domingo, 14 de febrero de 2021

La hermandad de la luna 1.1

El sol está en su cenit, pero debajo del algarrobal remanente no se siente tan fuerte; además, recién está acabando junio, así que no es la época en que se sude demasiado. Carlos avanza por un caminito que rodea una especie de lomita cubierta por más árboles añejos de troncos con cuarteadas cortezas marrón oscuro gracias al astro rey, al viento, la humedad y el tiempo. Mira a los costados, verifica estar solo. Un chapoteo se oye detrás de unos arbustos. En una horqueta reconoce una camisa, un jean y un sombrero de ala ancha confeccionado en fina toquilla con su cinturoncito en imitación cuero. Al pie de la ropa colgada, sobre el suelo que ahora se ha convertido en cemento, los botines de cuero beige. Mira al lado. Sí, hay otra horqueta libre. Se quita su sombrero y lo deja en una saliente de uno de los algarrobos, verifica que no haya hormigas y comienza a quitarse la camisa, sus borceguíes, su jean algo raído y su calzoncillo. Avanza con cuidado por el caminito de cemento hasta hallar césped silvestre, se para sobre él, se arrodilla y se inclina hasta que su frente toca la fina y agudita hierba.

“Gracias, Yup, por permitirnos la vida”, musita. Se queda en esa posición por unos segundos más, y al incorporarse, tiene frente a sus ojos una lagunita de aguas cristalinas rodeada de tupidos algarrobos, hualtacos y charanes. Al medio del cuerpo de agua, ahora no lleno a toda su capacidad, alguien  intentando mantenerse a flote. Ingresa con cuidado a la pequeña piscina y nada hasta llegar a aquel cuerpo, lo topa.

“¡Mierda, me asustaste, huevón!” El otro cuerpo se pone en pie y deja ver la mitad de su físico sobresaliendo: tez algo blanca, pectorales, espalda y brazos algo marcados aunque con un leve descuido en el abdomen.

“No jodas, Manolo; no digas que no me escuchaste entrar”, ríe Carlos.

Manolo toma a Carlos por la cintura, lo abraza pegándolo a su cuerpo y lo besa en la boca procurando que ambas lenguas traten de enredarse. Se separa.

“¿Ya llegó?”.

“Sí, ya te está esperando en tu oficina”.

“¿Y es como me lo vendiste?”

“Sabes que no podemos mentir”.

Ambos hombres salen del agua y regresan a la orilla, caminan hasta donde está la ropa colgada.

“Has adelgazado, Carlos”, le observa Manolo.

“La preocupación”, responde el hombre trigueño, cuerpo marcado, algo velludo, piernas fibrosas, nalgas algo levantadas, largo pene flácido con grandes bolas bajo un vello evidentemente recortado. “Tú deberías bajar esa panza”.

Manolo sonríe: “Esto compensa”, dice golpeando sus gruesas manos sobre sus pronunciados glúteos. Mientras se pone el pantalón, se nota lo desarrollado de sus musculosas piernas, dicho sea de paso. Su pene no es tan largo, pero sus pelotas sí son generosas, vello púbico totalmente rasurado, lo que hace juego con su cuerpo mayormente lampiño.

Ya vestidos, toman el camino de regreso hasta dar con una fila de overales, los que traspasan con cuidado de no rasparse, saltan la acequia y toman el camino de regreso a la casa grande.


 

Al llegar al patio lateral, el fornido Tito extiende varias vainas de tamarindo sobre unas mantas que ha colocado en el suelo, y cuyas esquinas ha asegurado con piedras para evitar que el viento ccomplique su tarea.

“Manolo”, pasa la voz dirigiendo sus ojos verdes al dueño de la finca.

“¿Todo eso es de un solo árbol, Tito?”

“Tres. Este año no ha sido bueno para los frutales. A ver si para este verano las cosas mejoran”.

Manolo sonríe y avanza flanqueado por Carlos hasta llegar a una de las puertas de la casa de dos pisos, arquitectura muy básica, pintada de blanco, un porche con techo de teja. En la banca del corredor, un joven de cabello lacio bien peinado en montañita, polo y jean pegados, zapatillas, los ve llegar. En el rostro del muchacho hay mucha ansiedad.

“Guapo es”, murmura Manolo a Carlos mientras se acercan.

Cuando los dos hombres entran al porche, se le aproximan y el chico se pone de pie, revelando una esbelta figura.

“Éste es mi sobrino, Frank”, presenta Carlos.

“Mucho gusto, señor Rodríguez”, extiende tímidamente la mano el jovencito.

“Mucho gusto”, responde Manolo muy afable. “Adelante”.

Abren la puerta y adentro, en un lado del escritorio, el trigueño y buenmozo Christian está escribiendo algo en la computadora. Mira a los tres varones que ingresan, se quita los delgados anteojos y los saluda.

“¿quieres tu silla?”, le consulta a Manolo.

“No, sigue”, dice el jefe jalando otra similar, mientras Carlos se queda de pie a su costado y Frank permanece lo mismo pero delante del escritorio.

“Me dice tu tío que te acabas de licenciar. ¿Cuántos años tienes?”, le apela Manolo.

“Veinte, señor Rodríguez. Me di de alta aquí en Collique”.

“¿Te explicó de qué se trata el trabajo?”

“Sí, señor, y siento que estoy preparado para ser de mucha utilidad aquí en la finca”.

“Veremos… ¿quieres quitarte esa camiseta, por favor?”

Frank mira con cierto asombro a Carlos, quien le hace un leve gesto. El mozo entonces se despoja de la prenda y revela un torso algo velludo muy bien labrado, con brazos fuertes. Christian lo mira de reojo.

“Pareces más familia de Tito que de Carlos”, intenta bromear Manolo. “Date la vuelta”.

Frank gira y enseña su bien trabajada espalda, ancha arriba, delgada en la cintura.

“¿Y si hay que correr, estás entrenado, Frank?”, inquiere Manolo.

“Sí, señor”, responde el muchacho entre seguro e inseguro.

“Muéstrame tus piernas, entonces”.

Frank duda y comienza a sudar. Se toma el cinturón, lo afloja, se desabotona y baja la cremallera, se deshace de las zapatillas y se quita el jean. Bajo el bóxer rojo, hay dos potenttes glúteos, y unas extremidades inferiores que lucen unos femorales y pantorrillas dignos de futbolista.

“Date la vuelta”, pide Manolo.

Frank traga saliva y gira de nuevo: no hay mayor sorpresa, excepto confirmar lo musculoso y velludo de sus piernas.

“¿Y serías capaz… de quitarte ese bóxer?”, pregunta Manolo.

Christian se asusta, Carlos se incomoda y mira el nerviosismo creciente en los ojos de su sobrino. Son segundos silenciosos realmente embarazosos.

“¡Bromeo, carajo!”, exclama Manolo, y todos parecen respirar con tranqilidad nuevamente. “Vístete, muchacho”.

Manolo se levanta de su silla y da una palmada en la espalda a su capataz, Carlos: está empapada en sudor.

“Extiéndele un contrato por tres meses”, instruiye a Christian. “Asígnale los turnos de noche y que comience desde mañana”, ordena a Carlos.

Frank se viste. Manolo camina hasta él, y lo abraza semidesnudo aún.

“Bienvenido, pasaste la prueba de la humildad y la obediencia”.

“Gra-gracias, señor Rodríguez”, dice el abochornado mancebo.

Manolo se va hasta la otra puerta, pero gira de pronto hacia Christian: “Terminas eso y subes”. Y mirando a Carlos: “Que Tito nos dé alcance”. Y, tras guiñar un ojo, abre el madero, y se mete a la casa.

Frank, aún con el jean a medio subir, se siente extraño.

“Ya vengo”, dice Carlos, y sale del despacho, serio.

Christian carraspea un poco viendo al chico delante suyo, se acomoda los anteojos: “¿Trajiste tu DNI?”

 

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