domingo, 28 de febrero de 2021

La hermandad de la luna 1.3

A un cuarto para las dos, los tres amantes salen al patio delantero donde Adán y Carlos descansan tras almorzar.

“Tienes la tarde libre”, congracia Manolo a Tito.

“Quisiera, pero hay que vigilar ese tamarindo”, se excusa el peón.

Manolo se sonríe al comprobar la lealtad que, tres décadas después, se mantiene indestructible.

“¿Y no regresaron los de Cruz Dorada?”, consulta el dueño a Carlos.

“Desde esa vez que los sacaste a balazos, no”, informa su capataz; “pero sí los he visto rondando por el canal”.

“¿De todas maneras no venderás la finca?”, consulta Adán.

“Estás loco”, responde Manolo. “Estas veinte hectáreas están produciendo, y produciendo bien: mango, maíz, tamarindo, jatrofa, palta, maracuyá. ¡Todo lo estamos vendiendo! Y con su trabajo, esta tierra realmente está dando un gran rendimiento, todo orgánico. ¿Qué se siente que el fruto de su trabajo llegue a un supermercado de Nueva York, Madrid, Amberes, Bruselas, Turín?”

“Y no te olvides el banano que se va para California y Oregón”, agrega Carlos.

“¿Se dan cuenta?”, arguye Manolo. “¿Qué garantía hay que Cruz Dorada respete el valor y el poder de su trabajo?”

“Además, está… eso”, agrega Carlos.

Manolo palmea el hombro del capataz, le sonríe:

“Nos vamos”.

Christian y él se suben a la camioneta y parten tomando la pista al lado del canal.

“¿Ya le dijiste cómo Oj cambió de amarillo a azul?”, se adelanta Adán a Carlos.

“No, no me parece oportuno”, se justifica el capataz. “Manolo confía demasiado en Christian”.

“Y por lo visto, cacha mucho con él”, murmura el fornido Adán, aunque no tan despacio como para pasar inadvertido. “Él y Tito”.

“Tú también has cachado con él, yo también he cachado con él”.

“No por placer, Carloncho; no como ellos”.


 

A lo largo del canal no hay mucha agua pero tampoco está escasa.

“Sabes que fue torpe correr a los empleados de Cruz Dorada como lo hiciste”, observa Christian.

“No les dio la puta gana entender que yo no vendo la finca”.

“Manolo, ¡han triplicado el precio por lo que realmente cuesta La Luna!”

“La finca La Luna, mi finca, no está en venta. Fin de la discusión, Christian. Mas bien, nunca terminaste de decirme por qué ya no quieres participar con los muchachos”.

“Porque, querido Manolo, ya no soy el chico que rescataste en ese cuartel hace trece años; me hiciste crecer”.

Entonces el abogado divisa en la orilla del canal a un hombre negro, alto y completamente desnudo, una cadena de hierro esposando sus manos. Parece que lo mira fijamente. Christian se queda sin habla. Cuando al fin puede parpadear.

“¡Frena, Manolo!”

“¿Qué pasa?”

La camioneta se detiene en seco, Christian sale y casi se va cuerpo abajo al pequeño caudal; recupera el equilibrio, y cuando mira camino atrás, no hay nada. Va corriendo hasta el punto donde vio al negro musculoso. No puede ser. Ni huellas, excepto un leño de zapote.

“¿Qué tienes?”, Manolo le da alcance.

“Vi algo… ¡vi a alguien!”

“Hablas huevadas; necesitas un buen almuerzo, especialmente luego de ese trío que hicimos”.

Manolo abraza a Christian y casi lo fuerza a regresar al vehículo.


 

Esa noche, Adán hace su ronda armado de escopeta, linterna y radio. Ilumina a los lados en la oscuridad de las diez de la noche. Corre un viento muy frío, así que está bien abrigado.

“Mango sector dos, despejado”, informa presionando el botón del radio.

“Mango sector dos, despejado”, confirma Carlos mediante la bocina del artefacto. “Pasa a las paltas”.

Adán camina unos veinte metros más hacia la casa grande. La noche es serena, apenas un mosquito, los incesantes grillos, una que otra libélula, el resplandor intenso de Collique a la izquierda, el leve resplandor de Santa Cruz, el pueblo más próximo. El cielo sobre su cabeza luce encapotado y negro. Un par de ojos rojos aparecen en el camino. Adán sonríe.

“Zorrito, zorrito, ¿horas de cacería?”,

Al fin llega a los paltos y lo mismo, dirige la linterna en cada fila de árboles, las recorre poniendo su escopeta en ristre. A pesar de la seguridad en torno a La Luna, siempre habrá quien ose violarla y se escabulla para cosechar lo que jamás sembró, aunque nadie ha pretendido incursionar en la propiedad por miedo.

“Tío”, le preguntó alguna vez Frank a Carlos antes de ir a su prueba para conseguir el puesto, “¿qué hay de cierto sobre la luz verde que sobrevuela la finca?”

“¿Luz verde? ¿Cuál luz verde, sobrino?”

“Dicen que se ve a medianoche desde el pueblo”.

“La gente habla huevadas”, siempre ha sido la respuesta de Carlos.

Precisamente en el pueblo, donde falta una buena posta de salud, donde la escuela está en malas condiciones, donde las pistas se están cuarteando, donde la basura se acumula a la entrada y la salida, hay dos tipos de negocios que siempre están en excelentes condiciones: los restaurantes turísticos y el AMW Gym, administrado por Tito. (“¿Cómo mierda se pronuncia ese nombre?”, le pregunta Adán, uno de los alumnos habituales, constantemente). Precisamente, Frank sale de la ducha ya abrigado y listo para irse a casa. En la mesa de recepción, Tito cuadra caja.

“¿Está todo en orden, jefe?”, verifica el muchacho.

“Sí, como siempre”, da conformidad Tito. “Ahora que vas a trabajar en la finca, vamos a ver cómo nos multiplicamos”.

“¿Y no hay otro instructor que pueda hacerse cargo cuando tú o yo no podamos? ¿O piensas cerrar el gimnasio?”

“Ni cagando, Fran. Si pasa algo en La Luna, éste será mi refugio económico. Vete a casa que mañana debes madrugar a tu nueva chamba”.


 

De vuelta en la finca, Adán termina su ronda nocturna y regresa al puesto de vigilancia, donde Carlos tiene un escritorio  sobre el que se haya una laptop hábilmente colocada para que el visitante no vea el contenido: imágenes en directo generadas por varias cámaras estratégicamente conectadas a lo largo de la finca y dentro de la casa grande; incluso hay un par en la entrada de la pista.

“¿Qué tal se me ve en HD?”, bromea Adán.

“Más horrible que en persona”, barbea Carlos.

“Los tamarindos de Tito no andan muy bien que digamos, y deberíamos hacer algo aprovechando que es luna nueva”.

“¿Estás cargado?”

“Completamente. ¿Tú?”

“Creo que sí”.

“Si no estás seguro, tenemos tres noches más, y creo que soy el único acá que sí puede guardar abstinencia”, ironiza Adán.

“De una vez vamos porque esas plantas no pueden esperar más tiempo”, acepta el capataz.

Ambos (Carlos porta una mochila) van avanzando a lo largo de la propiedad siguiendo el recorrido de una acequia, la principal. Cada cierto tramo se detienen y abren una pequeña compuerta. Por ahora el curso está húmedo, algo barroso debido a que esos días han estado regando otros sectores de la parcela. Llegan a la fila de overos, saltan la pequeña zanja, toman el camino secreto, ubican los algarrobos. El capataz abre su mochila y saca una botellita, se la ofrece a Adán, quien la abre y toma tres sorbos.

“¡Asssuuuuuuu!”, exclama al sentir cómo va raspando la garganta. Se la devuelve a Carlos, quien lo imita.

“Está potente”, comenta el peón.

“¿Ya te comenzó a hacer efecto?”, consulta Carlos.

“Poco a poco”.

El capataz saca unas prendas con peculiares triángulos de líneas negras dentro de los que hay círculos negros seguidos de triángulos negros donde hay círculos vacíos. Le da uno a su compañero, quien ubica la saliente de uno de los árboles y comienza a desvestirse por completo; Carlos hace lo mismo. Ya desnudos, avanzan por el camino encementado hasta la orilla  de la lagunita cuyo recipiente también ha sido reforzado con concreto para evitar al máximo la filtración y la erosión del suelo. Carlos y Adán se ponen las prendas en la cabeza y abren un frasquito de Agua de Florida.

“Se benévola, Yup, así como nosotros te protegemos con amor”, ora el capataz.

“Se benévola, Yup”, repite Adán.

El primero lanza un chorro del Agua de Florida al agua de la laguna y súbitamente el viento cesa, deja de hacer tanto frío. Carlos se inclina hasta poner su cabeza en contacto con la fina grama de las orillas, y Adán se arrodilla tras él en la misma posición. Esperan varios segundos.

“Yup aceptó la plegaria”, avisa Carlos. “Ahora exige nuestra ofrenda”.

Sin perder la posición, Adán se adelanta un poco hasta ganar las nalgas algo velludas de Carlos, las toma, las acaricia de adentro hacia afuera, acerca su boca y comienza a lamer el ano. Lo hace con sumo cuidado, respeto. Mete la lengua ampliando el esfínter, humedeciéndolo con su saliva. Logra expandirlo. Se arrodilla detrás de él y hace crecer su pene a punta de un lento masaje. Cuando está duro y bien lubricado, lo comienza a introducir lentamente. Carlos jadea y respira profundo y lento. Adán comienza a mecerse concentrándose en la imagen de unos ffrutales reventando de producción mientras sonríe para sí mismo; imagina el agua saciando la sed de cada planta, cada árbol, saciando su propia sed, limpiando su cuerpo, permitiendo preparar sus alimentos. ¡Oh, cuán bendita es el agua aquí! Siente la proximidad del orgasmo.

“Estoy listo”, avisa.

Saca su pene, se pone de pie, camina hacia la laguna hasta que le cubre medio cuerpo y detrás Carlos hace lo mismo. Ambos se masajean sus falos dentro del agua hasta que el semen de cada cual se dispara en lo cristalino. Salen de inmediato y caminan hasta un extremo de la piscina,, abren una compuerta, dejan fluir el líquido. Mientras esperan un tiempo prudencial, se ponen frente a frente, se abrazan con dulzura, se dan un beso profundo en la boca. Una luz verde sobrevuela el lugar. Cierran la compuerta y regresan hasta el punto en la orilla donde copularon. Carlos saca una raja seca de palo santo y le prende fuego. Ambos varones se arrodillan a contemplarlo en silencio. La flama amarilla progresivamente se vuelve verde. Buen augurio. Sin embargo, una súbita ráfaga fría de viento corre, y los dos hombres se miran con cierta alarma.

Oj se puso azul”, Adán rompe el silencio.

 

 

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