viernes, 4 de junio de 2021

La hermandad de la luna 4.2

Salvando el tráfico de la hora punta, la camioneta llega veinte minutos después a La Luna.

“¿Por qué no bajas un momento, Christian?”

“Ehhh, no Carlos. Para otra vez será. Mas bien, ¿dónde está Tito? Quiero que me dé detalles a ver si hará falta algún patrocinio legal”.

“Papá iba a estar en casa hoy, doctor Esteves”, le informa Flor con mucha seriedad.

Ella y Carlos bajan del vehículo, el que arranca y continúa un par de kilómetros más allá. Mientras la chica va hasta su habitación en la casa grande, Adán, quien abrió la puertecilla del gran portón de acceso inquiere a Carlos con la mirada:

“No tiene idea aún”.

“Ese huevón no me da buena espina, Carlos”.

“¿Crees que terminará vendiendo la finca?”

“Creo que va a joder a Tito”.


 

Cinco minutos después, Christian estaciona la camioneta que pertenecía a Manolo en la entrada del AMW. Baja e ingresa. Lo primero que le llama la atención es la concurrencia; lo segundo, que las tres fotografías de gran formato sigan allí al fondo como si se tratase de un altar dedicado a la perfección física masculina: Tito, Manolo y Adán; tercero, que Frank le dé la bienvenida.

“¿Y Tito?”

“Ya sale”, le informa el más joven. “Creo que entró al baño”.

“Oye, y… ¿cierto que un negro quiso abusar de su hija?”

Frank enciende sus alarmas, pero no tiene tiempo de preguntar más porque Tito le palmea el hombro.

“¿Terminaste la bicicleta?”

“Ni comienzo”.

“Anda, yo atiendo al doctor”.

Frank camina hasta la zona de calentamiento. Tito y Christian se miran frente a frente. El gladiador invita al abogado para entrar a su casa.

“Supe lo de tu hija y quiero saber si necesitas algo”.

“¿Ya sabes también que se está quedando en la casa grande? Todos ahora sospechamos que Cruz Dorada está detrás del asesinato de Manolo, y tú eres el hombre de las leyes”.

Christian  tose y carraspea.

“Necesitamos pruebas, Tito. Tú sabes que no puedo acusar sin tener al menos un documento que conecte la muerte de Manolo con esa empresa; y aunque hubiese, no puedo poner a Cruz Dorada en el banquillo de los acusados. Tengo que individualizar responsabilidades”.

Tito se levanta, va a una cómoda de la sala y saca una linterna. Invita a Christian a salir por la otra puerta a la calle, la oficial por así decirlo. Enciende la luz y la dirige a la vereda.

“La Policía nunca vio o no quiso ver eso”.

Christian agita su respiración al notar la mancha roja seca y amorfa sobre el concreto.

“¿No es pintura?”, dice con cierto nerviosismo.

“Pintura de venas”, le responde el gladiador.

Christian se incomoda, carraspea otra vez.

“Tengo que regresar a Collique; quiero ver si consigo a uno de Criminalística para que vea esto. No barras ni laves la vereda”.

“No lo haremos”, asegura Tito.

Christian prefiere no volver por la entrada del gimnasio y bordea la esquina hasta subir a la camioneta. Tito nota que antes de partir, el abogado habla con alguien por su celular. De pronto, gira su cabeza hacia el pequeño jardín en su fachada y nota una bolsita plástica con algo adentro.

“Gente de mierda que bota su basura”.

Se mete con cuidado, alarga su mano y lo que rescata lo deja confundido: un estuche de preservativos sin usar y un papel roto donde se lee G4G en tinta negra. La bolsa está sellada con un nudo bien apretado.

 


Mientras tanto, en el salón del AMW, Frank termina su calentamiento amenazando con romper los pedales de la bicicleta. Al bajarse, casi patea a una mujer, quien logra esquivarlo.

“¿Qué tienes Frankcito?”, aspaventea la dama en sus treintas.

El muchacho reacciona y reconoce a doña Carmen, la enfermera de la posta.

“Perdone, estaba distraído. ¿Sí, señito?”

“Ay, muchacho. Casi me haces mastectomía radical doble con la planta de tu zapatilla”, sonríe ella.

Frank frunce el ceño por ignorancia. La mujer casi lo abraza, pues le arrima su cuerpo sin mayor inhibición:

“Ibas a dejarme sin las dos tetas”, le traduce.

Ambos se ríen. ¡Y vaya que es un buen par de tetas!  Frank va a pedirle permiso para avanzar a otro ejercicio, pero antes quiere salir de dudas.

“Señito”, se le aproxima otra vez. “¿Qué sabe usted de los dos patas que entraron ayer como a la hora del almuerzo?”

“¿Los de Cruz Dorada?”

“Sí. Nos dijeron que habían declarado a la Policía”.

“Me imagino que habrán declarado en Collique, Frankcito, porque acá no lo hicieron”.

“¿Cómo que no lo hicieron, señora Carmen? Si hasta acusaron a Owen…”

“Ay, hijito, no sé si eso habrán hecho cuando los llevaron a la ciudad, porque acá entraron y salieron de la posta tan inconscientes que hasta podías haberles dibujado muñequitos en su cara y no se daban cuenta”.

La enfermera toca la mejilla del muchacho, quien se queda cual estatua en medio del movimiento, como encantado. Solo Owen lo saca del trance quién sabe aparecido de dónde.

“¿Listo para rutina de bíceps y tríceps?”


 

 

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