sábado, 31 de julio de 2021

La hermandad de la luna 5.3

Christian entra furioso al departamento que alguna vez perteneció a Manolo; las luces de la sala aún están encendidas. Mira las fotos y una mezcla de ira y dolor se agitan en su ser como cuando la lava fluida intenta calentar el mar y solo consigue crear pegotes de piedra que explotan aún dentro del frío únicamente para perder el calor. Ahí están Manolo empresario, Manolo deportista, Manolo viajero, Manolo amigo, Manolo hijo, Manolo padre, Manolo hermano… Manolo, el creador no tan secreto de La Estirpe.

“Ni creas que me quedaré a derramar una puta lágrima por ti”, depreca Christian. “Ni una puta lágrima más de las que ya te lloré, ni una”.

Pero sus ojos, pronto, comienzan a brotar gotas que recorren su rostro. Respira profundo, quiere hacerse el valiente, enfrentar lo que quiebra su alma, como alguien le aconsejó, pero no lo consigue. Va al dormitorio, busca algo de ropa, se dará un nuevo duchazo. La noche del sábado todavía guarda algo de virginidad.

 


Casi por dar las once de la noche, en La Luna, Tito avanza con su linterna, su escopeta y un armonioso silbido. La humedad se hace más intensa.

“No tarda en garuar”, avisa por el radio portátil.

“Buenas noticias para la melga que aramos esta semana”, le contesta Carlos, quien no pierde detalle de sus pasos desde el mini centro de control en la caseta de vigilancia.

Alguien avanza imperceptiblemente por el patio principal hasta ocupar LA puerta.

“¿Tío?”, se anuncia Flor.

Carlos casi salta de susto hasta el techo.

“Perdona, tío”, sonríe la chica.

“¿Qué haces aquí?”

“Estaba aburrida adentro; le estoy mensajeando a Frank y no responde”.

Carlos reflexiona unos segundos, pero no halla nada convincente que decir.

“Debe haberse quedado dormido”, excusa.

“¿Tú crees, tío? Si Frank se va A LA CAMA a medianoche o la una, más si es fin de semana. Me parece que se fue de fiesta y anda muy… ocupado, tú sabes”.

“¿Son celos o me parece?”, sonríe el capataz.

“Ay, tío”, reacciona la chica. “¿Celos yo de él? ¡Por favor!”

De pronto, en una de las imágenes, Flor nota que una silueta blanca aparece; algo en ella le dice que no tema pero algo también le hace temer. Avisa a Carlos, quien toma el radio y abre comunicación.

“Tito, ¿Tito?”

“¿Qué pasa, Charlie?”

“Sujeto en los tamarindos; avanza con precaución”.

“Enterado”.

Pero, sorpresivamente, la silueta se desvanece poco a poco. Carlos mira a Flor como para convencerse de que no está viendo mal; la chica luce intrigada y atemorizada. Carlos toma el radio otra vez:

“¿Tito? ¿Tito?”

Nota en una de las ventanas que el gladiador agarra su aparato y parece responderle, pero no tiene retorno. Carlos va al armario detrás suyo, saca la otra escopeta.

“Te vas a quedar aquí, Flor, encerrada, y por nada del mundo, ¿enntendiste?, por nada del mundo abrirás la puerta hasta que yo regrese dándote tres toques”.

“¿Qué harás, tío?”, se pone nerviosa la chica.

“Todo estará bien”.

Carlos sale de la caseta, prende su linterna y comienza a caminar hacia la fila de tamarindos que está justo detrás de la piscina, no más de treinta metros detrás de la casa grande. Pone su arma en ristre y al apuntar al árbol donde detectó la silueta, no hay nada.

“Qué mierda?”, se dice.

Otra luz se acerca.

“¡¿Tito, eres tú?!”

La luz amarilla se aproxima más, temblando en la oscuridad y creando un haz con las finas gotas que empiezan a caer

“¡Sí, Carlos! ¿Qué pasa? ¿Quién está ahí?”

“¡Nadie! ¿Tu radio funciona?”

Tito, quien ya está en el claro que da a la fila de árboles, activa el interruptor de su aparato pero oye estática. Las lucecitas piloto están prendidas.

“No hay señal”, informa a Carlos.

“No puede estar pasando de nuevo”, se alarma el capataz.

Un muy agudo pitido se oye con debilidad.

En la caseta de vigilancia, Flor puede ver a los dos varones dialogando (aunque no puede escuchar nada), cuando de pronto la silueta blanca comienza a aparecer junto a otro de los tamarindos pero del lado opuesto a donde están Tito y Carlos. La chica toma el radio:

“¿Papi? ¿Tío? Respondan… ¿Cambio?”

Únicamente escucha un chasquido permanente como si alguien aún no se animara a bajar la aguja para que el disco de acetatto suene.

“¿Papi? ¿Tío?”, intenta comunicarse más nerviosa aún.

La silueta se desvanece. Entonces, Flor puede ver que Tito saca algo de su bolsillo, lo mira y se lo lleva a la oreja. En segundos, la entrada de una bachata suena en su celular. Mira la pantalla y contesta:

“¿Papi?”

Hay un silencio que se quiebra de pronto.

“It’s me. There’s nothing to fear”.

Flor se asusta mucho más aún. Oye, entonces, el sonido de llamada entrante en el auricular, y le da paso:

“¿Aló?”, dice al borde del llanto.

“¿Hija? ¿Estás bien?”

“¿Qué está pasando, pa?”, solloza.

“Ahora regresamos. ¡No te muevas de la caseta!”

 

sábado, 24 de julio de 2021

La hermandad de la luna 5.2

En el AMW, Adán jala una barra ezeta cargada con quince kilos de pesas amenazando con golpear su mentón. Los movimientos son vigorosos en extremo, tanto que suda profusamente. Termina la serie y se mira al espejo, no para ver cuánto ha vascularizado; busca una respuesta que su reflejo parece no darle. Owen se le acerca  y le toca la nuca.

“¿Frustrado?”

Adán lo mira y entiende que debe serenarse.

“¿Dónde ser más útil? ¿Aquí o allá?”, cuestiona el instructor.

Adán se tranquiliza del todo.

“Tienes razón”.

Abraza a Owen.

“Tienes mucha razón, carajo”, le dice al oído.


 

A las diez y cuarto de la noche, Frank  llega en su motocicleta a media cuadra del Extreme Body Gym & Spa, en una esquina, donde desmonta y se quita el casco; lleva una mochila en la espalda. Hay algunos autos estacionados en fila junto a la vereda y, desde su ubicación, puede ver otros en la entrada del local. Espera sin quitarse los mitones de cuero que cubren sus manos; la noche es muy fría. Entre la gente que sale, divisa a César, quien se le acerca a paso acelerado, mirando a ambos lados y cargando en un hombro su propia mochila.

“Arranca, huevón: Christian está adentro”.

“Monta, entonces”, le ordena Frank.


sábado, 17 de julio de 2021

La hermandad de la luna 5.1

Adán se reclina sobre el sofá en la sala de la casa de Tito, mira a la luz prendida en el techo, resopla fuerte. Alza los brazos y los pone tras su cabeza como intentando oxigenarse más, tragar y digerir todo lo que acaba de escuchar. “Mi sospechoso también es Christian”, revela.

“César me dijo que puede hackear el celular de ese huevón, pero aunque lo lograra, no tendría claro qué información es la que buscamos”, añade Frank, quien está sentado a su lado

“Y a estas alturas ya deben haberla borrado”.

“¿Tú crees, Adán?”

“¡Claro, Frank! Esa gente no da puntada sin hilo”.

Es sábado, nueve de la noche en Santa Cruz.

“Ahora sabemos que Christian y Cruz Dorada trabajan juntos, Adán”.

“No lo sabemos, Frank; lo sospechamos y tenemos muchas pistas. La huevada es cómo demostramos que Christian y Cruz Dorada se unieron para asesinar a Manolo con tal de comprar La Luna sin problemas”.

“El tal Saúl me dijo…”

“El tal Saúl no es de confiar, Frank. Ya viste que se caga de miedo, así que basta con que ellos sospechen que nosotros sospechamos, que ustedes conversaron con él, que le metan miedo y él va a aflojar la lengua”.

“Yo le aseguré que…”

“¡No entiendes, Frank! No se trata de lo que tú le asegures, se trata del poder que tienen ellos. Lo de Flor ha sido una advertencia”.

“Que les salió mal porque hasta a Owen quisieron meterlo en el saco”.

“¿Y te das cuenta, Frank? Hasta la Policía está metida”.

“Es una venganza de Christian porque Tito no dejó que manipularan al señor Manolo, ¿cierto?”

“Yo le advertí a Manolo que ese chibolo no era de confiar; me miró mal, así que no le advertí más”.

“¿De dónde salió Christian?”

“Igual que Tito y Carlos, lo reclutó durante su servicio militar. Su familia no era pobre pero tampoco tenía tanta plata. Cuando empezó a ser parte de La Estirpe, comenzó a dársela de estrella. Como era el más joven y el de mejor cara, comenzó a usar ese gancho para tener las mejores propinas; hasta su carrera de Derecho le pagó Manolo”.

Frank, entonces, recuerda la tarjetita de presentación que le había enseñado la noche anterior a Carlos. Efectivamente, Christian ocupaba casi un primer plano y la cámara parecía adorarlo.

“Tengo que volver al G4G como me comprometí”.

“¿Volver para qué? ¿Qué harás si Christian aparece? ¿Te has puesto a pensar que sospecharía que tu actuación ahí no es ninguna casualidad? Y en últimas, ¿si Flor se entera que actuaste ahí?”

“Ya me comprometí, Adán… y de paso lo comprometí a César”.

“¡Pero el chato solo baila en despedidas de solteras!”

“Igual yo, pero esto amerita arriesgarse, ¿no?”

“No lo sé, Frank… ya tienes el dato, no sé qué más buscas: ¿una confesión de Christian después de irte a la cama cuando acabe  tu show?”

Adán se levanta del sofá y se va por el pasillo. El que se queda aún sentado entiende que no está resolviendo un rompecabezas; le está añadiendo piezas mas bien.


 

En la finca, Tito y Flor comparten una afición que hace semanas no disfrutaban así, juntos: las peleas de artes marciales mixtas por la televisión. ¿Cuánto darían por estar en las tribunas que rodean el octágono? De solo saber los nombres de tan lejanas ciudades alrededor del mundo, se miran y se conforman con la imagen que viene casi gratis y vía satélite. Justo termina uno de los eventos.

“No es justo”, reclama Tito. “El brasileño tenía las de ganar”.

“No sé papi: me debes diez”, anuncia su hija.

El gladiador la abraza y le comienza a dar muchos besos en la mejilla.

“¿Qué haces, papi?”

“Te pago los diez en besitos”.

Ambos ríen.

“Te amo, Florcita, y espero que Frank llegue a amarte tanto como yo”.

“Ay, papi. Ya te dije que ese chico no va en serio; solo será hasta que se vaya del pueblo, en octubre”.

“Igual, Flor. Así se vaya mañana, los dos se me cuidan. ¿Tienes condones?”

“Sí, sí tengo. Sabes que estadísticamente hablando, las más precavidas somos nosotras”.

Justo entonces, Carlos aparece con un inmenso tazón lleno de palomitas de maíz. Flor abre la boca de sorpresa, como cuando una niña conoce que ha sido premiada con el juguete más preciado.

“¡Por Dios, tío!”

“Es para los tres, no para ti solita”, bromea el capataz.

“Si siguen alimentándome así, voy a terminar chanchita”, juguetea la chica.

“Sales a correr conmigo por la finca a las cinco de la mañana, luego calistenia y asunto resuelto”, aconseja Carlos mientras pone el tazón en la mesa de centro frente al televisor.

“Claro, encima de tío alcahuete, tienes tío entrenador personal”, ríe Tito.

“Ay, no le digas así, papi”.

“¿Al fin se convenció tu progenitor de que es mejor que tú experimentes a que él haga experimentos contigo?”, Carlos no se queda callado, fraternalmente hablando.

“Frank es un buen muchacho, impulsivo como todos los de su edad, pero malo no es; aparte es deportista”, califica Tito.

“Y buen bailarín, ¿no, Flor?”, Carlos come unas palomitas, sonriendo.

La chica se sonroja.

 

sábado, 10 de julio de 2021

La hermandad de la luna 4.7

A mediodía ya no quedan alumnos en el AMW, así que Adán y Owen deciden cerrarlo. Tras cuadrar cuentas, los dos ingresan a la casa.

“Tengo que ir a la finca; te traeré almuerzo”.

“No ser necesario”, sonríe Owen. “Yo saber cocinar”.

“¿Seguro?”

“Sí”.

Adán busca su gorra y va al pasillo largo para sacar su bicicleta, cuando se detiene en seco.

“¿Cómo hiciste lo de anoche?”

“¿Yo?”, rresponde el risueño instructor. “Yo no hacerlo solo”.

“¿Cómo lo hicimos, entonces?”

“energía, Ádam. Tu saberlo. ¿Por qué dudarlo?”

El cuerpo de luchador sonríe:

“Hablaremos cuando regrese… y hablaremos mucho”.

Al abrir la puerta y sacar la bicicleta, mira al jardín y nota algo que allí no estaba el día anterior: un pasamontañas negro. Qué raro, se dice. Se agacha a recogerlo, abre su mochila y lo guarda.


 

Tras el almuerzo en la finca, Tito decide quedarse todo el fin de semana con Flor.

“Tomaré tus turnos de vigilancia”, le dice a Frank.

La chica no es partidaria de la idea luego de la intensa noche anterior, pero también trata de entender a su padre tras las horas tensas que les tocaron vivir. Tito encarga a Adán la administración del gimnasio por las próximas cuarenta y ocho horas.

“Deberíamos traer a Owen esta noche para comer y tomar algo aquí”, sugiere el cuerpo de luchador.

“Primero verifica que no haya alumnos para mañana; con esto de que el negro se ha vuelto popular, no descarto que le aparezcan citas de entrenamiento; por otro lado, no quiero dejar ni la casa ni el local solos después de lo que pasó”.

Adán mira a los cuatro costados y se cuida de que no haya nadie escuchándolos.

“¿No hay problema que me quede solo con Owen?”

“No. ¿Qué problema va a haber, primo?”

“Solo… decía”.

“Sigo tu consejo, primito querido”, ironiza Tito.

“Y… ¿te quedó alguna… marca?”

El gladiador no entiende la pregunta.

“En el culo, huevón”, susurra Adán.

“Ah… No, la verdad nada. ¿Y a ti?”

“Ni mierda, primo. ¿Cómo lo hizo si era enorme?”

Tito no sabe qué decir. Incluso para él es un misterio cómo los tres consiguieron dormir tan cómodos esa madrugada en la misma cama de plaza y media.

 


A las siete y media de la noche, Frank y César llegan hasta el tercer piso de un edificio como cualquier edificio en el lado sur de Collique.

“¿Seguro que tu amigo te dijo aquí?”, duda el más joven.

“Es el número”, dice el menos joven.

Frank toca el timbre. Ambos esperan. Un chico joven y guapo les abre la puerta. “¿El señor Saúl? Venimos de parte del fiscal García”.


 

Saúl es un tipo mestizo con rasgos afro, cuarenta y tantos, algo alto, ni delgado ni musculoso, pero sí evidentemente en forma. Tiene ojos grandes, boca también grande y de labios carnosos, cabello crespo esponjado. Viste camiseta y jean entallados, zapatos marrón oscuro con relieves que imitan la piel de un reptil.

“¿Así que quieren bailar como Strippers?”

“No,solo yo”, aclara Frank.

Ambos, junto a César, están en una pequeña oficina donde no hay más que un sofá y un sillón, una mesa de centro sin mayor pretensión estilística, la luz difusa de una lámpara.

“Muéstrame lo que sabes hacer, entonces”, pide Saúl.

Frank mueve la mesa de centro a un costado, coge su celular, ubica el tema interpretado con saxofón y comienza a moverse de manera sensual sin perder el contacto visual con su examinador, quien está sentado junto a César sobre el sofá. Se deshace de la camiseta y Saúl, casi por reflejo, topa y acaricia el grueso muslo del fisicuculturista. Conforme la sensual pieza continúa, el bailarín delante de ellos se quita las zapatillas, el cinturón (con el que hace el típico juego de azotarse sin azotarse y sobarse la entrepierna), y se desabrocha el jean. Frank se acerca a Saúl:

“Baja el cierre”.

El hombre suelta el muslo de César (y César respira menos tenso), lo lleva a la base de la cremallera y con la otra ase el ganchito, lo baja lentamente. Un interior negro con una luna blanca en cuarto creciente, bordada en hilo, aparece debajo.

“No puede ser”, murmura Saúl.

“Bájame el jean”, instruye Frank sin dejar de contonearse.

Saúl duda, tiene el pantalón cogido de las mangas, tocando los duros muslos, pero no se decide a nada. Respira hondo y rápido, y se pone de pie súbitamente.

“¿Qué significa esto?”, inquiere serio. “¿Son policías?”

Frank y César se miran algo nerviosos.

“No, no lo somos”, intenta tranquilizar el primero. “¿Por qué?”

“¿De dónde sacaste esa tanga?”

Frank se mira la entrepierna y reacciona de inmediato.

“Ah, se la compré a un amigo en el gimnasio al que voy”.

“¿Qué gimnasio?”, pregunta un ansioso Saúl.

“El Extreme”, mete su boca César, como impelido por un resorte.

Saúl intenta tranquilizarse, y Frank  se levanta un poco el jean, acercándose. Pone su mano derecha en la nuca de su anfitrión, y la izquierda en medio de su pecho.

“¿Te traemos agua? No luces bien”.

Saúl se niega. César se levanta y lo toma del brazo derecho.

“Siéntate, tranquilízate”, le sugiere.

Saúl considera que ésa es una mejor idea. Frank se coloca a su lado.

“¿Quién los envió, muchachos? ¿Cuánta plata quiere García? ¿Van a cerrarme el local?”

“Nada de eso, señor. Solo vine a pedirle trabajo porque me dijeron que su club es… muy concurrido”.

“¿Quién te dijo eso?”

“ehhh…”, se entromete César.  “Lo que mi amigo trata de decir es que… usted tiene un público selecto… como… el doctor… García”.

Saúl parece respirar más tranquilo.

“Entonces García los mandó”.

“Solo nos recomendó”, aclara César.

¿En serio solo es eso, muchachos?”

“Sí, mire”, le dice Frank terminándose de sacar el jean y poniéndose de pie delante suyo, girando hasta darle la espalda, luciendo el hilo dental negro.

“Rico culo, aunque falta depilarlo…”, califica a Frank.  “¿Y tú no bailas?”, se dirige a César.

Frank carraspea.

“Sí, pero… ehhh… no vine preparado”, se justifica César.

Frank carraspea de nuevo.

“Pero… ehhh… puedes verme si quieres”, ofrece el fisicoculturista, quien se pone de pie, pide música, y comienza a desprenderse de su camiseta, sus zapatillas, su jean y se queda en un bóxer blanco pegado.

“Se mueven bien, chicos; pero los shows en el G4G terminan con los chicos… desnudos”, aclara Saúl.

Frank y César se miran algo nerviosos. El más joven hace un gesto con la cara y el fisicoculturista se le acerca; el que viste la tanga hilo dental toma la pretina del bóxer, y se lo baja a César simulando besarle el cuello.

“Sígueme la corriente”, alcanza a decirle casi infrasónicamente en la oreja.

El más musculoso toma las tiras de la tanga y se las baja a Frank. Ambos se abrazan y siguen besándose en el cuello mientras rozan sus penes. Lo gracioso es que, por la diferencia de estaturas, el más joven lo hace a la altura del ombligo de César, y éste termina metiendo su erección entre las dos piernas de su amigo.

“me han puesto arrechísimo”, comenta Saúl, quien se pone en pie, se desnuda todo y se acerca a los chicos tratando de meter su pene erecto y largo entre los torsos bien labrados. Ambos le besan indistintamente el cuello y las tetillas. Saúl se hinca y comienza a chupar los falos de cada uno. César mira a Frank con cara de ¿¿y qué viene ahora?’. El joven alto y atlético solo guiña un ojo como respuesta.

“Oh”, Saúl deja de mamar los penes y se sienta en el sofá. “Vengan”.

Ambos chicos lo siguen y flanquean, continúan besándose en el cuello, mientras sus manos se confunden acariciando alguno de los tres cuerpos.

“Mejor nos tranquilizamos, chicos”, opina Saúl; “si los ordeño ahora, ya no querrán bailar más tarde”.

“Solo bailaré yo”, reitera Frank.

Saúl sonríe. Al fin, el más joven se anima a darle un breve beso en la boca, aunque por puro compromiso.

“¿Por qué te jodió ver mi tanga?”

“¿¿Sabes qué tiene bordada?”

“Una Luna. Pero, ¿qué tiene que ver eso?”

“Pensé que era un mensaje de los dueños anteriores. ¿Has oído hablar de Manolo Rodríguez?”

“No”, miente Frank con todo desparpajo.

“Fue el dueño de este local hasta hace cinco o seis años, pero no sé por qué terminó vendiéndolo. Él protegía a un chibolito, Christian, que intentaba manipularlo, pero Manolo no caía fácil, aunque no tanto porque fuese fuerte sino porque tenía un grupo de empleados. Se llamaban La Estirpe, un juego de letras que venía de strippers. Recuerdo que había un ojos claros, velludo como tú, blanco; le llamaban Joey. A Christian no le gustaba que ese chico interfiriera en sus planes. Manolo mandó todo a la mierda y puso en venta el local. Yo se lo terminé comprando. Christian quiso venir a manipularme también, pero lo puse en su sitio; ahora es cliente”.

“¿Es cliente de aquí?”, Frank verifica.

“Sí, viene siempre. Tres o cuatro veces por semana. Hoy de hecho que viene para quedarse de amanecida hasta mañana”, sonríe Saúl.

“¿Y vino esta semana?”, interviene César.

“¿Seguro que no son policías, chicos? Tienen todo el corte”.

“Sí”, bromea Frank. “Tócame mi pistola y mi placa”, le insinúa moviendo su cadera.

Saúl ríe.

“Sí, sí vino esta semana: el miércoles estuvo un rato, pero tuvo un problema con otro chico, un venezolano que lo conocemos como Edú”.

Frank y César se miran sorprendidos pero tratando de disimular lo más posible para que Saúl no lo advierta.

“Tuvimos que llamar a la ambulancia porque Christian se desmayó en un privado”.

“¿Y el venezolano?”

“Se esfumó”, responde Saúl.

“Vamos a prepararnos para venir más tarde”, avisa César a Frank, quien asiente. Los dos chicos recogen las prendas del suelo y se visten otra vez. Saúl hace lo mismo y saca su billetera, toma dos de doscientos y le da uno a cada chico.

“Díganle al Juancho que no me haga problemas, por favor”.

Los chicos miran desconcertados a Saúl.

“No somos policías”, repite Frank.

“No importa… aunque sea para sus pasajes. ¿Vendrán más tarde, no?”

“Claro”, miente Frank. “Solo algo más… ¿Christian solo vino el miércoles?”

“Ah, no”, retoma Saúl. “También vino el lunes, y no vino solo: estuvo con Manolo, y fue la última vez que los vimos juntos… y que lo vimos vivo”. Saúl comienza a sollozar.

Frank abraza al hombre mientras mira sorprendido a César.

“Toma”, le devuelve el billete a Saúl, quien lo mira totalmente desconcertado.

“¿Por qué?”

“Nadie debe saber que tuvimos esta conversación… podría comprometerte”, aconseja el muchacho.

“Me das miedo”, tiembla Saúl.

“Tranquilo que nada te va a pasar, promete Frank. “Te diré qué vamos a hacer”.


 

sábado, 3 de julio de 2021

La hermandad de la luna 4.6

En la cocina de la casa grande, el reloj marca media hora después de las cero horas. Carlos prepara una infusión de valeriana, mejor dos, y sirve una a Frank, quien revisa la pantalla del celular de su tío.

“¿Es en serio todo esto?”

“Parece que sí”, responde Carlos.

“¿Y… qué fue lo que vi esta noche?”

“energía antigua, Frank. Es la forma cómo los gentiles tratan de avisarnos cosas: el verde significa simpatía, el celeste significa precaución, el rojo significa victoria.

“¿Y el amarillo?”

“Que no pasa nada, que todo sigue igual y hace falta cambiarlo”.

“¿Hay blanco?”

Carlos sonríe:

“No, el blanco es exclusivamente el color de Shi, la Luna, y significa plenitud”.

“¿Y de qué o de quién debemos cuidarnos, tío?”

“No lo sé”, responde Carlos.

Frank termina toda su taza y se levanta de la mesa.

“Ah, luego lavo la tanga y te la devuelvo, tío”.

“No hace falta: es tuya”.

El muchacho sonríe y entra a la sala. En el segundo piso, en el dormitorio lateral, lo espera alguien que no le generará susto alguno. Abajo, en la cocina, Carlos se queda pensando en la pregunta de su sobrino: ¿de quién deben cuidarse? La respuesta que tiene parece obvia.

 


A la una de la mañana, la calle a la que da la fachada verdadera de la casa de Tito está vacía. La única luz encendida es la de los postes de alumbrado público. Alguien vestido de negro camina procurando hacer el menor ruido posible. Se acerca con mucho sigilo a la vereda y se pone en cuclillas, saca un frasquito de un bolsillo y un cepillo de dientes del otro; vierte un líquido sobre el cemento y comienza a refregarlo con el pequeño instrumento de plástico. Cuando está más concentrado en su tarea, busca el recipiente y no lo encuentra. ¡Se supone que lo había guardado otra vez en su bolsillo izquierdo! Mira alrededor, pero no encuentra nada hasta que, sin previo aviso, se queda helado del susto.

“¿Buscas esto?”, susurra un hombre negro musculoso, quien parece estar suspendido en el aire a solo unos centímetros sobre el jardín, totalmente desnudo, con gruesos brazaletes dorados en ambas muñecas,  y con el pomito en la mano.

La persona, quien tiene el rostro cubierto por un pasamontañas, no puede articular palabra y colapsa sobre la vereda.

Cuando el día despierta, a eso de las cinco de la mañana, la vecina de Tito sale a barrer su vereda cuando distingue el bulto negro; lo topa con la escoba, y, al notar que se trata de una persona, más por curiosidad que por otra cosa, le descubre la cara.

“¡Jesús, María y José!”, se asusta la doña.

Le da pequeñas bofetadas. Al no hallar respuesta, deja la escoba olvidada en la vereda, y va ligerito a la posta médica por ayuda. No pasa ni un minuto cuando el joven reacciona; se sienta en el cemento, atontado. Mira a su alrededor nuevamente: solo está el cepillo. Se alarma al ver la escoba tirada junto a él y la puerta abierta de la casa vecina. Se desespera buscando algo más, pero no lo halla. Prueba a ponerse de pie.

“A la mierda”, murmura.

Abandona la escena por sus propios medios tan rápido como le es posible, olvidando el pasamontañas en la huída.


 

Ya a media mañana, César llega a La Luna a pedido de Carlos. Su propósito es usar la habilidad que el fisicoculturista tiene con los aplicativos de computación para detectar qué pasó con los saltos de grabación en la cámara, aunque la respuesta técnica está sobreentendida: el equipo dejó de transmitir imágenes en vivo por un tiempo, y eso en la grabación se nota como un salto, aunque en vivo luciera como una fotografía digital.

“Las dos interrupciones fueron de dos minutos; mira el reloj en esas tomas y mira el reloj de otra cámara que elegí al azar”, sseñala a Carlos.

“No hay pérdida de tiempo”, comprueba el capataz.

“Es un problema muy común en estos equipos y en estas redes: oscilaciones de electricidad, saturación de datos en la red; virus no es porque ya le pasé mi medicina mágica y tu laptop está más limpia que laboratorio de discos compactos”, presume César.

“Fueron esas luces”, concluye Carlos.

“¿Variaciones del campo electromagnético capaces de afectar una cámara de video? ¿eso me estás diciendo, Zavala?”

El capataz no sabe cómo responder a eso, pero no es el dato que más le preocupa.

“¿Así que Christian Esteves no solo dispone de la camioneta sino también del departamento”.

“Ya te imaginarás que cuando fuimos con ese otro pata, el tal García, me recagaba de miedo; miedo y respeto, tú sabes: ésa fue la casa de Manolo”.

“¿Cuál García?”, se intriga Carlos.

“Un flaco, pero bien marcado, como de tu estatura, blanquito, pecoso”.

El capataz hace memoria rápidamente.

“¡Juan García!”

Lo conoces, Zavala?”

“Era asiduo cuando bailábamos en La Luna. Su familia es de plata, así que lo teníamos metido todos los fines de semana desde que salió de la universidad o por ahí, pero apenas Christian se licenció e ingresó al elenco, se le hizo cliente habitual. Ahora es fiscal”.

“A la mierda; por eso se conocen. ¿Sabes que quería convertirse en mi sponsor a cambio de que me convirtiera en su marido?”

“Esa es su cantaleta de toda la vida… es pura boca; solo hay que seguirle la corriente, pero de que sí suelta buen billete, sí suelta si lo tienes bajo control”, Carlos se estruja la entrepierna.

“Quería que vayamos a un local que tiene nombre como fórmula química. NH4, H2O, CH4, algo así”. César verifica otros parámetros en la laptop. “¡Ya me acordé! G4G”.

“Me suena, pero no lo conozco”, afirma Carlos.

“Ahí quería el García seguirla”.

Frank entra de improviso, carraspeando:

“Tío, Tito te necesita en la fila de tamarindos”.

“Ahora vengo”, indica el capataz; ttoma una gorra y sale a ver qué está pasando.

Frank espera hasta quedar a solas con César:

“Así que el G4G”.

César lo mira sin entender.

“¿Qué tiene, mi Frankie?”

“Quisiera ir ahí… y tú vas a ayudarme, César”.