miércoles, 16 de septiembre de 2020

Felices los 4 (8)

Tras una orgía, Rafael muestra su rostro real.



    


Tras asegurarse que todo el Olympus está bien cerrado, ángel y Eduardo bajan la escalera interna de caracol que los conecta con la casa habitación.

“Claro, mientras sales de viaje, Rafa y su esposa pueden venirme a ayudar”.

“No es su esposa, a duras penas son pareja, aclara Eduardo. “¿Y dónde se quedarían?”

“En el otro cuarto que tienes”, responde el instructor. “Abajo hay tres cuartos y apenas aprovechamos el nuestro”.



Abren la puerta de uno de los dormitorios más pequeños y sobre la cama, un hombre atlético, de amplia espalda y grandes nalgas, está sentado cabalgando el largo y grueso pene de otro chico moreno y atlético como él. Eduardo traga saliva al ver ese ano engullendo el falo del otro varón (protegido con un preservativo), siente su erección al reconocer los gemidos del jinete.



Minutos después los cuatro hombres comparten una ducha a media luz en la que el dueño del inmueble no sabe a qué cuerpo girar para dar y recibir caricias, o a quién dar besos. Mejor opta por arrodillarse en la bañera, tomar el pene largo, grueso e imperceptible curvo hacia arriba de Ángel, y el falo largo, grueso y evidentemente curvo hacia la izquierda de Rafael, los masajea un poco y comienza a mamarlos un rato uno, otro rato el otro. Tras ellos, Amado espera su turno con su pene largo, recto y grueso esperando su turno. El vapor crea una atmósfera cómplice y pantanosa.



Lo que pasa luego es que el ano de Eduardo es alternadamente penetrado por Rafael, Amado (siempre protegido con un condón) y Ángel. El ahora dueño del Olympus está cómodo en cuatro patas sobre su cama sintiendo cómo es placenteramente torturado por tres tipos de virilidad, una más elegante, otra más salvaje, una más sutil, otra más lujuriosa, una suya, otra… quién sabe. Lo que importa en ese momento es disfrutar. Más nada.

“Solo espero que no se apareen con Ángel”, advierte Eduardo mientras acompaña a Rafael y Amado a la puerta una vez que acaba la sesión.

“Vendré a verlo con Ingrid”, aclara el policía.

“Espero que no sea una arrecha de mierda como Dalila”.

“Tranquilo, mi Lalo: tengo bien domada a esa chuchita”.

“Y tú resultaste ser toda una revelación”, dice el anfitrión a Amado.

“Gracias, don Lalo”, sonríe el moreno. “Y gracias por el mes gratis”.



    


Eduardo abre la puerta y Rafael saca su motocicleta que está parada en una vereda interna del jardín delantero de la casa. Amado se encarama justo detrás juntando su paquete a las nalgas del conductor.



En cinco minutos llegan a una calle estrecha dominada por un enorme algarrobo.

“Ese tronco me recuerda ya sabes a qué”, sonríe Rafael.

Amado sonríe también.

“Gracias por traerme y…” el moreno se acerca al oído del conductor. “Gracias por dejarme probar ese culo”.

“Gracias por el banano”, retribuye Rafael. “Espero que no sea debut y despedida”.

“No lo será”, promete Amado, quien saca una llave y abre una puerta de madera algo tosca, parte de una casa común y corriente. Camina hasta su dormitorio. Se quita toda la ropa en la oscuridad.

“Huevón”, susurra.



     

Diez minutos de trayecto con el frío calándole las manos, el pecho y las piernas, y el policía vestido de atleta llega a su casa pocos minutos antes de la medianoche. Su pareja lo espera profundamente dormida, ocupando la mitad de la cama matrimonial. Recién se despierta cuando él ocupa la otra y le roza su cuerpo desnudo.

“¿Qué dice Lalo?”, averigua adormilada.

“Nada en especial”, susurra Rafael. “Extraña a Dalila”.

“Sí… claro”., dice ella antes de quedarse dormida otra vez y de un tirón hasta que el despertador suena a las cinco y se repite el rito de dejar el desayuno preparado e ir hasta el Olympus. Es miércoles. Esta vez, Ángel viste otro de sus enterizos en el que el blanco de la tela no le deja lugar a dudas a la alumna: debajo no hay ropa interior alguna. Mientras ejecuta su rutina, Ingrid puede casi ver cada músculo al desnudo, y mucho más el paquete, aunque lo que jala su vista es el acupulado trasero. Ángel se da cuenta:

“¿Te incomoda?”, le pregunta ensayando una sonrisa cándida.

“No, para nada”, responde ella con mucha seguridad. “Me gusta cuando un chico se pone algo sexy y lo luce con actitud”.

“Ya te dije que tú miras las cosas de otra manera, no como el común de las personas”.



Eduardo sube al tercer piso con cara  de circunstancia, se acerca a Ángel, lo llama a un costado y conversa algo. Ingrid finge indiferencia, pero aunque quisiera, la música de  fondo le impide saber qué están hablando, pero la cara que pone Ángel no le da buena espina. La charla dura un par de minutos. Eduardo sale disparado, El instructor regresa donde su alumna.

“¿Todo bien?”, pregunta Ingrid.

“Todo bien”, responde seco el chico.



    


En la esquina de la manzana donde queda el Olympus, Eduardo espera. Mira hacia la derecha tratando de distinguir algo. Los minutos se le hacen eternos. Toma su celular y marca, timbra en el auricular pero nadie le responde. Entonces lo divisa y lo ve acercarse hasta que se estaciona frente a sí vistiendo una casaca larga y las manos inusualmente cubiertas por guantes de cuero.

“Sube”, le dice Rafael sentado en la motocicleta.  “¿qué pasó?”

“Que tu plan falló”, casi reclama Eduardo ya colocado a su espalda.

El vehículo arranca y el conductor toma una vía más discreta bajo una fila de algarrobos.

“Cálmate, huevón”, se pone firme Rafael. “Sabe qué le pasó pero no quién se lo hizo; además, tu obstáculo es otro, recuerda”.

“Te dije que no era una buena idea”, tiembla Eduardo.

“¿Te arrepientes?”

“¡No sé! Pienso que esto se salió de las manos”.



    


Al llegar a un parque, el conductor sigue de largo por la carretera que mira al río.

“¡Vamos a la clínica!”, reclama Eduardo.

“Me falta combustible y en la ciudad me sale caro”, responde Rafael.



Cruzan el puente. Al fondo se ve una estación de servicios. Cuando Eduardo cree que están perdiendo el tiempo, la moto en lugar de seguir la pista, se mete por un camino de tierra.

“¡¿Qué haces?!”, se alarma el pasajero.

Rafael no responde.

“¡¿Qué haces, carajo?!”



Eduardo entra en pánico y busca su celular, pero en el esfuerzo por abrir el apretado bolsillo de su pantalón de pronto el vehículo pasa sobre un hueco y él cae de espaldas al suelo seco arcilloso. Algunas piedras le hieren. Casi ni puede gritar por el dolor.



Rafael detiene la motocicleta unos metros más allá, baja y se acerca al herido.

“Ningún plan mío falla”, le dice, sacando su pistola de reglamento oculta por su casaca, luego un silenciador. Eduardo mira el arma con pavor.