sábado, 29 de mayo de 2021

La hermandad de la luna 4.1

Christian revisa las facturas y la planilla que esa semana ha generado La Luna. Se saca sus delgados anteojos, cierra sus párpados, se soba con sus dedos el tabique  de su nariz perfecta y suspira. Enfrente está Carlos. Ambos están en el pequeño estudio que pertenece al departamento dúplex de Manolo en el sector sur de Collique, una más o menos lujosa área residencial cerca de todas las comodidades de la vida moderna, lejos de todo lo que recuerde a pobreza y subdesarrollo.

“No hay variaciones con la semana anterior, excepto el ingreso de tu sobrino”, indica el abogado, quien abre una gaveta y saca una chequera.

“Y… ¿ya pensaron qué harán con la finca?”, consulta Carlos.

“Aún no. Elga todavía no me da instrucciones porque sigue haciendo papeleo. ¿Sabías que Esmeralda quería tomar el control de La Luna? Nos costó trabajo decirle que no, que cuando se divorció de Manolo solo tenía el control de la naviera; además que su familia caga plata, así que de pobre nunca va a morirse, menos los inútiles de sus hijos. Claro que eso no se lo dijimos pero si administra bien esa naviera, tiene para darle de comer y vestir a cuatro generaciones”.

“La señora Esmeralda nunca aceptó la nueva vida de Manolo”, recuerda Carlos.

“Ponte en su lugar: saber que tu marido cacha con tres patas lo mismo que cacha contigo, ¿tú qué harías?”

“Con cuatro… tú también cachaste con él”.

“Ah, sí… esa huevada de la estirpe, una hermosa leyenda para pasar horas de pasión encerrado con tan simétricos cuerpos de mi mismo sexo. Ya pasaron esas épocas. Mi futuro es otro, Carlos”.

“¿Por eso ya no participaste de las últimas ceremonias?”

“Por eso”, sonríe Christian. “Y a propósito, ¿ya fajaron con tu sobrino… cómo se llama?”

“Frank. No, aún no”.

“Rico cuerpo tiene el huevón… rico culo. Ojalá le entre porque sí me provoca sopearlo. Mas bien, ¿cierto que la hija de Tito lo choteó?”

“No sé, Christian. Hasta donde sé, no son enamorados formales”.

“Ha llegado por acá el rumor de que un negro se comió a la chibola en plena casa de Tito. Avezada, ¿no?”

Carlos mira a Cristian entrecerrando sus ojos. El segundo se da cuenta y sonríe.

“¿Qué tiene? Es solo un rumor. Ya sabes cómo es el teléfono malogrado en Santa Cruz. ¿Qué va a hacer un negro en casa de Tito?”

Carlos prefiere no responder, y ese silencio le indica a Christian que parece haberse ido de boca. Continúa llenando y firmando los cheques hasta que finaliza. Se los entrega al capataz, quien los guarda en un morral  hecho con lo que alguna vez fueron botellas para tomar agua. Se pone de pie.

“Bueno, será hasta el otro viernes; ya debo regresar”.

“Un momento, Charlie. ¿Qué tanto apuro? Apenas es un cuarto para las cinco”.

Christian se levanta de su silla y camina hasta donde Carlos, lo abraza y besa en la boca.

“Tengo diligencias que hacer”, informa el capataz mientras le da una nalgada al abogado.

“Y yo tengo las llaves de la camioneta de Manolo… y las llaves del cuarto de visitas…. ¿Qué dices?”

“Estoy sudado, Christi…”

“¿Y acaso acá no hay duchas?”

El abogado vuelve a besar al capataz.

“¿Y no regresará la señora Elga?”, se separa Carlos.

“Elga lo sabe todo y no se hace problemas; además, ya estás al palo”.

Efectivamente, bajo el jean, la mano de Christian soba algo más duro que la bragueta.

 

La hermandad de la luna 3.5

sábado, 22 de mayo de 2021

La hermandad de la luna 3.4

Frank lo lleva hasta la posta médica del pueblo y en la puerta se choca con dos policías, quienes lo bloquean:

“¿A dónde vas, Tito?”

“Adentro hay dos tipos que quisieron atacar a mi hija”.

“Ellos dicen otra cosa: que el negro que vive en tu casa quiso abusar de ella”.

“¿Qué?”

Frank enfurece, regresa a la moto y Tito lo sigue:

“¡No seas imbécil!”, le llama la atención el gladiador. “Es Cruz Dorada; Razona, huevón: ¡es Cruz Dorada!”

El policía se adelanta a los dos varones:

“No hagan más problemas, muchachos; luego les contamos. Además, la camioneta sigue en tu puerta”

Tito y Frank se tranquilizan y regresan a casa.


 

Mientras el padre asiste a su hija, Frank se percata de la mancha roja en la vereda. Justo sale una vecina; se le acerca:

“¿Usted ha escuchado algo?”

“No sé, joven. La Flor y ese negro han estado encerrados en la casa del Tito cuando llegó la camioneta”.

Frank está confundido. Mil imágenes acuden a su cabeza, algunas propulsadas por un raro sentimiento de pequeñez, así que decide regresar a la posta médica.


 

Al llegar, ya no encuentra a los dos policías en la puerta sino una ambulancia acabada de llegar. Sabe que no puede estacionarse ni delante ni detrás de ella, así que mejor regresa a la casa de Tito.

“Flor se va a la Luna”, dice el padre.

“¿Y el gym, y la casa?”

“Owen, Adán y yo nos haremos cargo”.

Frank nota que el primo de Tito ya está ahí adentro y espera en la puerta del dormitorio de Flor.

“Necesito que tú la lleves a La Luna”, pide el padre.

“¿Yo?”, duda el muchacho.

Al ver esa actitud, Tito decide tomar prioridades:

“Dame tu moto y la llevo yo”.

Frank se siente inexplicablemente confundido.

“OK, Tito, la llevo yo, pero antes debes saber qué hay en la posta”.


 

Carlos prepara una de las tres habitaciones del segundo piso, todas interconectadas entre sí mediante terrazas con jardines colgantes a ambos lados de la habitación principal que miran al resto de la propiedad y en especial a una pequeña piscina situada justo en el patio posterior. La chica llega con Frank, en su motocicleta, a eso de las cuatro de la tarde. Quince minutos después, llega Adán con una mochila en la espalda.

“Justo en cuarto creciente”, comenta el cuerpo de luchador.

“Será hasta que se aclare todo esto”, indica Carlos.

“Lo digo por Frank: ahora es cuando la oportunidad se le sirve en bandeja”.

El capataz sonríe sin ocultar su preocupación. Va a verificar que la chica esté segura.


 

A esa misma hora, en una clínica de Collique, el hombre con la herida en la cabeza recupera la conciencia.

“Ingeniero”, reconoce adolorido.

Frente a él, Ismael Nava, un hombre blanco, cincuentón, anteojos, camisa y pantalón de centro comercial floridano, lo mira serio:

“Qué cojudos han sido”.

“¿Qué dice, inge?”

“¿Cómo mierda se les ocurre insistir con la chibola cuando ya les había negado al viejo?”

“Es que… sus órdenes…”

“A la mierda con mis órdenes, Chiquito. Esa gente de Rodríguez serán cuatro gatos pero son más pendejos que la gran puta, huevón. Agradece que no te descerebraste”.

“¿Y cómo está el Carnes?”.

“Unos rasguños pero nada de importancia; lo darán de alta esta noche. Si hubiese caído de culo, ya no la contábamos, mierda”.

El Chiquito trata de respirar el aire con aroma de hospital, o de clínica mas bien.

“¿Y la camioneta?”

“Una vez que la Policía nos haga el favorcito de remolcarla, lo que voy a descontarle de sus sueldos, va a correr la misma suerte que Rodríguez. Y esta vez no quiero errores… ni cuentos como ése del negro que los asustó”.

“Pero, inge, es cierto. Yo lo vi”.

“Mas creíble hubiese sido declarar que la chica los agarró a pedradas o batazos o fierrazos… ¿pero un negro que los tumbó con la mirada? No me jodas, Chiquito. Es lo más maricón que he oído de ti… Más maricón que el beso negro que le hiciste a ese travesti alucinando que era jerma”.

“estaba borracho, inge”, murmura Chiquito.

Nava sale de la habitación, pero regresa de inmediato y se le acerca.

“Cuando le cuente al otro mariconazo del chibolo, te apuesto que irá buscando a ese negro a ver cuánto le mide la pinga. Y a lo mejor, él es más eficaz que ustedes, par de inútiles”.

“No sea así, inge”, se defiende el convaleciente.