sábado, 22 de mayo de 2021

La hermandad de la luna 3.4

Frank lo lleva hasta la posta médica del pueblo y en la puerta se choca con dos policías, quienes lo bloquean:

“¿A dónde vas, Tito?”

“Adentro hay dos tipos que quisieron atacar a mi hija”.

“Ellos dicen otra cosa: que el negro que vive en tu casa quiso abusar de ella”.

“¿Qué?”

Frank enfurece, regresa a la moto y Tito lo sigue:

“¡No seas imbécil!”, le llama la atención el gladiador. “Es Cruz Dorada; Razona, huevón: ¡es Cruz Dorada!”

El policía se adelanta a los dos varones:

“No hagan más problemas, muchachos; luego les contamos. Además, la camioneta sigue en tu puerta”

Tito y Frank se tranquilizan y regresan a casa.


 

Mientras el padre asiste a su hija, Frank se percata de la mancha roja en la vereda. Justo sale una vecina; se le acerca:

“¿Usted ha escuchado algo?”

“No sé, joven. La Flor y ese negro han estado encerrados en la casa del Tito cuando llegó la camioneta”.

Frank está confundido. Mil imágenes acuden a su cabeza, algunas propulsadas por un raro sentimiento de pequeñez, así que decide regresar a la posta médica.


 

Al llegar, ya no encuentra a los dos policías en la puerta sino una ambulancia acabada de llegar. Sabe que no puede estacionarse ni delante ni detrás de ella, así que mejor regresa a la casa de Tito.

“Flor se va a la Luna”, dice el padre.

“¿Y el gym, y la casa?”

“Owen, Adán y yo nos haremos cargo”.

Frank nota que el primo de Tito ya está ahí adentro y espera en la puerta del dormitorio de Flor.

“Necesito que tú la lleves a La Luna”, pide el padre.

“¿Yo?”, duda el muchacho.

Al ver esa actitud, Tito decide tomar prioridades:

“Dame tu moto y la llevo yo”.

Frank se siente inexplicablemente confundido.

“OK, Tito, la llevo yo, pero antes debes saber qué hay en la posta”.


 

Carlos prepara una de las tres habitaciones del segundo piso, todas interconectadas entre sí mediante terrazas con jardines colgantes a ambos lados de la habitación principal que miran al resto de la propiedad y en especial a una pequeña piscina situada justo en el patio posterior. La chica llega con Frank, en su motocicleta, a eso de las cuatro de la tarde. Quince minutos después, llega Adán con una mochila en la espalda.

“Justo en cuarto creciente”, comenta el cuerpo de luchador.

“Será hasta que se aclare todo esto”, indica Carlos.

“Lo digo por Frank: ahora es cuando la oportunidad se le sirve en bandeja”.

El capataz sonríe sin ocultar su preocupación. Va a verificar que la chica esté segura.


 

A esa misma hora, en una clínica de Collique, el hombre con la herida en la cabeza recupera la conciencia.

“Ingeniero”, reconoce adolorido.

Frente a él, Ismael Nava, un hombre blanco, cincuentón, anteojos, camisa y pantalón de centro comercial floridano, lo mira serio:

“Qué cojudos han sido”.

“¿Qué dice, inge?”

“¿Cómo mierda se les ocurre insistir con la chibola cuando ya les había negado al viejo?”

“Es que… sus órdenes…”

“A la mierda con mis órdenes, Chiquito. Esa gente de Rodríguez serán cuatro gatos pero son más pendejos que la gran puta, huevón. Agradece que no te descerebraste”.

“¿Y cómo está el Carnes?”.

“Unos rasguños pero nada de importancia; lo darán de alta esta noche. Si hubiese caído de culo, ya no la contábamos, mierda”.

El Chiquito trata de respirar el aire con aroma de hospital, o de clínica mas bien.

“¿Y la camioneta?”

“Una vez que la Policía nos haga el favorcito de remolcarla, lo que voy a descontarle de sus sueldos, va a correr la misma suerte que Rodríguez. Y esta vez no quiero errores… ni cuentos como ése del negro que los asustó”.

“Pero, inge, es cierto. Yo lo vi”.

“Mas creíble hubiese sido declarar que la chica los agarró a pedradas o batazos o fierrazos… ¿pero un negro que los tumbó con la mirada? No me jodas, Chiquito. Es lo más maricón que he oído de ti… Más maricón que el beso negro que le hiciste a ese travesti alucinando que era jerma”.

“estaba borracho, inge”, murmura Chiquito.

Nava sale de la habitación, pero regresa de inmediato y se le acerca.

“Cuando le cuente al otro mariconazo del chibolo, te apuesto que irá buscando a ese negro a ver cuánto le mide la pinga. Y a lo mejor, él es más eficaz que ustedes, par de inútiles”.

“No sea así, inge”, se defiende el convaleciente.

 

 

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