sábado, 28 de agosto de 2021

La hermandad de la luna 6.1

En la caseta de vigilancia  de La Luna, César abre su laptop y la prende. Carlos jala una silla y trata de ponerse cómodo.

“¿Es el fantasma de Manolo, cierto?”, pregunta con inquietud.

César lo mira y prefiere no responder. Carga el escritorio en pantalla y busca un procesador de imágenes fijas; lo abre. Luego saca una memoria USB que lleva en el bolsillo de un calentador manga larga que hace poco o nada por disimular sus musculosas piernas. Busca un archivo y lo abre. Casi a toda pantalla aparece la silueta blanca masculina de complexión atlética que parece tener un alto grado de perfección en términos de simetría y estética.

“Mira, Carlos: vamos fijando algunos detallitos técnicos que deberías saber. Toda cámara de televisión te da una imagen de cualquier cosa en tanto esa cosa pueda generar luz o reflejar luz. De hecho, todo lo que podemos ver en la Naturaleza son reflejos de diferentes longitudes de onda, o sea, energía lumínica que tiene diferentes medidas. ¿Me sigues?”

“Más o menos”, dice un anonadado capataz.

“Mira, el hecho es que si genera luz o rebota luz, entonces la cámara lo registra, como puedes ver en tu monitor”.

César muestra a Carlos las imágenes que generan las cámaras en diferentes ubicaciones de la finca.

“De noche lo que hace el sistema de las cámaras es leer un tipo de longitud de onda o energía lumínica muy débil que nuestro ojo no está en capacidad de ver. Por eso todo aparece en tonos de verde, y cuando ustedes prenden la linterna…”

César abre otro archivo de imagen en el procesador, donde aparece uno de los muchachos iluminando por donde camina.

“… Se ve ese color blanco compacto”.

“¿Qué tratas de decir?”

“Que la silueta produjo tanta luz que terminó creando esa imagen blanca”.

“Pero Flor y yo la vimos aparecer y desaparecer”.

“eso no lo puedo explicar. Solo te digo que lo que haya provocado esa imagen generó tanta luz que debió verse a simple vista, y aparentemente era un cuerpo muy compacto porque creó esa forma bien definida”.

César toma la imagen bajo análisis y comienza a aplicarle varios filtros.

“¿Qué haces ahora?”, curiosea Carlos.

“Trataré de que el aplicativo genere condiciones de luz normal a ver qué sale”.

Flor llega a la caseta y saluda a los dos varones.

“¿Tienes algo, Chechi?”

“En eso estoy”, le sonríe a la chica el trigueño fisicoculturista.

Los filtros modifican la imagen a condiciones de luz de día y la mancha blanca sigue siendo blanca.

“¿Ves?”, extiende su palma Carlos. “Es el fantasma de Manolo”.

El timbre de la caseta suena y César parece no estar convencido con la teoría del capataz, quien sale a atender al darse cuenta por el sistema de circuito cerrado que se trata de dos chicos en una motocicleta, uno de ellos, un empleado de la finca. ¿Y quién será ese otro? Entretanto, César intenta crear las condiciones de luz de noche pero usando los patrones del espectro visible por el ojo humano. El fisicoculturista y Flor se miran perplejos al ver el resultado.

“¿Owen?”, preguntan en coro.

Precisamente, él y Frank acaban de llegar montados en la motocicleta. El más joven lo presenta.

“Mucho gusto”, Carlos se desborda en amabilidad al quedar impresionado por la estampa del visitante. “Espero que te guste el campo”.

“De nada, yo creer que sí”, replica Owen con su español masticado.

Frank lo lleva hasta la entrada de la casa grande, y ambos desmontan. Tito les da la bienvenida en la puerta. Owen choca la mano pero Carlos llega presuroso para hacerle conocer la principal construcción de la finca.

“¿Qué tal el viaje?”, consulta el luchador.

“Ya me estaba incomodando su huevo en mi culo”, le murmura Frank.

“Culo chico no tienes”, ríe Tito haciéndole una seña con los ojos.

El muchacho prefiere sonreír protocolarmente ante la broma.

“Voy a ver a Adán”.

“¿Ya despertó?”

“Estaba bañándose”.

Frank regresa a su motocicleta y se va de la finca.

mira un video 

A esa hora, en el departamento que perteneció a Manolo, Christian está sobre la cama del cuarto de visitas, solo vestido en camiseta y calcetines y en estricta posición mahometana, arrodillado y sosteniendo el resto de su cuerpo sobre sus antebrazos.

“No debiste bañarte”, le observa García.

“Igual me limpiaron en el hospital”, refunfuña el otro muchacho.

“De acuerdo, pero recuerda que no soy médico legista.

García se pone guantes de látex y examina las nalgas de Christian, separándolas un poco para ver el ano.

“Lo creas o no, sin contar que ya perdiste los pliegues hace rato, parece conservar su forma de toda la vida”.

“¿Ni siquiera está irritado?”

“No; es como si ambos hubiesen lubricado tanto y el músculo fuera tan elástico que no ha dejado señas. ¿Te dolió cuando te la metió el negro?”

“Ya ni recuerdo. Ya te dije que sufrí una alucinación y luego no recuerdo bien las cosas”.

“Saliste calato preguntando por el negro por todo el G4G”.

“¿Hice eso?”

“Luego Édgar te encontró desmayado en el vestidor, con las piernas manchadas de rojo, te

llevamos al hospital, y luego te rehusaste a que se haga el atestado”.

Christian se incorpora y baja de la cama:

“¿Para salir luego en la prensa amarilla siendo escarnio de todo el sin-lustre Colegio de Abogados y la comunidad LGTBIQRSTU y todo el abecedario? No me jodas, Juancho. Ah, y ese escort no se llama Édgar sino Adán”.

“Como sea, cacha rico”.

Christian se pone su bóxer y su jean.

“Entonces, si no hay seña, no hay caso”.

“Pero mucha gente nos vio, te vio”.

“Dije que no hay caso, doctor García”, espeta Christian, muy serio. “Y espero que no te la des de justiciero ni muevas nada, ¿me entendiste?”

Juan traga saliva.

MIRA OTRO VIDEO  

sábado, 21 de agosto de 2021

La hermandad de la luna 5.7



 

Los movimientos son precisos, fuertes,, más de gimnasta que de bailarín.

“Oye, ¿ése no es… no es Edgar?”, se sorprende Juan García en el privado.

“¿Cómo se atrevió?”, se pregunta a su vez, un desconcertado Christian.

La estrofa acaba y la luz de todo el local se apaga súbitamente.

 



Al encenderse, el bailarín ya no está solo en el escenario. Lo acompaña un hombre negro con una estructura muscular armoniosamente precisa, el cuerpo ungido en aceite y vistiendo únicamente una tanga hilo dental negra con una luna bordada en blanco sobre el gran paquete.

“En qué momento entró ese chico?”, pregunta Saúl a uno de los azafatos.

“¿No lo dejaste entrar tú?”, le responde temiendo una reprimenda.

La gente, mientras tanto, vibra, grita y se mueve al ritmo. Los dos bailarines simulan una lucha y el blanco va siendo despojado poco a poco de su enterizo hasta que al llegar el segundo coro, se lo bajan de golpe quedando totalmente desnudo.

“¿Y ese negro de dónde salió?”, se maravilla García.

“Ni idea, huevón”, responde Christian, quien trata de tomar fotos con su celular pero, por alguna razón, quizás la poca luz, no llegan a imprimirse en pantalla; entonces prefiere grabar video.

El tema llega a un vibrante intermedio de percusión electrónica y el bailarín blanco quita la tanga al negro, junta su cuerpo, lo abraza, y continúa bailando hasta que ambos penes se ponen erectos. Cuando regresa la parte coral, los dos saltan del escenario y se confunden entre el público, dejándose tocar indebidamente pero bajo aparente consentimiento tácito. Ambos saltan felinamente al escenario justo para el término del tema. Han sido los tres minutos y medio, o algo más, más gloriosos de la historia del G4G, y el público aplaude con euforia. Los dos bailarines sonríen, saludan y lanzan besos a quienes les piden otro tema para bailar. La luz en el escenario se apaga, ambos recogen su ropa y regresan al decadente camerino.

“Te llaman del VIP con cortinas”, le avisa otro azafato a Saúl, quien continúa asombrado.

El dueño del local llega como puede –la actuación ha arremolinado a la concurrencia—y ensaya su mejor sonrisa:

“¿Algún problema, doctores?”

“Ni en las épocas de La Luna había esto”, se entusiasma García. “¡Qué tal juego de luces y sonido, Saulín!”

“¿Sí? Digo, sí, claro… lo… acabamos de adquirir”.

“¿Pueden hacernos un privado esos dos sementales?”, pide Christian.


 

La única ducha del G4G no es exactamente una fina lluvia sino un tubo del que cae un chorro de agua fría. Adán y Owen entran como pueden y se quitan el aceite con el que han maquillado sus cuerpos. Saúl entra a verlos.

“No se vayan chicos”, les pide mostrándoles dos billetes de doscientos, los mismos que había ofrecido más temprano a Frank y César, quienes, por su parte, continúan en Collique, afuera del edificio donde está el club.

“Te has tirado como diez minutos dándole explicaciones a la jerma”, critica irónicamente el fisicoculturista.

“Puta, chato, la comadre me ha llamado un culo de veces”.

“Te marca bien para ser solo un agarre”.

“Ha pasado una huevada en la finca… y parece que ha quedado registrado en las cámaras”.

“¿Otra vez?”

“Vamos al toque”, indica Frank poniéndose su casco.

“¿A casa de Tito?”

“No, huevón, a La Luna”.


 

Christian reproduce el video que tomó. Hay luces, hay sonido, hay gritos, está la canción noventera, pero del espectáculo no hay ni un cuadro.

“Poca fotosensibilidad, seguro”, intenta explicar García.

“Este aparato es de alta gama, incluso tiene visión nocturna”, se defiende el frustrado fotógrafo y videógrafo.

En ese momento tocan la puerta del privado. García abre. Un sonriente Adán y otro sonriente Owen están bajo el dintel vestidos solo con una toalla. anudada a la cintura.

“Gracias por venir, chicos”, se emociona el fiscal.

Las cortinas del privado se cierran y los dos bailarines se sientan junto a los dos abogados, liberándose de las toallas, quedando desnudos.

“¡A los años, doctor!”, Adán abraza a García, mientras Owen se sienta al lado de Christian.

“Te he visto en otras partes”, le comenta algo desafiante el abogado más joven y guapo.

“¿eres serio?”, sonríe el muchacho negro, con su inconfundible español masticado.

“Don’t you speak Spanish?”, averigua el chico de leyes.

“No, I don’t”.

“Right… Are you pursuing me, anyway?”

“What makes you think that?”, Owen abraza a Christian.

Al lado, García no pierde tiempo y acaricia el gran paquete de Adán.

“Así que ahora trabajas en Santa Cruz”.

“Sí, ganándome la vida dignamente”.

“¿Quién dijo que esto no es ganarse la vida dignamente, Edgar?”

García acerca su cara a la de Adán y como resultado, éste lo besa en la boca. El fiscal le sonríe.

“¿Puedo chupártela?”

“Puedes hacer lo que quieras… ¿pero aquí?”

“No tengo sitio, Edgar”.

“Lástima, pero no hay problema: chúpamela”.

Adán se acomoda mejor abriendo sus dos poderosas piernas, poniendo la toalla en el suelo a sus pies para que García se arrodille y proceda con el sexo oral. Al lado, Christian ha conseguido despertar los veintitantos centímetros de virilidad a Owen.

“It’s huge”.

“D’you like it?”

“This must hurt a lot.”

“Not if I make you pretty horny.”

“Just do it.”

Owen besa a Christian y acaricia su cuerpo con mucha seguridad. El abogado siente una inexplicable electricidad recorriéndolo todo, una extraña sensación: de pronto ya no hay música, no hay multitud, no hay privado, ni siquiera están los otros dos amantes; parece estar transportado en lo profundo de una selva virgen, sintiendo una brisa agradable y los sonidos de la fauna nocturna. Owen parece tener arrimado a Christian a la corteza de un árbol grueso pero suave al tacto. Ambos no tienen más cobertura que su piel, ni más ganas que su energía. El abogado, que aquí entiende ya no es abogado, siente cómo le succionan el pene de una forma sutil y surreal: nunca nadie había conseguido tragarse sus diecinueve centímetros en una sola embocada, y parece que le estuvieran absorbiendo toda su energía vital; y cuando casi se desvanece, siente que sus dos testículos bailan en la boca del otro chico. Christian gime y jadea desde el fondo de sus entrañas. Ahora siente una lengua que parece penetrarlo por completo a través de su ano, su pene a punto de explotar pero conteniéndose sin explicación, y siente también como si estuviese suspendido en el aire. Trata de reaccionar, pero no lo consigue. Es demasiado tarde: Owen le ha abierto las piernas y, sonriendo afable, le introduce su miembro, profundo entre las nalgas.

“¿Te gusta, mi amor?”, le pregunta el chico negro, quien parece haber perdido su acento súbitamente.

“Hazme tuyo”, pide Christian una y otra vez. “Soy tuyo”.

Owen toma los diecinueve centímetros de Christian y los masajea con suavidad y sin premura. El orgasmo parece llegar e irse, llegar e irse, llegar e irse. No hay dolor, solo una sensación increíble de supremo placer. Entonces, Christian se aferra con firmeza al fuerte cuello de su amante.

“¡Las voy a dar!”, grita, y expulsa todo su esperma, tan masivamente como nunca antes.

Cuando vuelve en sí, mira cómo Adán penetra en posición de perrito a García, haciendo sonar su ingle en las dos delgadas pero firmes nalgas. Busca en el resto del cuarto.

“¿Dónde está?”, se llena de ansiedad.  “¡¿Dónde está ese negro?!”

Adán y García parecen no hacerle caso, así que los empuja.

“¡¡¿Dónde está el negro?!!”

Los dos sodomitas se asustan.

“¿Qué carajos tienes, Esteves?”, le reclama el fiscal.

Fuera de sí y totalmente desnudo, Christian sale del privado y recorre el pasillo hasta el salón principal.

“¡¡¡¿Dónde está?!!”

La gente lo mira asustada (alguno intenta tomarle una fotografía, sin éxito). Christian regresa y llega al camerino, totalmente histérico y casi tirando la puerta.

 “¡¡¡¿Dónde estás, carajo, negro de mierda?!!!”

Siente un fluido cálido recorriendo sus abductores. Se toca, regresa su mano,  y no puede creer cómo se han teñido sus dedos. Gotas de un líquido rojo caen al suelo. De pronto ve todo oscurecerse y se desploma.

Cuando despierta, una luz blanca lo encandila y un aroma característico de hospital entra por su nariz. Intenta ver hacia sus pies: viste una bata celeste de paciente y está cubierto por una sábana delgada con el logotipo del seguro social estampado a manera de mosaico. En un sillón, un policía dormita.

“¿Zapata?”, alcanza a decir. “¡Zapata!”

El policía reacciona, y se pone de pie como eyectado de su asiento.

“Me reconoció, doctor; voy a llamar a una enf…”

“No, Zapata, no llames a nadie. ¿Cómo llegué aquí?”

“Lo trajo un joven alto, blanco, buen cuerpo; dijo que estaba en una dis…”

“No importa… quiero irme de aquí”.

“Pero, tengo que hacer mi atestado, doctor”.

“Ni se te ocurra escribirlo; solo quiero salir de aquí, y que nadie se entere, Zapata”.

“Pero, doctor”.

“¿No me oíste, acaso?”

“Sí, doctor”.

El policía sale y lo deja sin nadie más.

“Me las vas a pagar, negro reconchatumadre”, se promete Christian. “Esta vez no fuiste una puta visión… y todos tus amiguitos se irán a la mierda contigo”.

sábado, 14 de agosto de 2021

La hermandad de la luna 5.5

En la cocina de la casa grande, la infusión de valeriana parece ser la especialidad de Carlos. Sirve una taza para Flor, y se prepara para verter el contenido de la tetera en otras dos tazas, para Tito y él. Se sienta junto a ellos.

“ A mí me parece que es Manolo intentando decirnos algo: es su silueta”, comenta.

“Claro, con diez kilos menos, porque lo que haya sido tenía una figura de campeonato”.

Carlos saca su celular y revisa la fotografía que le tomó al monitor de la laptop. examina la figura blanca.

“Bueno, es un fantasma, ¿no?”, trata de entender.

“Entonces son ciertas las cosas misteriosas que pasan en esta finca y que la gente comenta en el pueblo”, reacciona Flor.

“Yo nunca te negué que fueran ciertas”, recuerda Tito.

“Yo nunca desconfíe de tu palabra, papá; la que nunca creyó en lo que decías era mamá, porque pensaba que todo era un pretexto para… bueno, ustedes saben… esa cosa…ay, ustedes saben”.

“Sí era Manolo”, insiste Carlos. “¿Recuerdas que ese día estaba preocupado por tus tamarindos?”

Tito hace memoria y, efectivamente, el capataz parece tener razón.

“A mí no me parece el señor Manolo”, arguye Flor.

“¿Por qué?”, pregunta Tito.

“No sé, papá… me da la impresión que no fue él. El señor Manolo está muerto, enterrado en Collique. ¿Cómo un muerto puede aparecer y desaparecer así?”

Tito y Carlos se miran y tratan de entender la lógica de la chica, pero parecen no lograrlo.

“Hija”, Tito carraspea. “Acaba tu té y te acompaño al cuarto. Es más, voy a quedarme contigo para que no te pase nada”.

“¡Ay, papá! ¡No me volví loca! Solo que no me parece que sea él. ¿Por qué? Simplemente eso… no sé… intuición femenina”.

Carlos se pone de pie.

“Intentaré ver si puedo traer la laptop; esta pantalla del celular no me inspira mucha confianza”.

El capataz sale, y Flor mira fijamente a su padre:

“¿Pasa algo?”, sonríe Tito.

“¿quién es Owen en realidad, papá?”

“Owen? ¿Qué tiene que ver Owen aquí?”

“Ay, papá. ¿Cómo es posible que un paleopsicólogo y antropólogo se quede estancado en un pueblo de aquí por falta de plata? ¿No puede mandar un e-mail y pedir que le envíen más? ¿Acaso no tiene familiares? ¿Sabes que no tiene un perfil en redes sociales?”

“Muchas preguntas, Flor, y… yo tampoco tengo perfil en redes sociales”.

“Porque no te da la gana, papá; pero, ¿sabes cuántos Owen Mgombo existen?¡Ninguno! Me tomé el trabajo de buscar. Hay con sonidos parecidos, pero ves las fotos y ninguno siquiera se le acerca al Owen que conocemos, y casi todos están en África; no en Inglaterra, menos en Jamaica”.

“¿Recuerdas que tu tío Adán y tú le esculcaron el pasaporte? Tú misma dijiste que era auténtico”.

“Y que Owen está demasiado joven para tener cuarenta y siete o cuarenta y ocho años. Papá, no pongo en duda que Owen exista: ¡existe! Lo que pongo en duda es si nos ha dicho la verdad sobre quién es realmente”.

Los labios de Tito se ponen blancos y es incapaz de sostener la mirada a su hija.

“¿Quién es Owen en realidad?”, insiste Flor.

Tito suspira dispuesto a hablar cuando… la entrada de un reggaetón suena en el celular de la chica. Ella mira la pantalla.

“¡Vaya! El señor apareció”.

Se pone de pie y se va a contestar a otro lado de la casa.

“¿Frank?”, pregunta mientras se aleja.

Solo en la cocina, Tito entiende que parece haber muchos secretos incluso en lo que él cree mantener en secreto.


 

A una decena de kilómetros, un tema techno con toques étnicos suena en los parlantes del G4G. Un hombre blanco, algo orejón, cabello crespo y ojos claros se ha despojado de una túnica roja para quedarse en un enterizo de licra rojo con tiras en los hombros tipo bibidí y mangas a medio muslo, lo que le marca un impresionante cuerpo mmesomorfo minuciosamente labrado con pesas, barras, poleas, bicicleta, carreras, natación… en fin, todo lo que su segregación hormonal le ha permitido practicar y aprovechar. Dicho sea de paso, el bulto en su entrepierna es muy evidente.

 

sábado, 7 de agosto de 2021

La hermandad de la luna 5.4

Contra su propio pronóstico, Christian llega al G4G. Aunque no viste llamativo como en otras ocasiones, eso no le impide voltear cabezas apreciando su rostro de niño bueno y su físico de dios griego; pero él lo ignora todo, incluso una mano que subrepticiamente le han metido en medio de sus dos nalgas.

“¡Chris!”, le pasan la voz, a la vez que siente lo cogen fuerte de la cintura; se da la vuelta y se alegra, en cierto modo.

“¡Juanchito! Pensé que hoy sería sábado familiar”.

“Problemitas que nunca faltan; ya sabes cómo son las mujeres”.

Ambos van a un privado y prefieren beber una limonada frozen “con harto jarabe”, debido a que cada cuál tendrá que salir conduciendo más tarde, si es que los planes no varían.

“Pensé que no ibas a venir, como dijiste esa noche”, le observa García.

“Nada, doctor; estaba aburrido en casa, el gym no me agotó… mejor me vine a mi ex hogar”.

García ríe.

“¿Y cómo va el caso del finado?”

“Ay, Juanito, no vine al club para hablar de trabajo; mejor otro tema, ¿te parece?”

“Ya, ya, disculpa; no quería remover tu… duelo”.

Christian prefiere ignorar también la ironía con que ese comentario estuvo cargado, y contrataca:

“¿Y esta vez por qué fue la pelea con la mujer?”

“Dice que paro más tiempo en la red que ocupándome de ella. Está loca. Trabajo duro, pago casi todos los servicios de esa casa, le compro ropa, salimos de viaje fuera del país en vacaciones, vamos a las recepciones sociales, ayudo a hacer las tareas a mis cachorros. Ya pues, ¿qué más quiere? ¿Que me quede encerrado todo el día a ver las mismas huevadas en la televisión? ¡Que no joda!”

“¿Y no será que ella huele algo? Recuerda que vas a un gimnasio que tiene cierta famita”.

“Tengo derecho a mi espacio y ella lo sabe muy bien, así como yo le dejo el suyo”.


 

Muy ajenos, en el CAMERINO, Frank y César ensayan su coreografía por tercera o cuarta vez. Los otros dos chicos que comparten el cuarto los miran maravillados por la flexibilidad.

“¿Qué les parece?”, consulta Frank.

“¿Son karatecas de verdad?”, le repregunta uno de ellos.

“Más o menos”, presume Frank.

Los otros dos strippers se miran.

“Pero… ¿y la parte sexual?”

Ahora Frank y César se miran.

“ehhh… ya improvisaremos en el escenario”, responde César.

“¿Por qué?”, se intriga Frank. “¿Qué harán ustedes?”

“Cacharemos en vivo frente a todos”, responde el otro stripper muy suelto de huesos.

Frank y César comienzan a sudar frío.

 


Desde su privado y prottegidos por la penumbra que se interrumpe de vez en cuando por los haces de luces psicodélicas, Christian y César miran cómo el resto de la gente baila sin importarle si son parejas de hombres, de mujeres, si son hombres vestidos de mujer, mujeres vestidos de hombre…

“No hay buen material esta noche”, comenta Christian. “Lo mismo de siempre”.

Juan mira su reloj: once y media de la noche.

“Veamos si el panorama mejora a continuación”, pronostica.

Christian no toma importancia a las palabras de su colega. Entonces, las luces de la pista de baile se apagan y se encienden las del escenario. Una salpimentada mezcla de música urbana comienza a sonar por los parlantes del G4G, y dos jóvenes con anteojos, camisas, pantalones de tela y zapatos negros aparecen en el escenario. Comienzan a ejecutar la coreografía que consiste en varios movimientos acrobáticos individuales y apoyándose en el cuerpo del compañero, hasta que la mezcla se hace lenta y sensual; comienzan a desabotonarse las camisas.

“¿Tanto cuesta mandar a reemplazar los botones por tiritas de velcro?”, se queja Christian en el privado.

“¿Velcro?”, consulta García.

“Esa tela que le dicen pega-pega”.

Los torsos de los bailarines son dignos de escuela de artes plásticas. Mayor perfección no se podía pedir.

“Esos chibolos no son de Collique, ¿no?”, comenta García.

“Por lo menos al Extreme no van… bueno, tampoco creo que puedan pagarlo”, sentencia Christian.

Los muchachos en el escenario se deshacen de sus zapatos y comienzan a jugar con la idea de desabotonarse sus pantalones; por lo menos, ya desajustaron sus cinturones. Por fin deciden bajarse las prendas cuando la música da un giro a un ritmo algo más lento, más hip-hop, revelando unos bóxers semitransparentes negros.

“Quieren lucirse como ese actor cubano”, comenta García.

“Solo que el actor cubano debe tener como diez centímetros más de estatura, cinco más de pinga y huevos, y… como diez kilos más”.

La mezcla de música ahora se centra en una percusión donde los bajos hacen retumbar todo, y los dos strippers se miran frente a frente, se abrazan y comienzan a acariciarse el cuerpo de arriba abajo; se juntan y se dan un beso.

“Por fin comenzó la acción”, se excita García.

El de la derecha baja totalmente el bóxer al otro y se queda de rodillas, lo que aprovecha para tomar en su boca el pene semierecto y comenzarlo a chupar. Algunos grititos se escapan del público.

Desde el CAMERINO, que está conectado al escenario por un breve pasillo, Frank y César se asoman.

“A la puta”, dice el primero. “Una cosa es que me la chupen, pero chuparla…”

“Te dije que era una mala idea”, se queja el musculoso.

“¿Chicos?”, alguien los llama a sus espaldas, y los dos machotes se asustan.

El pene del primer stripper está evidentemente duro, señal que le dice al segundo que es tiempo de levantarse y darse la vuelta. Ahora el primero se arrodilla para bajarle el bóxer, ponerlo en veinte dedos e iniciar un gran beso negro.

“¿Cómo que cambio de planes?”, se extraña Frank en el camerino.

“Ya no saldrán a escena”, anuncia Saúl, “porque… no están tan dotados como ellos”.

“¿Dotados?”, se extraña César.

“Su… picha… es… ustedes saben”, se justifica Saúl haciendo una señal con sus dedos.

Frank y César no saben si mirarse con alivio o con preocupación.

“¿Ehh… ¿entonces nos vamos?”, consulta el fisicoculturista.

“Me temo que sí, chicos; discúlpenme”.

Saúl sale del camerino.

“Caballero, nomás”, farfulla Frank.

En el escenario, ha comenzado un coito sin protección que ha puesto a toda la concurrencia boquiabierta, como siempre musicalizada con el hip-hop.

“Y yo que pensaba iba a aburrirme esta noche”, suspira Christian.

“¿Cuánto le medirá a ese chico?”, reacciona lo mismo, García.

“Fácil sus veinte”.

Mientras tanto, Frank y César terminan de vestirse para irse del local, cuando la puerta del camerino se abre: los dos muchachos se quedan estupefactos.

“Hola, chicos”, saluda Adán llevando una mochila en uno de sus hombros.

El coito en el escenario ha tomado ribetes casi salvajes hasta que el activo saca su largo y grueso miembro y hace que el pasivo gire a chupárselo.

En el camerino, Adán se acerca a Frank, mete la mano a su bolsillo y saca un llavero:

“Regresen a Santa Cruz tan pronto puedan y quédense en casa de Tito hasta que yo regrese”.

“Pero…”, objeta Frank.

“Hazme caso: Christian está en el público y, si los ve, su plan puede venirse a la mierda”.

Afuera, uno de los strippers eyacula en la boca de su compañero, quien se pone de pie y comienza a masturbarse. Quien lo penetró ahora se pone de rodillas y abre su boca.

En el camerino, Frank duda. Tras unos segundos toma la llave.

“Estaré bien”, tranquiliza Adán. “Regresen a casa”.

“¿Y Owen?”, pregunta Frank.

“No sé. ¡Regresen ya!”

Aplausos y gritos se oyen desde afuera. Es la señal inesperada para que Frank y César cojan sus mochilas y salgan, pero del local. Adán queda solo en el vestidor y comienza a quitarse la ropa, cuando da media vuelta de pronto.

“Pensé que no ibas a venir”.

“Perdona la demora”, contesta Owen aparecido de la nada y totalmente desnudo, aunque luciendo brazaletes dorados en sus muñecas.

 

miércoles, 4 de agosto de 2021

Balto, El SuperZambo

Narración e ilustración originales de Iván.pe

 






Hace unos años estaba pintando unos carteles cuando se me acabó el material y tuve que conseguir más para entregarlo a tiempo. Yo solía comprar en una papelería del centro de Piura, y ahí estaba Balto, un hermoso negro, alto, rico pecho, amplia espalda, cintura finita, culo redondito y unas piernas de futbolista. Si supieran cómo se me hacía agua la boca cuando lo veía en sus shortcitos de deporte que no podían disimular su gran bulto.

¿De cara? Muy guapo el huevón, de esos que llaman ‘negros finos’, pelo zambo ni corto ni largo, muy amable, sonriente, servicial, aunque mayormente callado. Con decirles que me enteré su nombre de casualidad, porque una de las vendedoras le pidió que despache un pedido: “Balto, anda a tal sitio”, “Balto, lleva tal cosa”. Su trabajo consistía en cargar la pappelería o los útiles de escritorio que le encargaran dentro de la misma tienda o en las oficinas que hay en todo el centro de la ciudad, a donde iba en su carretilla o su furgoneta.

No es que la papelería donde Balto trabajaba fuese la más baratta para comprar el material que me faltaba. La verdad es que cada que podía, me daba una vuelta por ella aunque sea para preguntar huevadas y poder ver al negro, y a veces me lo encontraba con su short, o a veces con su pantaloneta que peor le marcaba las piernas, el bulto y las nalgas. Sí, yo estaba enamorado de ese tipo.

 






Una mañana que entré por huevear, pregunté por una plancha de tecnopor a sabiendas que allí no la venden. Ahí estaba Balto cargando unos paquetes de papel. La vendedora, como es lógico, me dijo que no tenían. Me quedé un rato haciendo como que veía otras cosas aunque en realidad lo que quería era solazarme con la estampa del negro. Entonces se me perdió de vista. Decidí que ya era suficiente por ese día, encima sentía que mi calzoncillo estaba mojadísimo, porque cuando se me para la pinga, boto líquido preseminal como mierda.

No había dado dos pasos fuera de la tienda cuando en plena avenida Balto me dio alcance. “Aquí no venden las planchas de tecnopor”, me dijo. “Las venden en el mercado”. Me quedé cojudo. ¿Cómo sabía él por lo que había preguntado si no estaba cerca? Me quedé mudo, idiotamente mudo. “Gracias”, solo le respondí casi tartamudeando. “Pero te las puedo conseguir si deseas”, me ofreció.

Mi corazón latía a dos mil. No mil; era poco. Mi pinga bajo mi jean se había puesto dura, especialmente al verlo en su polo y su clásico short de deportes. Tenía que reaccionar como sea. “Ya”, le dije aún tartamudeando. “Necesito unas diez”. Balto me dijo que ya, le di la plata, uno de los últimos billetes que me quedaba. “¿Y dónde te las llevo?” ¡Mierda! No había reparado en ese detalle: en mi casa estaban mis viejos. ¿Hacerlo ir para que solo conozca mi dirección?

Providencialmente, sonó mi celular. “espérame un toquecito”, le dije”. Él solo sonrió. Era un amigo de Talara que estaba en una pensión por el Cementerio San Teodoro, relativamente cerca, quien me quería consultar unos detalles técnicos de una pintura que estaba haciendo. ¡Piensa rápido, Iván, ! ¿Y si le das la dirección de tu amigo? Su cuarto tiene entrada independiente, la zona es tranquila, no tenía nada que hacer ese día. A la mierda. Arriesguemos, me dije…

 






Tras aburrirme analizando un lindo bodegón que había pintado mi amigo, consulta que bajo otras circunstancias le habría costado otra cosa, me lancé con la más absoluta desvergüenza: “Quiero hacer un casting aquí”. Su cuarto era amplio, como un cinco por cinco, baño propio, y la mayor parte del espacio estaba libre. Incluso su cama, su caballete, sus lienzos y sus materiales no ocupaban ni la mitad del espacio.

Mi pata dudó. “¿Necesitas mi ayuda?”, me preguntó sorprendido.

“No. Necesito tu cuarto… pero en privado”.

Mi amigo me medio sonrió. Aceptó.

Un cuarto de hora después, Balto estaba tocando en la reja de la casa con las planchas de tecnopor. Mi amigo bajó a abrirle y dejó que el negro suba. Yo estaba en la ducha tratando de tranquilizarme, pero el solo hecho de saber que estaba subiendo me había puesto la pinga al palo otra vez. Tocaron la puerta. Me puse la toalla en mi cintura. Balto estaba ya arriba sonriendo: “su pedido, señor”. Intenté ver detrás del cuerpón. Mi amigo no estaba. “Gracias”, le dije. “entra”, lo invité. “Salvo que estés… apurado”.

“No”, me sonrió Balto. Pasó. Cerré la puerta. “¿Aquí vives?”

“No”, le dije. “en realidad es el cuarto de mi amigo, y estamos… estamos proyectando unas obras”.

“¿Esas frutas?”, preguntó Balto señalando el bodegón en el caballete.

“Eh, es otro proyecto… unos… superhéroes”.

Balto sonrió.

“Estábamos hablando sobre cómo debía lucir el superhéroe y… estábamos revisando figuras de hombres”.

“Pero no tienes cuerpo de superhéroe”, dijo mirando mi contextura ligeramente marcada bajo la toalla.

“No, yo no soy parte del casting”, le confirmé. “en todo caso, tú podrías servir como modelo”.

Balto rió. “Pero no hay superhéroes negros, todos son blancos, rubios”.

“¿quién dice que no? Uno de los Linterna Verde fue negro”.

“¿Y qué superhéroe sería yo? ¿Superzambo?”

Ambos reímos. El rostro de Balto estaba más brillante que nunca debido al sudor.

“¿Y por qué no un Superzambo?”, lo traté de seducir.

“¿qué debo hacer?”

“¿Podrás… quitarte la ropa… si no… si no te molesta?”

Quedarme calato?”, sonrió Balto.

“No Necesariamente… puedes quedarte en ropa interior nomás”.

“Yo no tengo problema en estar calato”, siguió sonriéndome”. “Tus amigos me han dicho que así se quedan los patas en la Escuela de Arte”.

Tragué saliva. Balto dio un paso hacia mí, ttomó la toalla en mi cintura y la desató. Quise atraparla para que no vea mi pinga erecta, pero cuando reaccioné, él había ttirado la toalla a la cama. Entonces, se qquitó el polo: ¡Dios mío! ¡Qué rico par de pectorales lampiños, moldeados cual cojines, pezones duritos, abdomen algo afirmado con casi nada de vello, la cintura delgadita.

De inmediato, tomó su short y se lo bajó con todo y ropa interior: vello púbico tupido, una manguerita negra descansando encima de un par de generosas bolas. Ya ni les hablo de las piernas. Imaginen las de Érick Delgado. Algo así. “¿Me quito las zapatillas también?”

No había reparado en su par de calzado de lona azul. “Yo lo hago”, le dije casi al borde de la estupidez. Me arrodillé, desaté los pasadores y lo descalzé. ¡Que ricos pies! Me quedé así arrodillado con su pene a la altura de mi boca. Entonces me acarició la cabeza, me volvió a sonreír, se inclinó hasta que su cara dio con la mía. ¿Les detallo el beso que me dio o solo bastará si les digo que su boca sabía a gloria y que nuestras lenguas danzaron a un ritmo frenético?

Se irguió de nuevo, tomó su pene con una mano y con la otraacercó mi cabeza. “Chúpamela”. Detalle: su aroma no era el de macho sudado, solo el de macho. Comencé a mamarle su miembro con dulzura aferrándome primero de sus caderas y poco a poco de su enorme, lampiño y suave culo. Sentía cómo ese falo iba creciendo poco a poco entre mi paladar y mi lengua y quería tragármelo. Traté que su glande llegara a mi garganta. Comenzó a cacharme la cara muy suavemente.

“Levántate”, me dijo, entonces. Caminamos a la cama, hizo que me arrodille en ella, me abrió mis nalgas con sus manotas. Lo siguiente que sentí fue su lengua lamiéndome los glúteos y luego el agujero de mi ano. No pude contener mis gemidos.

Tras varios minutos, vino lo bueno. Puso la cabeza de su pene en mi hueco y comenzó a meterlo poco a poco. Debí estar muy dilatado o su miembro botaba tanto o más líquido preseminal que el mío. El caso es que fue penetrándome con facilidad.  Me bombeó firme pero gentilmente. Balto comenzó a jadear y su tono de voz cambió un poco. “Eso querías, ¿no?”, me encaró. “¿Te gusta mi verga?”

“Sí”, respondía extasiado y masajeando mi propio pene.

Entonces me cambió de posición: boca arriba, me levantó las piernas y me la siguió metiendo. Yo me seguí pajeando ya sin complejos. Entonces me la sacó, se acostó boca arriba y se la pajeaba con fuerza.

“Siéntate encima”, me dijo.

Yo me levanté y abrí mis piernas tanto como pude, separé mis nalgas con mis manos y la penetración fue instantánea. Toda su verga estaba nuevamente dentro de mi recto caliente. Lo cabalgué como loco, como si se tratase de un galope por un camino accidentado.

“Así trágate mi pinga, goloso”, me dijo.

“Así, hazme tuyo, mi superzambo”, le gemí.

Nuestros jadeos aumentaban. Mis glúteos sonaban como aplausos rrítmicos al chocar ccon su ingle. Era el éxtasis completo.

“¿Te la doy dentro?”, me preguntó.

Asentí. Unos minutos más tarde, experimenté cómo su leche caliente se disparaba al interior de mi recto en medio de un gruñido. Segundos después, mi semen se proyectaba en rráfagas sobre su abdomen. Me agaché y nos volvimos a besar en la boca. Mi esperma estaba untando nuestros  vientres, mientras su pinga aún seguía dura dentro de mi ano. Fue un rico beso.

“¿Sí la hago de Superzambo?”

“Aún me falta dibujarte”, le alcancé a responder, acariciando su intrincado cabello.

“¿Tu amigo podrá prestarte el cuarto otra vez… o también le entra?”

“Ya veremos”, le dije.

Volvió a besarme. Su pinga seguía dura dentro de mi ano.

 






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