sábado, 3 de julio de 2021

La hermandad de la luna 4.6

En la cocina de la casa grande, el reloj marca media hora después de las cero horas. Carlos prepara una infusión de valeriana, mejor dos, y sirve una a Frank, quien revisa la pantalla del celular de su tío.

“¿Es en serio todo esto?”

“Parece que sí”, responde Carlos.

“¿Y… qué fue lo que vi esta noche?”

“energía antigua, Frank. Es la forma cómo los gentiles tratan de avisarnos cosas: el verde significa simpatía, el celeste significa precaución, el rojo significa victoria.

“¿Y el amarillo?”

“Que no pasa nada, que todo sigue igual y hace falta cambiarlo”.

“¿Hay blanco?”

Carlos sonríe:

“No, el blanco es exclusivamente el color de Shi, la Luna, y significa plenitud”.

“¿Y de qué o de quién debemos cuidarnos, tío?”

“No lo sé”, responde Carlos.

Frank termina toda su taza y se levanta de la mesa.

“Ah, luego lavo la tanga y te la devuelvo, tío”.

“No hace falta: es tuya”.

El muchacho sonríe y entra a la sala. En el segundo piso, en el dormitorio lateral, lo espera alguien que no le generará susto alguno. Abajo, en la cocina, Carlos se queda pensando en la pregunta de su sobrino: ¿de quién deben cuidarse? La respuesta que tiene parece obvia.

 


A la una de la mañana, la calle a la que da la fachada verdadera de la casa de Tito está vacía. La única luz encendida es la de los postes de alumbrado público. Alguien vestido de negro camina procurando hacer el menor ruido posible. Se acerca con mucho sigilo a la vereda y se pone en cuclillas, saca un frasquito de un bolsillo y un cepillo de dientes del otro; vierte un líquido sobre el cemento y comienza a refregarlo con el pequeño instrumento de plástico. Cuando está más concentrado en su tarea, busca el recipiente y no lo encuentra. ¡Se supone que lo había guardado otra vez en su bolsillo izquierdo! Mira alrededor, pero no encuentra nada hasta que, sin previo aviso, se queda helado del susto.

“¿Buscas esto?”, susurra un hombre negro musculoso, quien parece estar suspendido en el aire a solo unos centímetros sobre el jardín, totalmente desnudo, con gruesos brazaletes dorados en ambas muñecas,  y con el pomito en la mano.

La persona, quien tiene el rostro cubierto por un pasamontañas, no puede articular palabra y colapsa sobre la vereda.

Cuando el día despierta, a eso de las cinco de la mañana, la vecina de Tito sale a barrer su vereda cuando distingue el bulto negro; lo topa con la escoba, y, al notar que se trata de una persona, más por curiosidad que por otra cosa, le descubre la cara.

“¡Jesús, María y José!”, se asusta la doña.

Le da pequeñas bofetadas. Al no hallar respuesta, deja la escoba olvidada en la vereda, y va ligerito a la posta médica por ayuda. No pasa ni un minuto cuando el joven reacciona; se sienta en el cemento, atontado. Mira a su alrededor nuevamente: solo está el cepillo. Se alarma al ver la escoba tirada junto a él y la puerta abierta de la casa vecina. Se desespera buscando algo más, pero no lo halla. Prueba a ponerse de pie.

“A la mierda”, murmura.

Abandona la escena por sus propios medios tan rápido como le es posible, olvidando el pasamontañas en la huída.


 

Ya a media mañana, César llega a La Luna a pedido de Carlos. Su propósito es usar la habilidad que el fisicoculturista tiene con los aplicativos de computación para detectar qué pasó con los saltos de grabación en la cámara, aunque la respuesta técnica está sobreentendida: el equipo dejó de transmitir imágenes en vivo por un tiempo, y eso en la grabación se nota como un salto, aunque en vivo luciera como una fotografía digital.

“Las dos interrupciones fueron de dos minutos; mira el reloj en esas tomas y mira el reloj de otra cámara que elegí al azar”, sseñala a Carlos.

“No hay pérdida de tiempo”, comprueba el capataz.

“Es un problema muy común en estos equipos y en estas redes: oscilaciones de electricidad, saturación de datos en la red; virus no es porque ya le pasé mi medicina mágica y tu laptop está más limpia que laboratorio de discos compactos”, presume César.

“Fueron esas luces”, concluye Carlos.

“¿Variaciones del campo electromagnético capaces de afectar una cámara de video? ¿eso me estás diciendo, Zavala?”

El capataz no sabe cómo responder a eso, pero no es el dato que más le preocupa.

“¿Así que Christian Esteves no solo dispone de la camioneta sino también del departamento”.

“Ya te imaginarás que cuando fuimos con ese otro pata, el tal García, me recagaba de miedo; miedo y respeto, tú sabes: ésa fue la casa de Manolo”.

“¿Cuál García?”, se intriga Carlos.

“Un flaco, pero bien marcado, como de tu estatura, blanquito, pecoso”.

El capataz hace memoria rápidamente.

“¡Juan García!”

Lo conoces, Zavala?”

“Era asiduo cuando bailábamos en La Luna. Su familia es de plata, así que lo teníamos metido todos los fines de semana desde que salió de la universidad o por ahí, pero apenas Christian se licenció e ingresó al elenco, se le hizo cliente habitual. Ahora es fiscal”.

“A la mierda; por eso se conocen. ¿Sabes que quería convertirse en mi sponsor a cambio de que me convirtiera en su marido?”

“Esa es su cantaleta de toda la vida… es pura boca; solo hay que seguirle la corriente, pero de que sí suelta buen billete, sí suelta si lo tienes bajo control”, Carlos se estruja la entrepierna.

“Quería que vayamos a un local que tiene nombre como fórmula química. NH4, H2O, CH4, algo así”. César verifica otros parámetros en la laptop. “¡Ya me acordé! G4G”.

“Me suena, pero no lo conozco”, afirma Carlos.

“Ahí quería el García seguirla”.

Frank entra de improviso, carraspeando:

“Tío, Tito te necesita en la fila de tamarindos”.

“Ahora vengo”, indica el capataz; ttoma una gorra y sale a ver qué está pasando.

Frank espera hasta quedar a solas con César:

“Así que el G4G”.

César lo mira sin entender.

“¿Qué tiene, mi Frankie?”

“Quisiera ir ahí… y tú vas a ayudarme, César”.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario