sábado, 20 de marzo de 2021

La hermandad de la luna 2.3

Poco antes de la una de la tarde, un azorado gladiador llega a La Luna casi echando a perder la cadena de la bicicleta, la deja en un lado y corre adentro de la casa grande. Continúa con su ropa de entrenamiento, llega empapado en sudor. Entra a la cocina; Flor está alistando la vajilla para servir el almuerzo. Él la mira conmovido, se le abalanza, la abraza fuertemente y se echa a llorar.

“Te amo, hijita mía… yo te amo, hijita mía… Perdóname”.

Extrañada al inicio, Flor no resiste el llanto y se aferra a su progenitor con un amor que hace años no se prodigan.

“Yo también te amo, papá”, le responde con ternura. “Yo también… Perdóname a mí”.

Tito se separa un poco.

“Debí dedicarte más tiempo, Florcita”.

La chica trata de enjugar con sus pulgares las lágrimas de su progenitor.

“Papi, que yo recuerde, la persona que más me ha dedicado tiempo en esta vida has sido tú. Quien ha sacado la cara por mí has sido tú. Quien me ha formado para ser fuerte has sido tú. Tú, el tío Adán, el tío Carlos, el tío Manolo. No he tenido grandezas, papi; pero ustedes me han hecho sentir grande. Y aunque mamá no está, y la extraño, tú hiciste lo imposible por darme seguridad. Pero debes entender que ahora yo debo volar con mis alas, papi. Si no aleteo, no sabré si soy fuerte como tú me educaste”.

“Tienes razón; yo tengo que confiar en ti. Pero… tienes que tener más cuidado”.

“Ay, papi. Yo sé cómo controlarlo; además, no es nada serio: Frank se irá en octubre. ¿Cómo crees que yo empezaré algo serio con alguien que no va a quedarse?”

“Pero hoy”.

“Estoy en mis días infértiles”, susurra la chica.

“Pero él”.

“él está en abstinencia”, sonríe Flor. “Si pasa algo, tú serías el primero en enterarte… y todo Santa Cruz te respeta”.

“¿Te alcanza para otro almuerzo?”

Adán y un asustado Frank entran a la cocina. Tito camina hasta el joven y le da un fuerte abrazo.

“Te dije que no iba a hacerle nada… nada excepto encariñarse con él”, guiña un ojo Adán a Flor.

 


A las dos y media de la tarde, Tito llega como un rayo al hotel de Santa Cruz, situado, una calle detrás de la plaza principal. Sigue con su ropa de entrenamiento y lleva una mochila la espalda. Deja la bicicleta en la vereda e ingresa en busca del recepcionista.

“¿Owen Bongo, Mongo, Gongo, Congo? ¡No sé cómo se llama!”

“¿Owen Mgombo?”, verifica una joven algo asustada.

“¡Sí, él! Vengo a dejarle un encargo”.

“Dejó la habitación hace media hora, don Tito”.

El gladiador se desanima.

“Pero su turno acababa a las tres”.

“Se fue antes; agradeció y se fue. Solo dijo que el gimnasio es bueno”.

“¿Eso dijo?”, abre sus ojos verdes, Tito.


 

Un ciclista ccruza el pueblo a toda velocidad y llega al AMW. Un joven negro vestido en camiseta, jean, gorra en la cabeza y zapatillas lo espera.

“Yo no poder dejar Santa Cruz sin decir adiós”.

Tito desmonta y lo mira con una sonrisa irónica:

“No, no dirás adiós porque no te irás de Santa Cruz”.

Owen sonríe:

“Yo deber volver a casa”.

“Aquí tienes una casa”.

“Yo necesitar pagar por comida”.

Tito abre su mochila y saca un portaviandas tibio:

“No es mucho pero es un almuerzo”.

Owen sigue sonriendo:

“Yo necesitar un empleo si quedar en Santa Cruz”.

“Ya lo tienes: trainer del AMW”.

 


Espera: ¿le ofreciste el puesto solo porque no es venezolano?”, intenta entender Adán.

Junto a sus otros tres compañeros se reúnen en la caseta de vigilancia de La Luna. Son las seis de la tarde y Carlos acaba de llegar tras el funeral en Collique.

“¡No es eso!”, se excusa Tito. “Lo he visto entrenar y realmente parece fisicoculturista de competencia, como ésos de revista”.

“¿Revista porno?”, bromea Adán.

“Bueno, el problema con el venezolano no es que fuese venezolano, ¿o no, Tito?”, agrega Carlos.

“Ya, déjense de huevadas; ¿qué novedades hubo en el entierro?”, se defiende Tito.

“Nada”, responde Carlos. “No fue mucha gente, solo contados, sin responsos, algo simple; ni siquiera hubo misa”.

“¿Y Christian te dijo por qué no se respetó su voluntad?”, continúa Tito.

“Estuvo un ratito con la señora Esmeralda; luego desapareció pero nadie me da razón”.

“No sé ustedes, muchachos, pero a mí se me hace algo raro”, opina Adán.

“Explícate”, apela Carlos.

“eso es lo que no termino de asimilar, patas. Como que todo estuviese pasando demasiado rápido. ¿Y eso de que al entierro solo iban algunos invitados?”.

“Bueno, es obvio que la señora Esmeralda quiso hacerlo todo a su manera”, trata de explicar el capataz. “Y ya sabemos que ni ella ni sus hijos estaban conformes con la nueva vida que Manolo había adoptado”.

“Más que nueva vida, la otra vida que siempre tuvo”, puntualiza Adán.

Frank solo escucha, escucha y asimila; considera que no está tan integrado al grupo ni empapado de la situación que intuye como para meter boca.

“Ahora tú eres el hombre en La Luna, Carlos”, palmea Tito. “Así que, hasta nuevo aviso, tú das las órdenes”.

“Seguir trabajando como siempre y mejor que siempre, muchachos”, afirma el capataz con mucha seguridad. “A Manolo le hubiese gustado que hagamos eso, y que tengamos a los de Cruz Dorada lejos de esta propiedad, y ustedes saben por qué”.

Tito extiende su mano derecha, Adán pone la suya encima, y Frank hace lo propio. Carlos agrega la suya:

“¡Así lo haremos!”, prometen a coro marcial.

Frank acompaña a Carlos esa noche de ronda. La finca ha llegado a ser el único hogar del capataz. Apenas si sale al pueblo o a Collique para hacer compras, pero las veinticuatro horas de cada día de su vida transcurren allí en la parcela.

“Tío, ¿puedo preguntarte algo?”, se suelta Frank. “Adán habló de que si cambió a verde o a azul, y tú dijiste que todos sabemos qué estamos protegiendo; en el pueblo la gente mira con temor a la finca, sin contar lo de las luces verdes. ¿Cuál es la nota aquí?”

Carlos sonríe mientras caminan a la cocina de la casa grande a ver qué pueden cenar.

“Es mucha información y la irás sabiendo poco a poco, pero podemos comenzar por lo siguiente: mucho antes de La Luna, mucho antes de que llegara la gente que hablaba español, mucho antes toda esta zona era un pequeño reino. Se trata de un pueblo que, entre otras cosas, cultivaba la tierra. Cuando los incas los conquistaron, y luego hicieron lo mismo los españoles, ese pueblo trató de organizarse secretamente conservando un linaje. A eso se llama la estirpe. Nadie sabe cómo y quién es parte ahora de esa estirpe, pero cada vez que alguien compraba esta tierra, todo salía mal, hasta que hace veinte años la compró Manolo Rodríguez. La comenzó a trabajar y le produjo. Todo el mundo se quedó sorprendido porque la consideraban tierra maldita. Yo llegué a los tres o cuatro meses y había comenzado con camote y frejol. ¡No sabes las camionetadas que sacábamos! Cuando iba al pueblo, la gente comenzó a decir que Manolo era parte de esa estirpe y no sé qué más huevadas, y se comenzó a tejer la leyenda. Veinte años después, a pesar de nuestro tamaño, somos una de las fincas con mayor productividad de Santa Cruz, y el problema es que las tierras alrededor han reducido su rendimiento; entonces casi todos han vendido a Cruz Dorada. Nosotros no. Y aunque han intentado boicotearnos para forzar la venta, la tierra se mantiene fértil y pródiga”.

“¿Y por qué la diferencia?”, curiosea Frank.

“Quizás la leyenda, sobrino… no sea tan leyenda como parece”.

El joven se queda desconcertado.

 

 

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