miércoles, 4 de agosto de 2021

Balto, El SuperZambo

Narración e ilustración originales de Iván.pe

 






Hace unos años estaba pintando unos carteles cuando se me acabó el material y tuve que conseguir más para entregarlo a tiempo. Yo solía comprar en una papelería del centro de Piura, y ahí estaba Balto, un hermoso negro, alto, rico pecho, amplia espalda, cintura finita, culo redondito y unas piernas de futbolista. Si supieran cómo se me hacía agua la boca cuando lo veía en sus shortcitos de deporte que no podían disimular su gran bulto.

¿De cara? Muy guapo el huevón, de esos que llaman ‘negros finos’, pelo zambo ni corto ni largo, muy amable, sonriente, servicial, aunque mayormente callado. Con decirles que me enteré su nombre de casualidad, porque una de las vendedoras le pidió que despache un pedido: “Balto, anda a tal sitio”, “Balto, lleva tal cosa”. Su trabajo consistía en cargar la pappelería o los útiles de escritorio que le encargaran dentro de la misma tienda o en las oficinas que hay en todo el centro de la ciudad, a donde iba en su carretilla o su furgoneta.

No es que la papelería donde Balto trabajaba fuese la más baratta para comprar el material que me faltaba. La verdad es que cada que podía, me daba una vuelta por ella aunque sea para preguntar huevadas y poder ver al negro, y a veces me lo encontraba con su short, o a veces con su pantaloneta que peor le marcaba las piernas, el bulto y las nalgas. Sí, yo estaba enamorado de ese tipo.

 






Una mañana que entré por huevear, pregunté por una plancha de tecnopor a sabiendas que allí no la venden. Ahí estaba Balto cargando unos paquetes de papel. La vendedora, como es lógico, me dijo que no tenían. Me quedé un rato haciendo como que veía otras cosas aunque en realidad lo que quería era solazarme con la estampa del negro. Entonces se me perdió de vista. Decidí que ya era suficiente por ese día, encima sentía que mi calzoncillo estaba mojadísimo, porque cuando se me para la pinga, boto líquido preseminal como mierda.

No había dado dos pasos fuera de la tienda cuando en plena avenida Balto me dio alcance. “Aquí no venden las planchas de tecnopor”, me dijo. “Las venden en el mercado”. Me quedé cojudo. ¿Cómo sabía él por lo que había preguntado si no estaba cerca? Me quedé mudo, idiotamente mudo. “Gracias”, solo le respondí casi tartamudeando. “Pero te las puedo conseguir si deseas”, me ofreció.

Mi corazón latía a dos mil. No mil; era poco. Mi pinga bajo mi jean se había puesto dura, especialmente al verlo en su polo y su clásico short de deportes. Tenía que reaccionar como sea. “Ya”, le dije aún tartamudeando. “Necesito unas diez”. Balto me dijo que ya, le di la plata, uno de los últimos billetes que me quedaba. “¿Y dónde te las llevo?” ¡Mierda! No había reparado en ese detalle: en mi casa estaban mis viejos. ¿Hacerlo ir para que solo conozca mi dirección?

Providencialmente, sonó mi celular. “espérame un toquecito”, le dije”. Él solo sonrió. Era un amigo de Talara que estaba en una pensión por el Cementerio San Teodoro, relativamente cerca, quien me quería consultar unos detalles técnicos de una pintura que estaba haciendo. ¡Piensa rápido, Iván, ! ¿Y si le das la dirección de tu amigo? Su cuarto tiene entrada independiente, la zona es tranquila, no tenía nada que hacer ese día. A la mierda. Arriesguemos, me dije…

 






Tras aburrirme analizando un lindo bodegón que había pintado mi amigo, consulta que bajo otras circunstancias le habría costado otra cosa, me lancé con la más absoluta desvergüenza: “Quiero hacer un casting aquí”. Su cuarto era amplio, como un cinco por cinco, baño propio, y la mayor parte del espacio estaba libre. Incluso su cama, su caballete, sus lienzos y sus materiales no ocupaban ni la mitad del espacio.

Mi pata dudó. “¿Necesitas mi ayuda?”, me preguntó sorprendido.

“No. Necesito tu cuarto… pero en privado”.

Mi amigo me medio sonrió. Aceptó.

Un cuarto de hora después, Balto estaba tocando en la reja de la casa con las planchas de tecnopor. Mi amigo bajó a abrirle y dejó que el negro suba. Yo estaba en la ducha tratando de tranquilizarme, pero el solo hecho de saber que estaba subiendo me había puesto la pinga al palo otra vez. Tocaron la puerta. Me puse la toalla en mi cintura. Balto estaba ya arriba sonriendo: “su pedido, señor”. Intenté ver detrás del cuerpón. Mi amigo no estaba. “Gracias”, le dije. “entra”, lo invité. “Salvo que estés… apurado”.

“No”, me sonrió Balto. Pasó. Cerré la puerta. “¿Aquí vives?”

“No”, le dije. “en realidad es el cuarto de mi amigo, y estamos… estamos proyectando unas obras”.

“¿Esas frutas?”, preguntó Balto señalando el bodegón en el caballete.

“Eh, es otro proyecto… unos… superhéroes”.

Balto sonrió.

“Estábamos hablando sobre cómo debía lucir el superhéroe y… estábamos revisando figuras de hombres”.

“Pero no tienes cuerpo de superhéroe”, dijo mirando mi contextura ligeramente marcada bajo la toalla.

“No, yo no soy parte del casting”, le confirmé. “en todo caso, tú podrías servir como modelo”.

Balto rió. “Pero no hay superhéroes negros, todos son blancos, rubios”.

“¿quién dice que no? Uno de los Linterna Verde fue negro”.

“¿Y qué superhéroe sería yo? ¿Superzambo?”

Ambos reímos. El rostro de Balto estaba más brillante que nunca debido al sudor.

“¿Y por qué no un Superzambo?”, lo traté de seducir.

“¿qué debo hacer?”

“¿Podrás… quitarte la ropa… si no… si no te molesta?”

Quedarme calato?”, sonrió Balto.

“No Necesariamente… puedes quedarte en ropa interior nomás”.

“Yo no tengo problema en estar calato”, siguió sonriéndome”. “Tus amigos me han dicho que así se quedan los patas en la Escuela de Arte”.

Tragué saliva. Balto dio un paso hacia mí, ttomó la toalla en mi cintura y la desató. Quise atraparla para que no vea mi pinga erecta, pero cuando reaccioné, él había ttirado la toalla a la cama. Entonces, se qquitó el polo: ¡Dios mío! ¡Qué rico par de pectorales lampiños, moldeados cual cojines, pezones duritos, abdomen algo afirmado con casi nada de vello, la cintura delgadita.

De inmediato, tomó su short y se lo bajó con todo y ropa interior: vello púbico tupido, una manguerita negra descansando encima de un par de generosas bolas. Ya ni les hablo de las piernas. Imaginen las de Érick Delgado. Algo así. “¿Me quito las zapatillas también?”

No había reparado en su par de calzado de lona azul. “Yo lo hago”, le dije casi al borde de la estupidez. Me arrodillé, desaté los pasadores y lo descalzé. ¡Que ricos pies! Me quedé así arrodillado con su pene a la altura de mi boca. Entonces me acarició la cabeza, me volvió a sonreír, se inclinó hasta que su cara dio con la mía. ¿Les detallo el beso que me dio o solo bastará si les digo que su boca sabía a gloria y que nuestras lenguas danzaron a un ritmo frenético?

Se irguió de nuevo, tomó su pene con una mano y con la otraacercó mi cabeza. “Chúpamela”. Detalle: su aroma no era el de macho sudado, solo el de macho. Comencé a mamarle su miembro con dulzura aferrándome primero de sus caderas y poco a poco de su enorme, lampiño y suave culo. Sentía cómo ese falo iba creciendo poco a poco entre mi paladar y mi lengua y quería tragármelo. Traté que su glande llegara a mi garganta. Comenzó a cacharme la cara muy suavemente.

“Levántate”, me dijo, entonces. Caminamos a la cama, hizo que me arrodille en ella, me abrió mis nalgas con sus manotas. Lo siguiente que sentí fue su lengua lamiéndome los glúteos y luego el agujero de mi ano. No pude contener mis gemidos.

Tras varios minutos, vino lo bueno. Puso la cabeza de su pene en mi hueco y comenzó a meterlo poco a poco. Debí estar muy dilatado o su miembro botaba tanto o más líquido preseminal que el mío. El caso es que fue penetrándome con facilidad.  Me bombeó firme pero gentilmente. Balto comenzó a jadear y su tono de voz cambió un poco. “Eso querías, ¿no?”, me encaró. “¿Te gusta mi verga?”

“Sí”, respondía extasiado y masajeando mi propio pene.

Entonces me cambió de posición: boca arriba, me levantó las piernas y me la siguió metiendo. Yo me seguí pajeando ya sin complejos. Entonces me la sacó, se acostó boca arriba y se la pajeaba con fuerza.

“Siéntate encima”, me dijo.

Yo me levanté y abrí mis piernas tanto como pude, separé mis nalgas con mis manos y la penetración fue instantánea. Toda su verga estaba nuevamente dentro de mi recto caliente. Lo cabalgué como loco, como si se tratase de un galope por un camino accidentado.

“Así trágate mi pinga, goloso”, me dijo.

“Así, hazme tuyo, mi superzambo”, le gemí.

Nuestros jadeos aumentaban. Mis glúteos sonaban como aplausos rrítmicos al chocar ccon su ingle. Era el éxtasis completo.

“¿Te la doy dentro?”, me preguntó.

Asentí. Unos minutos más tarde, experimenté cómo su leche caliente se disparaba al interior de mi recto en medio de un gruñido. Segundos después, mi semen se proyectaba en rráfagas sobre su abdomen. Me agaché y nos volvimos a besar en la boca. Mi esperma estaba untando nuestros  vientres, mientras su pinga aún seguía dura dentro de mi ano. Fue un rico beso.

“¿Sí la hago de Superzambo?”

“Aún me falta dibujarte”, le alcancé a responder, acariciando su intrincado cabello.

“¿Tu amigo podrá prestarte el cuarto otra vez… o también le entra?”

“Ya veremos”, le dije.

Volvió a besarme. Su pinga seguía dura dentro de mi ano.

 






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