Frank lo lleva hasta la posta médica del pueblo y en la
puerta se choca con dos policías, quienes lo bloquean:
“¿A dónde vas, Tito?”
“Adentro hay dos tipos que quisieron atacar a mi hija”.
“Ellos dicen otra cosa: que el negro que vive en tu casa
quiso abusar de ella”.
“¿Qué?”
Frank enfurece, regresa a la moto y Tito lo sigue:
“¡No seas imbécil!”, le llama la atención el gladiador. “Es
Cruz Dorada; Razona, huevón: ¡es Cruz Dorada!”
El policía se adelanta a los dos varones:
“No hagan más problemas, muchachos; luego les contamos. Además,
la camioneta sigue en tu puerta”
Tito y Frank se tranquilizan y regresan a casa.
Mientras el padre asiste a su hija, Frank se percata de la
mancha roja en la vereda. Justo sale una vecina; se le acerca:
“¿Usted ha escuchado algo?”
“No sé, joven. La Flor y ese negro han estado encerrados en
la casa del Tito cuando llegó la camioneta”.
Frank está confundido. Mil imágenes acuden a su cabeza,
algunas propulsadas por un raro sentimiento de pequeñez, así que decide
regresar a la posta médica.
Al llegar, ya no encuentra a los dos policías en la puerta
sino una ambulancia acabada de llegar. Sabe que no puede estacionarse ni
delante ni detrás de ella, así que mejor regresa a la casa de Tito.
“Flor se va a la Luna”, dice el padre.
“¿Y el gym, y la casa?”
“Owen, Adán y yo nos haremos
cargo”.
Frank nota que el primo de Tito
ya está ahí adentro y espera en la puerta del dormitorio de Flor.
“Necesito que tú la lleves a La
Luna”, pide el padre.
“¿Yo?”, duda el muchacho.
Al ver esa actitud, Tito decide
tomar prioridades:
“Dame tu moto y la llevo yo”.
Frank se siente inexplicablemente
confundido.
“OK, Tito, la llevo yo, pero
antes debes saber qué hay en la posta”.
Carlos prepara una de las tres
habitaciones del segundo piso, todas interconectadas entre sí mediante terrazas
con jardines colgantes a ambos lados de la habitación principal que miran al
resto de la propiedad y en especial a una pequeña piscina situada justo en el
patio posterior. La chica llega con Frank, en su motocicleta, a eso de las
cuatro de la tarde. Quince minutos después, llega Adán con una mochila en la
espalda.
“Justo en cuarto creciente”,
comenta el cuerpo de luchador.
“Será hasta que se aclare todo
esto”, indica Carlos.
“Lo digo por Frank: ahora es
cuando la oportunidad se le sirve en bandeja”.
El capataz sonríe sin ocultar su
preocupación. Va a verificar que la chica esté segura.
A esa misma hora, en una clínica
de Collique, el hombre con la herida en la cabeza recupera la conciencia.
“Ingeniero”, reconoce adolorido.
Frente a él, Ismael Nava, un
hombre blanco, cincuentón, anteojos, camisa y pantalón de centro comercial
floridano, lo mira serio:
“Qué cojudos han sido”.
“¿Qué dice, inge?”
“¿Cómo mierda se les ocurre
insistir con la chibola cuando ya les había negado al viejo?”
“Es que… sus órdenes…”
“A la mierda con mis órdenes,
Chiquito. Esa gente de Rodríguez serán cuatro gatos pero son más pendejos que
la gran puta, huevón. Agradece que no te descerebraste”.
“¿Y cómo está el Carnes?”.
“Unos rasguños pero nada de
importancia; lo darán de alta esta noche. Si hubiese caído de culo, ya no la
contábamos, mierda”.
El Chiquito trata de respirar el
aire con aroma de hospital, o de clínica mas bien.
“¿Y la camioneta?”
“Una vez que la Policía nos haga
el favorcito de remolcarla, lo que voy a descontarle de sus sueldos, va a
correr la misma suerte que Rodríguez. Y esta vez no quiero errores… ni cuentos
como ése del negro que los asustó”.
“Pero, inge, es cierto. Yo lo vi”.
“Mas creíble hubiese sido
declarar que la chica los agarró a pedradas o batazos o fierrazos… ¿pero un
negro que los tumbó con la mirada? No me jodas, Chiquito. Es lo más maricón que
he oído de ti… Más maricón que el beso negro que le hiciste a ese travesti
alucinando que era jerma”.
“estaba borracho, inge”, murmura Chiquito.
Nava sale de la habitación, pero
regresa de inmediato y se le acerca.
“Cuando le cuente al otro
mariconazo del chibolo, te apuesto que irá buscando a ese negro a ver cuánto le
mide la pinga. Y a lo mejor, él es más eficaz que ustedes, par de inútiles”.
“No sea así, inge”, se defiende el convaleciente.
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