estropeado el momento.

“NO… para nada”, reacciona al fin su invitado. “¿Dos mil quinientos por posar calato y al palo?”

“Y pajeándose hasta acabar”, añade Rico. “Cuatro sesiones de hora y media a dos horas, hasta tres, durante dos días”.

Leandro no tiene que hacer mucha matemática para entender que en cuarenta y ocho horas puede sacar el equivalente  a tres meses de trabajo si las cosas van mal, o dos si todo va bien; y aún queda un sobrante.

“¿Pero y esas fotos dónde se van a ver, Rico?”

“El contrato dice en los Estados Unidos; pero ya sabes cómo es Internet: se filtrarán como les ocurrió a esos culturistas de acá”.

Leandro recuerda vagamente que ocho años atrás, un programa de espectáculos por televisión, chismes de farándula mas bien, sacó un informe donde revelaba que varios musculosos habían posado como Rico propone, y las imágenes terminaron filtrándose. Aunque no lo confiesa, él sabe que incluso, a pesar de una guerra por los derechos de autor, los videos de cuarenta minutos en promedio están subidos por usuarios privados. Piensa en cuál sería la reacción de su madre (la vieja se infartaría sí o sí, reflexiona), qué pasaría en su equipo, qué pasaría con sus aspiraciones:

“¿Y qué hay que hacer para chambear en eso?”

“Hacer una pequeña sesión de prueba”, replica Rico.

En cuestión de minutos, se organiza una en esa sala. El taxista saca una cámara fotográfica semiprofesional (ante la sorpresa de Leandro) de la caja de cartón y se dispone del espacio entre la sala vacía y el comedor también vacío. Leandro deja la mochila en el sofá y toma su marca. Lo mismo Rico, quien durante los próximos minutos comenzará a dar órdenes a su modelo, como los grandes fotógrafos profesionales:

“Manos a la cintura… así, sonrisa… pie izquierdo algo más adelante, no tanto, ¡ahí!”

Y conforme la sesión avanza, Leandro va perdiendo cada una de sus prendas hasta quedar como Dios lo trajo al mundo.

“eso, aprieta el culo… bien”, ordena Rico. “Gira… Acaríciate… Mano al huevo… eso… Masajéatelo”.

Leandro comienza a masturbarse, pero parece no conseguir el resultado que Rico espera:

“¿Demora en ponerse duro?”, consulta el fotógrafo ad-hoc.

“Lo que pasa es que no hay mucha estimulación”, sonríe Leandro pendejamente.

“Te pongo una porno”.

“No, eso no hace mucho efecto… Si hubiese alguien que…. La chupe”.

Rico ahora ssonríe pendejamente:

“¿Y cómo debe ser ese ‘alguien’?”

“Alguien que la sepa chupar”, guiña un ojo el modelo desnudo.

Un par de minutos después, Rico está arrodillado ante el cuerpo del adonis al natural practicándole sexo oral.

“¿Por qué no te quitas la ropa?”, suspira Leandro.

Rico accede, y si su trasero es motivo de alabanza pública, el de su nuevo amigo no se queda atrás: ahora sí, su erección es plena. Rico toma más fotos hasta que Leandro siente el cosquilleo que anuncia el orgasmo:

“Las voy a dar”.

“Aguarda”, pide Rico, quien apaga la cámara, la pone en el cajón de cartón, se acerca al otro muchacho, lo abraza frontalmente apretando su excitación contra la otra, y comienza a besarlo en la boca. Aunque no se tienen más imágenes, la sesión finaliza con ambos haciendo el amor tiernamente sobre el sofá.

  

domingo, 28 de agosto de 2022

Otra fantasía gay con Fernando Carrillo

Este actor venezolano, al margen de si lo deseas o no, bien puede anotarse un récord: ser el objeto de deseo masculino que no ha perdido vigencia por más de 30 años.


Dicen que el buen vino es más rico cuanto más añejo, y parece que eso también sucede con el actor venezolano Fernando Carrillo (Caracas, 6 de enero de 1966) , quien con los años no se desluce sino todo lo contrario: además de su hermoso rostro, ese esculpido cuerpo en el que destacan esos increíbles abdominales y ese glorioso culo, lo hacen absolutamente irresistible.

El gran aporte de Fernando Carrillo a la comunidad gay y bi de Latinoamérica es haber sido uno de los protagonistas de sus más húmedas y pegajosas fantasías  por más de tres décadas desde que apareció en las pantallas de su país hasta que poco a poco se hizo más internacional, especialmente cuando llegó a radicarse en México.

Cómo olvidarlo cuando  lucía su cuerpo apenas cubierto con una tanga que solo consiguió parar penes y salivar a los amantes del beso negro, o más aún verlo en aquella emblemática foto filtrada de cuando grababa un duchazo totalmente desnudo. ¿Por Dios! ¿Qué jugosa retaguardia!


Pero si hablamos de fantasías eróticas con el buen Fer, ¿a cuáles nos referimos? Pensemos en su actitud de galán caballero e impetuoso a la vez, todo un monumento de carne al deseo sexual más cachondo. Así que desde Hunks of Piura  se nos ha ocurrido algo.

Como a Carrillo le encanta la vida en el campo, imagina que lo llevas a una cabaña para que descanse y lo acuestas en una cama muy cómoda. El actor se va quitando la ropa con esa sensualidad natural que lo caracteriza y una vez que está bien desnudo se echa boca arriba sobre el lecho.

Lo que Fernando ignora es que en las cuatro esquinas de la cama hay suaves cuerdas que nos servirán para atarle ambas manos y ambos pies. Ya bien sujeto, tú te desnudas por completo, tomas una pluma y comienzas a pasearla por toda su hermosa anatomía hasta detenerte en su bien cincelado abdomen. Paseas la pluma de lado a lado mientras él gime y pide que te detengas, pero tú no le harás caso.

entonces, te sientas sobre su pene semi-erecto, y con un suave masaje de tu raja del culo comenzarás a ponérselo duro y palpitante. Cuando lo consigas, sin dejar de pasear la pluma, te reclinarás hasta que le chupes y lamas sus tetillas. Él te pedirá que pares, que ya no más. Tú continuarás. No olvides seguir moviendo tu culo sobre su pene ahora ya erecto del todo. El actor jadeará y gemirá de placer, ya sin articular más palabra.

En ese momento dejas de besarle las tetillas y sin dejar de pasarle la pluma por el abdomen, le mamas bien su verga y le lames sus huevos con ahínco. Usa los dedos de tu otra mano para masajearle el ano gentilmente aprovechando que está amarrado con las piernas abiertas.

Entonces, te incorporarás, volverás a sentarte sobre su verga  y aumentarás elmovimiento de tu culo mientras sigues trabajándole el abdomen con la pluma, y te moverás tanto hasta que sientas que su semen fluye caliente entre tu ano y su pubis. Será el turno para que tú tomes tu verga y te la frotes hasta que tu leche se dispare sobre su abdomen esculpido como tabla de lavar.

Como acto final, te volverás a inclinar a lamer y tragar tu propio esperma… y el suyo, si es posible. Esa es nuestra fantasía. ¿Cuál es la tuya? Cuéntala en la caja de comentarios aquí debajo. Y si no te gusta Carrillo, dinos a quién y qué le harías. ¡Nunca dejemos de fantasear!

Mira también actorvenezolano, fantasía gay y actor desnudo.


sábado, 27 de agosto de 2022

ASS (43): Trío dominical tras la ducha

Luego de un trío con Sandro, Bartolo pide a Marcano que haga algo por Edú.



Hacia las 5 de la tarde, Marcano abre la puerta de la pensión donde vive en San Sebastián. Mientras sube las escaleras, va imaginando mentalmente que las buenas noticias no podían llegar en mejor momento. De la nada, hay 3000 dólares en su cuenta bancaria, y solo en una semana. Desde que llegó al Perú escapando de la crisis en Venezuela nunca había visto cuatro dígitos en su estado.

“Hola, chamo”, le saluda una voz medio aflautada. Marcano gira: es Sandro.

“Qué haces, vale”.

“¿qué haces tú más bien? Te desapareciste desde ayer por la tarde. ¿Dónde has estado?”

“Trabajando”, dice sseguro y sonriente el venezolano fortachón.

“Luces cansado… ¿no querrás tomar una ducha?”

La puerta de la calle suena. Ambos varones giran a ver de quién se trata: Bartolo va subiendo las escaleras.

“Hola gente. ¿Qué dicen?”

“Nada, Bartolito, que Marcano dice que sería una buena idea si compartimos una buena ducha vespertina”.

El aludido se sorprende; Bartolo sonríe.

Diez minutos después, Sandro, Bartolo y Marcano entran como pueden en el estrecho espacio. Rozarse es inevitable. El anfitrión se termina poniendo al centro como si fuera la carne del sánguche. El jabón da el argumento perfecto para que los tres se acaricien el cuerpo. Los besos no tardan en llegar.

Sobre la cama, el trío comienza a orquestarse. Sandro y Bartolo comparten mamar los 21 centímetros de verga que se maneja Marcano, aunque Bartolo aprovecha y acaricia la lampiña, redonda y dura nalga del venezolano, y uno de sus dedos explora sin roche por la raja hasta meterse al medio.

“¿A quién me cacho primero?”, consulta el caribeño musculoso usando la típica jerga criolla peruana.

“¿Podrán cacharme los dos a mí?”, invita Sandro muy coquetamente.

Bartolo es el primero en ponerse un condón y meter su pene dentro del ano del dueño del cuarto mientras éste continúa chupando el gran falo de Marcano. Como activo, el fisioterapeuta profesional tiende a ser más acompasado, no tan rudo. Por experiencia sabe de más que meter un pedazo duro de carne en el esfínter tan delicado puede no ser placentero si se hace bruscamente.

“embadúrnate de lubricante”, le dijo uno de sus maestros del instituto superior tecnológico la primera noche que probó a ser gay activo a cambio de mejorar la nota en un parcial. “Métela despacio… disfrutando”. Desde entonces, nunca ha dejado de aplicar tal consejo.

El asunto es que el ano de Sandro ya está bien usado, así que meter y sacar, bombear y parar, es casi pan comido.

Bartolo demora unos diez minutos en el baile pélvico hasta que eyacula dentro del condón. Mira a Marcano.

“Ponte más lubricante”, aconseja.

Mientras el musculoso se pone el forro y unta casi todo el cojincito, Sandro aprovecha para cambiar de postura. Se acuesta boca arriba y levanta sus piernas mostrando su agujero rectal ya dilatado.

Marcano va metiendo centímetro por centímetro, con sumo cuidado, mirando más la cara del pasivo que su miembro ingresando. Sandro trata de aguantar el escozor, así que el potro procura ser lo más gentil que su anatomía le permite.

“Acuéstate encima mío y hazme tuyo”, pide el anfitrión, sin embargo.

Marcano accede.

Sentado en un mueble al lado de la cama, Bartolo mira la escena como si se tratase de una película porno en 3D. Y de hecho lo es porque su amigo ahora va camino a ser la estrella del video adulto gay que alguna vez soñó ser.

“qué rico”, no deja de decir Sandro.

Marcano sigue moviéndose más por compromiso que por afán de conseguir placer; entonces, agarra el pene del pasivo y lo comienza a masturbar.

“¿Qué haces, papi?”

“Goza, vale”.

El miembro se pone duro debido a la estimulación. Sandro no puede más y se vacía en su propio abdomen.

“Eso fue trampa”, sonríe. “No vale”.

“Ah, no tengo la culpa que no sepas aguantarte”, sonríe el venezolano.

Ya de noche, en el cuarto de Bartolo, Marcano termina de desnudarse para compartir la cama con su amigo:

“¿Qué es eso que querías conversar conmigo, vale?”

“es sobre Edú, Marcano. Tú sabes que es seropositivo”.

“¿Sero qué…?”, trata de disimular el aludido.

“Él me contó lo de la prueba en Piura”.

Marcano comprende que Bartolo no  está sonsacándolo:

“¿Qué pasa con edú?”

“Necesito tu ayuda… él tiene que meterse a tratamiento ya”.

Y para terminar,un video porno gay.


jueves, 25 de agosto de 2022

Ser Rafael 3.5: La pinga del Tuco


Casi a las tres de la mañana, el envase se terminó al fin.

Mi cabeza estaba apoyada en el hombro de Josué, pero dando vueltas.

“¿Quieres que te deje durmiendo, Rafo?”

“No te vayas. Es tardísimo. ¿Por qué no te quedas a jatear acá?”

“¿En el sofá?”

“No. En mi cuarto”.

“¡Vamos?”

Nos levantamos tambaleando. Apagué las luces de la sala. Nos abrazamos y nos fuimos al dormitorio.

Senté a Josué en mi cama. Busqué en mi armario y saqué una sábana. También rescaté un cojín, y abrí la puerta.

“Buenas noches, Tuco. Que descanses”.

“¿A dónde mierda crees que vas?”

“A la sala. Dormiré en el sofá”.

Josué se levantó, me quitó la sábana y el cojín, me tomó de las muñecas, y me sentó a su lado.

“Compartamos la cama”.

Lo miré, sonreí levemente.

“No te quejes si te pateo”.

Cada quien se desvistió hasta quedarse en ropa interior. Yo en bóxer; él en bikini. Apagué la luz.

Al colocarme en mi mitad de la cama, fue difícil evitar el roce con su suave piel.

Estábamos frente a frente.

“Josué, gracias por escucharme”.

“No tienes por qué”.

Así acostados, nos abrazamos fuertemente. Nos quedamos dormidos.

Pasadas las seis, me desperté con la necesidad de orinar.

Mientras regresaba a la consciencia, sentí un bulto duro rozando mi bulto duro.

Me deshice del abrazo remanente de la madrugada para no despertarlo. Bajé sigilosamente de ahí.

Cuando regresé del baño, lo vi acostado, con su cuerpo esculpido y su miembro erecto intentando escapar de su calzoncillo.

La imagen me dio ganas de muchas cosas…

Por eso, agarré mi sábana, mi cojín y mi celular. Fui al sofá de mi sala a terminar de dormir.

    

Ser Rafael 3.4: ¿Por qué nos besamos?


Era la una y media de la mañana del nuevo día.

Josué y yo seguíamos conversando sentados sobre la alfombra en medio de los modulares, mientras jugábamos una inesperada partida de ludo… que él me ganó.

Fue la hora de descorchar el capulí.

“Uhhhh. Ligas mayores”, celebró Josué.

Serví las dos copas. Las chocamos. Era el vigésimo, o cuál sé yo, salud que dimos. Pensaba pasarla bien, pero no tanto.

“¿Qué estará haciendo Laura ahorita?”

“No sé, Tuco. Fácil que jateando”.

“No la llamarás?”

“¿Para qué? Que me llame ella, si quiere. La que casi caga todo fue ella. Por un pelito, no me botan de la chamba”.

Josué movió la cabeza. Yo lo miré y sonreí.

“Ya deja de pensar en Laura, carajo. Voy a ponerme celoso”.

“¿De que la menciono?”

“No, huevón. De que no quieras estar conmigo”.

Josué volteó a mirarme. Yo también.

“O no te gusta mi compañía, mi Tuco?”

Josué sonrió.

“Desde el colegio, ¿no, Rafo?”

“Desde el cole… Oe, ¿puedo preguntarte algo?”

“Habla”.

“¿Por qué mierda terminamos chapando durante el viaje de promoción?”

Josué bebió un sorbo del capulí.

“Si mal no recuerdo, fuimos a la disco, tomaste, te pusiste a llorar, te llevé al cuarto del hotel, me dijiste que extrañabas a tu viejo, te consolé, nos abrazamos, y tú comenzaste a besarme”.

“¿Yo? Estás huevón. ¿No fuiste tú?”

“Ya, eso no importa. Pasó y listo: pasó”.

“Hace casi ocho años. Ocho años que salimos del cole”.

Dejamos que la música se apropiara del rango sonoro de mi sala. Vilma Palma e Vampiros derramaba sus ritmos predecibles por los altavoces.

“Mi viejo, ¿no?”

“Ya, Rafo. No pienses en eso”.

Recordé a mi padre fallecido, cómo esa vez, en quinto de media, regresando del colegio, me encontré con mi madre acongojada, mi hermana hecha un mar de lágrimas… y la noticia que jamás pensé recibir: un paro cardiaco se había llevado a ese hombre vital, decidido, comprensivo… mi amigo… Jorge Rafael… Don Coco para el vecindario.

Fue imposible contener los recuerdos y las lágrimas otra vez.

Josué me abrazó fuerte.

Me incliné hacia su regazo.

Lloré amargamente.

La botella de capulí estaba medio llena… ¿o medio vacía? 

Ser rafael 3.3: Fuerza de voluntad


se acabó el trago en su copa y se sirvió una tercera.

“¿Ya tienes una estrategia al respecto?”

“No. Simplemente no fijarme en nadie más”.

“¿Incluso si se te ofrecen?”

“Incluso si se me ofrecen”.

“¡Sea jerma o sea pata?”

“Sea lo que sea”.

Me serví mi tercera copa, y así hasta que se acabó esa botella. Entonces, saqué una de vino tinto que tenía reservada para ocasiones especiales. Bueno, compartir una conversación con tu mejor amigo definitivamente es una ocasión especial, especialmente cuando no lo ves tan seguido.

Viramos de tema. Hablamos de los compañeros de promoción, en qué estaban, qué sabíamos de ellos. Si tu mejor amigo también ha sido tu compañero de clase, ésta es una charla recurrente.

Cuando el licor se agotó, saqué otra botella a medio comenzar. El alcohol ya estaba haciéndome efecto.

“Rafo, y si te reconciliaste, ¿por qué no quedaste con Laura para hoy?”

Le sonreí, con esa carita pícara que siempre uso para desviar el tema.

“¿No te gusta mi compañía?”

Reí.

“Calla, imbécil. Lo que digo es que le debías dar prioridad”.

“Quiero probarme”.

“¿Cómo así?”

“En vez de salir a una disco a ligar, prefiero pasar un sábado por la noche con mi mejor amigo. Y si me dejas solo, debo tener la fuerza de voluntad para irme a jatear y listo”.

“O sea, soy tu policía”.

Josué se carcajeó. Yo serví una nueva copa.

“Deja de decir estupideces, imbécil”, reclamé; luego me reí. “Además, mi Tuco, quería conversar. Esto no lo puedo conversar con nadie. Imagina lo que dirían mis otros patas si saben que tiro con patas”.

“Te dirían mostacero”.

Le tiré un corchazo en la cabeza, y nos reímos juntos.

“Y tú… ¿qué dirías de mí?”

Josué me miró a los ojos, dejó pasar unos segundos.

“No diría nada, huevón. Somos uña y mugre. Sabes que siempre vas a contar conmigo, no importa lo que mierda decidas”.

Sonreí agradecido. Él se levantó y me estrechó en otro abrazo cálido. Nos quedamos así por un buen rato.

“Te quiero, Tuco. Eres lo máximo”.

“Yo te quiero también, Rafo. Yo también, hermano”. 

    

Sí, evidentemente ya estábamos algo embriagados.

    

Ser Rafael 3.2: Un pasado no tan heterosexual


Caté un poco del licor. La verdad es que el sauco es delicioso.

“Porque quiero dejarme de huevadas. Quiero sentar cabeza”. Además, quiero olvidarme de lo otro”.

Josué probó el vino.

“¿Has vuelto a tirar con algún pata?”

“La noche antes de estar con Laura”.

Le conté toda la experiencia con Juan, desde dónde lo encontré hasta la madrugada que pasamos juntos en el Dreams. Josué me miraba sorprendido.

“¿Cómo mierda se te ocurre metérsela a pelo a un huevón que te encuentras en el cine?”

“La arrechura, huevón. Digamos que el patita tenía lo suyo”.

“Ojalá que no tenga nada, como te dijo”.

“Ya ni me lo recuerdes”.

Josué iba por la mitad de su primera copa. Encendí algo de rock noventero.

“Oe, Rafo, ¿has estado más con patas o con jermas?”

“Más con jermas. Casi una por mes. Patas, a veces”.

En efecto, me fui a la cama con el que me hizo la entrevista para entrar al banco y que me sacó la cita disimuladamente cuando tocó mi turno. Antes que él, el instructor de aeróbicos del gimnasio donde voy. Antes, un primo de Laura que vive en los estados Unidos. Antes, un desconocido que me abordó en la playa y que tenía su pareja, y con

quienes terminé haciendo un trío. Antes, un primo mío de la capital, justo después de ingresar a la universidad. Antes, con Josué durante el viaje de promoción de mi colegio.

“¡Aguarda, tío. Ésa no cuenta”.

“¿Por qué no cuenta, Tuco?”

“Estábamos borrachísimos. Además, solo fue un beso”.

“Pero la tenías bien dura…”

“Sí… pero no pasó nada más. No cuenta”.

Bueno, la descartamos. Y la primera vez fue con el capitán del equipo de básquet de mi colegio, quien me enseñó cómo usar un condón cuando tenía escasos 15 años.

Cuando más joven, después de cada encuentro me sentía fatal, sucio: una mierda. ¿Cómo era posible que hiciera esas tonterías si, además, ya tenía una enamorada, o pequeños romances con varias chicas?

Con el tiempo fui superando esa sensación, aunque no la pude erradicar del todo.

“¿Te sientes bisexual, Rafo?”

Ambos íbamos por nuestra segunda copa de vino.

“No lo sé. Lo único que sé es que ya no quiero tirar con ningún hombre. Nunca más. Tampoco quiero serle infiel a Laura con otra mujer”.

Josué sonrió.

“Dependerá de ti”. 

Ser Rafael 3.1: La visita del Tuco


Ese sábado, como quedamos, Josué llegó a mi casa a eso de un cuarto para las diez de la noche.

Nos dimos un abrazo fuerte al saludarnos, como era nuestra costumbre desde el colegio, cuando pensamos que jamás volveríamos a vernos.

Afortunadamente, nos equivocamos

“Estos alfajores son para doña Haydeé”.

“Uy, ya fueron. Mi vieja viajó a visitar a mi tía Lucila”.

“La que vive en no se qué caserío a no se cuántas horas de aquí?”

“Ésa misma. Un tío se enfermó y por eso fue a visitarlo. Y… ¿ésto?”

Josué cargaba en una bolsa plástica dos botellas. Me las dio: una era de vino de sauco y la otra de capulí.

“Toma lo que Huancabamba produce”, me dijo sonriendo.

El vino de sauco es dulce, pasable, como para tomártelo bien conversado. Lo otro. ¡Vaya! Lo otro sí que era un tema mayor. Los frutos de capulí se maceran en aguardiente. El líquido es fuerte, pero lo que te noquea son las bayitas maceradas y empapadas de alcohol.

Descorché el vino, y el capulí lo puse en la refrigeradora.

Como Carmen se había ido a su descanso dominical, la cocina, usualmente su feudo, era totalmente mía, como el resto de la casa.

“Entonces te reconciliaste con Laura”.

Suspiré despreocupadamente.

“Sí… puede decirse que sí”.

“¿Puede decirse?”

“Nuestra relación estará a prueba por un mes. Si salimos vivos y sin rasguños, la seguimos”.

“¿Y… si no?”

“Se va todo a la mierda”.

Serví las dos primeras copas.

“Pero, Rafo, si no estás convencido, ¿por qué seguir?” 

miércoles, 24 de agosto de 2022

El precio de Leandro 2.2: La carpeta de desnudos


Mientras tanto, en casa del muchacho, Adela, su madre, está sentada frente a la computadora de escritorio, uno de los pocos nuevos bienes que ha podido adquirir gracias a las propinas que Leandro ha ido consiguiendo semana a semana. Lo tuvo cuando apenas había cumplido los veinte años, y casi lista para graduarse como secretaria ejecutiva. Su primer y único embarazo no solo lo truncó todo, sino que la dejó crónicamente débil. De hecho, nunca se explicó cómo trajo al mundo a un niño prácticamente inmune, que no se metía en problemas, pero que vivía y moría por el fútbol, mientras ella sacaba fuerzas de donde no tenía porque voluntad sí le sobraba.

“La medición en el grupo de estudio… no dio los resultados supuestos durante la fase de hipótesis. Punto y coma. Al contrario, coma… nos abrieron nuevas preguntas referidas al comportamiento… de consumidores… que detallaremos en el capítulo tres. Punto aparte”.

A su lado está Cintia, quien tras trabajar en la casa de novios, vino tan rápido como pudo para acompañarla.

“No quiero que mi vieja se quede sola tanto tiempo”, le había pedido Leandro.

“¿Y a dónde vas?”, le inquirió ella casi en son de reclamo.

“Tranquila”, se excusó él. “Todo saldrá bien”.

Habían pasado casi cuatro horas desde ese momento.

 


Adela voltea la mirada hacia Cintia y le sonríe:

“¿Te cansaste, hijita?”

“No”, reacciona la chica. “Me distraje. Perdone”.

“Leandro, ¿no?”

Cintia traga saliva., mientras afuera de la casa se oye que un auto se estaciona.

“Bueno,ya habló con él, ya está en camino”.

“Un montón dejas que ese chico abuse de tu confianza”, asevera Adela con mucho cariño.

Cintia se prepara a mentir negándolo todo, cuando la puerta se abre: es Leandro… y un desconocido cargando bolsas llenas de alimentos. Adela y Cintia, como no podía ser de otra manera, se quedan intrigadas.

“Es mi amigo Rico”, explica el futbolista tras dar las buenas noches.

El recién llegado saluda con una caballerosidad que Adela se queda casi avergonzada. ¿Cómo un chico de esa estampa puede pasar a una casa que no es, precisamente, una joya arquitectónica? Si bien hay un juego de muebles decente, una televisión decente, un juego de comedor decente, la sala apenas si tiene cinco por cinco, con las paredes algo despintadas, sin lindos cuadros y una vieja cortina evitando ver el pasadizo que nace del otro extremo. Ahora le intriga las bolsas blancas con el logo rojo de un supermercado.

“Déjalos aquí en la mesa, por favor Rico”, pide Leandro. “Luego los llevo a la cocina y los organizo.

Cintia se reprime las ganas de saber dónde había estado su amigo esas casi cuatro horas. No luce cansado. Hasta podría jurar que luce un ánimo renovado; nada que ver con alguien que ese domingo ha jugado noventa minutos en una cancha, modelado casi cuarenta minutos, y desaparecido aproximadamente cuatro horas.

“Es hora de que Leíto te acompañe a tu casa”.

Cintia despierta como si una bolsa de plástico llena de aire le hubiese estallado en el rostro.

“Hijito, para que acompañes a Cintita”, pide Adela.

Leandro accede, deja la mesa y llega hasta donde la chica.

“¿Vamos?”, invita él.

“Pero, ¿tu mami?”, le susurra ella.

“Ah, se queda con Rico”, dice el muchacho bien suelto de huesos.

Tras despedirse efusivamente de Adela y secamente del nuevo amigo de Leandro, ella y el futbolista caminan las tres cuadras que hay hasta su casa.

“¿Estás loco o qué, Leandro? ¿Cómo se te ocurre dejar a ese chico con tu mamá? ¿No has leído las noti…?”

“De que asaltan, matan o violan, Cintia? ¿Esas noticias?”

“Leo, ni siquiera sabes de dónde es”.

“Si quiere plata, él me ha visto con plata; tenía todo el trayecto desde el supermercado hasta la casa para desviar el carro y llevarme quién sabe por dónde”, justifica el mancebo. “Igual, si me hubiese querido matar…”

“Ay, Leo, no sé si eres o te haces el tontito”.

“Me hago… así la gente cae más rápido”, ríe Leandro.

“Y… ¿dónde estuviste toda la tarde?”, al fin se anima a interrogar Cintia.

“Bueno”, carraspea Leandro. “El cliente de la señora Ibarburu trabaja para la Corporación Echenique y… quería hablar conmigo sobre el San Lázaro… unas… colaboraciones”.

“¿Corporación Echenique? Esa es una de las familias más ricas del país”, recuerda ella. “Oye, ¿y desde cuándo tú negocias auspicios para tu equipo de fútbol?”

“Tengo la caja de ahorros del equipo, ¿recuerdas?”

Cintia levanta las cejas:

“Ay, una cosa es que manejes un pandero, y otra es que veas auspicios”.

Cuando Leandro regresa a su casa, respira aliviado: Adela sigue sentada frente a su computadora de escritorio y a su lado derecho está Rico dictándole el documento que estaba mecanografiando, con una dicción digna de locutor comercial; incluso, sin acento. Paranoias de mujer, pensó para sí.

“¿Cómo va ese texto?”, pregunta mientras deja la llave en un clavito al costado de la puerta, y la cierra porque ya comenzó a correr un poco de frío.

“Justo hemos terminado el capítulo dos y estoy diciéndole a Rico que venga mañana para avanzar el tres”, sonríe Adela.

“Gracias”, sonríe también Rico, olvidándose de su más menos logrado español neutro.

Adela se levanta, cansada:

“Me voy a dormir”, le dice a Leandro. “Estás en tu casa”, se expresa afable mirando a Rico.

Diez minutos después, el visitante se acomoda sobre el sofá algo irregular cuando el anfitrión regresa con dos grandes carpetas de cuero: una negra y una roja. Sonríe ante la mirada curiosa de Rico, y le entrega la primera. El taxista la abre y se queda sorprendido:

Recortes publicitarios”, verifica.

“Avanza”, le pide Leandro, sin dejar de sonreír.

Rico obedece y, de pronto, su rostro se ilumina, mira al de Leandro.

“¿Cómo la obtuviste?”, le pregunta algo emocionado.

“Te dije que tenía el recorte, que no lo había bajado de Internet”.

En la carpeta aparece el aviso a toda página de un instituto tecnológico de computación. En una de las fotos, Rico aparece tecleando una computadora, y en otra, alguien que, a su vez, le es conocido a él.

“Darío”, suspira.

“¿Qué Darío?”, Leandro abre sus ojazos caramelo.

Rico reacciona, sonríe de oreja a oreja.

“Nadie. Es este chico”, le señala a un modelo en la foto principal del anuncio, que aparece con una modelo de pie y revisando una pantalla. Su rostro es dulcemente masculino, cabello algo ensortijado, evidente contextura atlética.

“¿Darío Echenique?”, ahora verifica Leandro.

“Sí, él”, se ruboriza Rico.

“¿Lo conoces acaso?”

“Bueno, digamos que sí”.

“Es el modelo más importante del país”, asevera el futbolista.

“¿Te gusta el modelaje, cierto?”

“Bueno, me permite tener dinero extra al fútbol”.

“Es una carrera linda, pero hay que tener vocación”.

“¿Por qué no modelaste más?”

“Problemas”, se comienza a apagar Rico mientras pasa el resto de páginas que Leandro ha archivado. “Tú sabes que un extranjero como yo ahora ya no es bien visto para tener un trabajo formal”.

Finaliza la carpeta negra.

“¿Qué hay en la roja?”, curiosea el visitante.

“Mírala”, invita Leandro.

Rico lo hace.

“Las fotos de época Semanal… bueno, toda la sesión, parece”.

“Sí, están todas”, confirma Leandro.

En las primeras páginas el modelo luce un traje formal, tipo ejecutivo; las siguientes son más casuales. Luego vendrán las más deportivas, poniendo el acento en el fútbol. Y al final…

“Wow, qué buenos desnudos”.

… Al final, Rico encuentra las fotos de la ducha.

“La ventaja es que el fútbol te saca buen culo y piernas”, ensaya una explicación técnica, el visitante. “El resto es solo marcar”.

“Hago trabajo de gimnasio tres veces por semana”, explica Leandro.

En las últimas páginas, los desnudos se vuelven frontales. Rico bota aire.

“Te atreviste también. ¿Quién te hizo la sesión?”

“Ricky Navarro”, responde Leandro.

“Ah, sí lo conozco. También posé para él alguna vez”.

“Lo bueno que has sido modelo también, porque otras personas, si ven esos desnudos, o me tachan de inmoral, o ya estarían queriéndome agarrar la pinga o el culo”, ríe Leandro. “A mi vieja no le gustan”.

“Yo también he posado desnudo”, sonríe Rico, tomando su celular, moviendo algo en pantalla y ofreciéndocelo a su anfitrión. Efectivamente, el muchacho aparece en medio de un bosque donde progresivamente se va quedando sin ropa, hasta que Leandro se sorprende:

“Aquí estás con la…”

“¿La verga al palo?”, baja la voz Rico.

“No me digas que te las hizoRicky también”, sonríe Leandro.

“Ricky sí me pidió posar al palo, pero algo no me animaba. ¿Tú le posaste así, erecto?”

“Tampoco… Entonces, ¿quién te hizo estas fotos?”

“Roberth Peña”.

Leandro se queda de una pieza.

Hablas de Ro… Roberth Peña, el fotógrafo más importante del país?”

Rico sonríe:

“Sí, él. ¿Por qué?”

Leandro no puede cerrar la boca de la impresión. Sobre el sofá de su sala, su cuerpo desnudo en las fotos invitan a algo más que una simple apreciación de estilo renacentista. Invitan a algo… más íntimo.