sábado, 17 de abril de 2021

La hermandad de la luna 3.1

Tito despierta en su mitad de la cama durmiendo de lado. La tiene durísima, pero antes de nada, cree que primero debe ir al baño. Gira y extiende su brazo derecho hacia la otra mitad y no halla nada, mejor dicho a nadie. Se sienta sobre la cama, se despereza, busca sus sandalias, una toalla y se cubre la cintura. Toma su bóxer y se lo pone justo encima de su pene erecto para disimular su estado de rigidez, y sale del dormitorio. Al entrar al pasillo, nota que el baño de la casa tiene la luz encendida, así que decide avanzar hasta la sala, abrir una puerta lateral, caminar otro largo pasillo hasta la lavandería, abrir otra puerta y entrar al baño del gimnasio, que se conecta no tan secretamente con la casa. Tito prende la luz eléctrica, se quita la toalla y la cuelga junto al bóxer en la misma ducha donde la noche anterior había descubierto a Owen en pleno aseo. El gladiador redibuja con precisión el cuerpo del joven negro en su cabeza y lo proyecta al cubículo como un holograma. Entonces, se pregunta cómo habrá amanecido su flamante instructor. Como sabe que a esa hora ningún alma entra a ninguna parte del AMW, avanza desnudo hacia la puerta que conecta al salón de entrenamiento, la abre con cuidado, y lo que hay sobre las colchonetas, iluminado con el rayo de luz que se escapa del baño lo deja otra vez boquiabierto: Owen está desnudo, sentado, espalda recta, cabeza algo levantada, leve sonrisa, ojos cerrados, ambas manos casi en el suelo con las yemas de los dedos unidas, las piernas recogidas pero no cruzadas, mas bien juntando la planta de los pies, y el pene erecto luciendo un largo y grosor que superan los suyos. Tito decide regresar al baño en silencio cuando, de pronto, Owen abre los ojos.

“Buenos días”.

El gladiador se queda mudo e inmóvil. El instructor se pone de pie, se le acerca, lo abraza pegándole su falo al vientre.

“Tiempo para tomar un baño”, le dice.

El pene de Tito se pone erecto de inmediato como toda respuesta. Y, aunque siente de nuevo la paz que había experimentado la mañana anterior, cierta energía comienza a fluir por todo su cuerpo y se concentra en la zona perineal. Tito jadea y gime profundamente, y eyacula en el pene erecto y el vientre de Owen, quien da respiros cada vez más profundos y reacciona de la misma forma. Una humedad amenaza pegar ambos pubis.

“Necesitamos un duchazo”, suspira el gladiador.


 

Adán se queda sorprendido al escuchar el relato. Va con Tito camino a la finca. Ambos han preferido caminar aprovechando la fresca mañana. A su paso, es un trecho de cuarenta a cuarenta y cinco minutos.

“¿Y todo eso pasó en un par de minutos, primo?”, pregunta el cuerpo de luchador.

 “¿Un par de minutos? A mí me pareció como media hora”.

“Será un milagro si el negro no se va hoy”.

“No me vengas con tus presentimientos; además, él me abrazó”.

“No sé qué pensar, pero solo te digo algo: no te encariñes con él como pasó con edú”.

“Bah, ese venezolano de mierda era, o es, un puto de primera; si esas duchas hablaran…”

“Oye, huevón. El asunto no es que el chico sea venezolano, o éste sea jamaicano, o aparezca un extraterrestre. El punto es que no puedes emocionarte con facilidad por alguien a quien apenas conoces”.

Los dos llegan a La Luna, y cuando acaban de tocar el timbre en el portón, una camioneta se divisa a un extremo de la pista al lado del canal.

“¿Christian a esta hora de la mañana?”, se extraña Tito.

La camioneta sigue hacercándose, y cuando Carlos les abre la puertecilla, pasa de largo, les toca claxon.

“Esos reconchasumadre”, refunfuña el gladiador al notar el logotipo de Luna Dorada en una de las puertas.


 

“No sé, muchachos: a mí me parece demasiado fácil pensar que ellos están detrás de la muerte de Manolo”, opina Adán mientras toma desayuno junto a Tito, Carlos y Frank.

“¿Cómo que no? ¿Quiénes han estado detrás de estas tierras hace meses? ¿Ya no recuerdas cómo se metieron la otra vez?”, observa el gladiador.

“Tiene sentido”, interviene Carlos. “Manolo los sacó a balazos; podría ser venganza”.

“Claro”, Adán sorbe un poco de café. “La lógica dice que si Manolo los botó a balazos, luego ellos lo mandaron a matar; pero… ¿por qué una empresa como Cruz Dorada se mancharía así la reputación ordenando un asesinato?”

“Porque tienen plata”, responde Tito. “La noticia ni siquiera ha salido en medios”.

“Bueno, ahí sí hay que ser bien honestos: la señora Esmeralda ha querido manejarlo todo con hermetismo extremo”, arguye Carlos. “Recuerda que hasta restringió el número de personas que asistirían al funeral”.

“Pero es por lo que sabemos, ¿no?”, lanza Adán.

Frank los ve en silencio y mil teorías pueblan su cabeza. El cuerpo de luchador se percata de esa mirada.

“¿Aún no le cuentas?”, clava los ojos en Carlos, quien se queda mudo. Frank mira de reojo a Tito, quien prefiere observar su café. Adán no pierde detalle de ese intercambio.

“Cuéntale tú, primo, entonces”, dice el luchador, quien sonríe algo frustrado. “NO entiendo por qué tanto secreto”.

“Cuéntamelo tú”, al fin abre la boca Frank.

“¿Sabes lo que es la estirpe?”

“Sí, Adán; mi tío Carlos me lo contó”.

“¿Sabes que la estirpe es una especie de secta secreta que …?”

“¡Ya, Adán!”, interrumpe Tito. “No fuerces las cosas. ¿Ya se te olvidó tu consejo?”

Adán queda en silencio, incómodo, y sirve un poco de café. El silencio en que se ha sumido la cocina permite escuchar a los horneros darle la bienvenida al nuevo día con sus trinos en notas descendentes.

“¿Ustedes tienen sexo entre ustedes, cierto?”, suelta Frank.

Tito casi se atora, Adán atomiza el café que tiene en la boca rociándolo a la mesa, Carlos suspira como sabiendo que ya no se puede contener más el secreto.

“¿Ustedes son parte de la estirpe?”, agrega el joven.

Carlos alza su mano izquierda y toca el redondo y musculoso hombro derecho de su sobrino:

“Creo que ha llegado la hora de que lo sepas todo”.

Frank luce normal, como si la noticia no le afectara.

 

 

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