sábado, 13 de marzo de 2021

La hermandad de la luna 2.2

Al llegar al patio trasero de la casa grande, no halla a nadie, pero sigue respirando agitado.

“¡Frank, esto no se queda así! ¡Vamos a hablarlo de hombre a hombre! ¿Me entendiste?”

Nadie le responde, pero un muchacho oculto entre los paltos cerca de ahí puede escucharlo claramente.


 

Tito llega a toda velocidad montado en su bicicleta a la entrada del AMW en Santa Cruz. Está sudado y quiere usar ese calentamiento para desfogar la rabia que aún tiene en las pesas y las máquinas. Al entrar, ve a un par de muchachos del pueblo entrenando, el chato y musculoso César dirigiéndolos, y más al fondo, en la zona de barras, a un tipo negro, alto y de carnes marcadas haciendo curl para bíceps. Tito se lamenta que no puede botar a la gente, cerrar el gimnasio por completo, quedarse desnudo y entrenar hasta que se le pase la cólera. . César se da cuenta de su llegada y camina a saludarlo.

“¿Quién es ese venezolano?”, interroga imperativo el recién llegado.

“¿Cuál venezolano?”, se extraña el instructor encargado.

“Carajo, ¿no lo ves acaso al fondo?”

César gira hacia donde le señala Tito.

“Ah, Owen; no, no es venezolano. Yo también pensé, pero habla como gringo”.

“¿Y de dónde mierda salió un negro gringo?”

Tito se aproxima con curiosidad al hombre: es joven, cabello zambo recortado con cierto estilo, facciones que se potencian cuando le sonríe, simetría muscular como si lo hubiesen sacado de un libro de Anatomía Humana; viste una camiseta con un símbolo de la paz como estampado, que no disimula sus protuberantes pectorales y que baila sin tocar su fina cintura, y un short algo pegado, que le marca un gran bulto delante debido a que sus nalgas parecen dos balones con peso y medida oficial, además de dos vascularizadas piernas que semejan dos troncos de ceibo pero prietos, calcetines y zapatillas número cincuenta y dos, tranquilamente. ¿Cuánto tendrá de estatura ese hombre? ¿Metro noventa y mucho?

“¿Tú necesitar barra?”, le consulta muy afable y sonriente.

“No”, atina a responder Tito algo desconcertado. “Sigue nomás”.

El muchacho acaba la serie, deja la barra en el soporte: a los extremos hay quince kilos, treinta y cinco incluyendo el trozo longitudinal cromado.

“¿No usas guantes?”

“Guanta?”

Tito hace un gesto con las manos, como si se calzara algo en ellas.

“Oh, gloves”, reacciona el muchacho con un acento harto afectado.

“Guantes”, le reitera Tito.

“No, no usar”.

“¿Y tus manos?”

El chico  se las extiende y Tito se queda sorprendido: ningún callo, parece una piel tersa, como de bebé. Se siente tentado a preguntar si es la primera vez que entrena, pero ese desarrollo muscular es altamente elocuente: no.

“Bienvenido a Santa Cruz”, da la mano Tito.

“Oh, gracias”, le responde, y lo confirma: suaves como si el cromo de la barra jamás las hubiera tocado. “Soy Owen Mgombo. Mucho gusto”.

“El gusto es mío”, responde el desconcertado gladiador, cuyas manos no son precisamente el orgullo de cualquier salón de belleza masculina.

“¿Owen Mongo?”, reacciona torpemente Tito.

“No, es Mgombo”, corrige Owen sin dejar de mostrar una dentadura blanquísima. “M, G, O, M, B, O.

“Te traeré un par de guantes”, sigue boquiabierto el anfitrión.

A mediodía, César rinde cuentas de la mañana a Tito quien  está a mitad de una rutina de piernas, y viste un bibidí rojo por el que se desbordan los vellos de su pecho, un pantaloncillo de licra a medio muslo que le marca todo el paquete y el trasero, calcetines gruesos y zapatillas. . No es su ropa de entrenamiento más impecable; en realidad, la rescató de la ropa sucia, así que no huele a gloria, precisamente. César es más humilde en cuanto a su vestimenta: un bibidí raído, un viejo short de Educación Física, unas zapatillas de cuero, cubren su metro sesenta y tres, trigueño oscuro, y un proceso de entrenamiento que le ha sacado el jugo a su somatotipo mesomorfo, lampiño encima.

“Todo en orden”, aprueba el gladiador. “Vete a almorzar y regresas a las dos”.

“Tito, no sé si pueda regresar esta tarde; me ha salido una posibilidad de chamba en Collique y quiero ver si la hago”.

“No jodas”.

“Frank puede cubrir la tarde”.

“No creo que pueda… tiene… trabajo en la finca”, miente Tito.

Al fondo, Owen hace jalones para tríceps.

“Si no pasa nada en Collique, vengo y te cubro”, promete César. “Te aviso a tu celular”.

Ambos van hasta la puerta y Tito decide cerrarla.

“¿Y el negro gringo?”, llama la atención César.

“Tranquilo que está bajo control”, guiña un ojo Tito.

Tras asegurar la puerta y cerrar las ventanas del todo, el gladiador se pone un grueso cinturón de cuero, regresa a donde dejó la barra cargada con 60 kilos por lado, se quita el bibidí y comienza a hacer sentadillas completas: espalda recta, sacando culo, bajándolo hasta quedar en cuclillas, contar hasta tres, luego elevarlo lentamente sin dejar la pierna recta del todo. Doce repeticiones. Del otro lado, Owen termina su segunda serie de jalones para tríceps y, al hacer contacto visual con un esforzado gladiador, le sonríe y se le acerca.

“Avisarme si querer mi ayuda”, se ofrece.

Mientras sube y baja, Tito se da un tiempo para sonreírle; gotas de sudor brotan por doquiera de su blanca y velluda piel. Dos minutos después, deja la barra en el suelo. Resopla, toma un poco de agua de una botellita de plástico que tiene al costado.

“¿Y a qué te dedicas, Owen? ¿qué haces?”

“Oh, yo ser psicólogo y antropólogo; ahora, yo hacer un investigación sobre pueblos antiguos”.

“¿Hace cuánto llegaste a Santa Cruz?”

“Tres días, pero yo estar sorprendido: ustedes no tener mucha información sobre su pueblo antiguo”.

Tito sonríe por compromiso.

“¿Por qué tú estar concernido?”, averigua Owen sin abandonar su blanca sonrisa.

“¿Concernido?”, se extraña el gladiador.

Owen  pone cara y ojos tristes y de inmediato ríe.

“Mi español ser malo”.

“Preocupado”, aclara Tito, sonriendo. “Se dice pre-o-cu-pa-do. Problemas aquí, problemas allá, problemas en todos lados”.

“Los problemas existir para ser resolvidos”.

“Se dice resueltos”, vuelve a sonreír Tito, y se inclina a coger la barra, mostrando sus bien desarrollados glúteos al espejo. “Un momento”, se detiene. “¿Dijiste que eres psicólogo?”

“Sí, yo ser”, sonríe Owen. “Tú poder confiar en mí tus problemas, si tú querer”.

“¿Tienes tiempo?”

“No mucho. Mi hotel terminar hoy tres de la tarde; luego, yo ir a Collique, regresar a la capital”.

“Ah, ya te vas”.

“Porque mi dinero acabar; si yo conseguir empleo, yo quedar”.

“Entiendo; no hay mucho que hacer”.

Owen, entonces, se quita la camiseta, revela su bien labrado torso lampiño, se acerca a Tito, lo abraza fuertemente, se aproxima a su oído:

“Tú tener dos problemas: miedo, vergüenza. Miedo paralizarte, vergüenza ocultarte. Tú creer tú no confiar en nadie, pero la verdad es tú no confiar en ti”.

Una paz inesperada se apodera de Tito, llevándolo casi a los límites de la lividez.

“Abre la puerta, toma tu bicicleta, corre, dile que tú amar y entender”, aconseja Owen. “Pero no juzgar, así como tú no querer ser juzgado”.

Owen se separa un poco y mira los ojos de Tito, quien ahora parece tenerlo todo más claro.

 

 

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