lunes, 14 de septiembre de 2020

Felices los 4 (6)

No solo Ángel y Eduardo hablan en clave; Rafael también. Pero parece que alguien ya está vigilando sus pasos.



    


En el malecón del río, Rafael pasa relativamente despacio tratando de fijarse en la orilla. Se detiene unos metros más arriba del puente, camina hasta el borde mismo de la vereda y otea hacia el fondo del barranco. Nota que no hay mucha corriente, pero no distingue nada más.

“Mierda”, murmura.

Regresa a la motocicleta y le da arranque. Oculto tras un algarrobo, en lo alto del malecón, un sereno alto, moreno y atlético mira detenidamente la escena, toma una fotografía y la archiva en su celular.



    


Una hora más tarde, Eduardo camina un largo y casi oscuro pasillo, o en todo caso iluminado por una luz muy débil. Llega a la puerta con el número 25, toca. Tras unos segundos, alguien abre, y mirando a ambos lados, ingresa casi como escabulléndose. Una hora después, está de vuelta en el Olympus. Sube al tercer piso que ahora bulle de chicos, mayormente, conversando o esperando turno entre las máquinas. Ángel va destacando entre ellos con una ropa menos sexy –camiseta manga cero y short alicrado—dándoles indicaciones. Eduardo baja al segundo piso y se sienta a pensar un poco en el escritorio. Saca su teléfono y marca a un número en la memoria; le contestan.

“¿Averiguaste?”, inquiere tratando de guardar la mayor serenidad posible. “Mierda”, susurra tras escuchar la respuesta. “Confirma, por favor… Sí, sí, claro, nos vemos”. Eduardo cuelga la llamada y se mira reflejado en el espejo de enfrente. Debería estar contento con ese reflejo, pero no.



    


A las siete de la noche, Rafael regresa al centro comercial. Ingrid ya está cerrando la boutique.

“¿Lista, amor?”

La mujer le sonríe. Al volver a casa, ella cena algo ligero mientras él se prepara para salir de nuevo.

“¿Te traigo algo?”

“No Rafito. Anda y maneja con cuidado”.



El policía, ahora vestido deportivamente, se aleja de la casa. Ingrid se queda mirando fijamente su plato de comida; entonces, se levanta súbitamente de la mesa.



    


Diez minutos después, la motocicleta se estaciona frente a la verja del Olympus. Rafael baja y toca el timbre. Espera. Suena la cerradura electrónica. Al llegar al segundo piso, encuentra a Eduardo organizando unos papeles del gimnasio.

“¿Firmó?”

“No”, contesta lacónicamente el propietario.

Rafael sonríe compasivo, se mete al baño, se quita toda la ropa y se pone un bibidí con el clásico pantaloncillo alicrado. Al salir, ángel toma unos papeles en el escritorio. El alumno lo saluda metiendo su mano izquierda en medio de sus nalgas.

“¿Cómo es eso que te vestiste para seducir a mi mujer?”

“Oye, perdona pero tu mujer está loca”.

Rafael se carcajea.

“¿Cuál es la gracia?”

“que tienes rico culo, huevón”, reacciona Rafael, volviéndole a meter la mano entre las nalgas.

Ángel se sonroja, mira que nadie suba o baje.

“En realidad no la quise seducir sino al chiquito flaco que se alucina el crack de las redes sociales, el hijo del dueño de esa empresa de transportes que me mostraste”.

“Ah, lo tiene bien abierto”.

“¿Ya te lo has comido?”

Rafael levanta sus cejas como afirmando.

“¿Qué haces el sábado, Angelito? Quiero jugar un jueguito chévere en casa”.

“Pero Eduardo…”

“Yo me encargo de Eduardo”, guiña un ojo el alumno.

Ángel sonríe. Mientras Rafael se dispone a subir las escaleras, el instructor aprovecha para meterle la mano.

“¡Aguarda, oe!”, sonríe el alumno.

“Y me falta una para estar empates”, ríe Ángel.

Suena el timbre. El entrenador ve por el circuito cerrado y activa la cerradura electrónica. Mientras Rafael sube las escaleras al tercer piso, por las que conducen al segundo piso entra un alumno del turno noche.

“Qué hay, Ángel”

“¿Cómo vamos, Amado?”

El instructor cierra los puños y los choca al chico atlético y simétrico, alto, moreno, quien llega en camiseta y short a someterse a la rutina del día.

“Hoy somos pecho”, le anuncia Ángel.

“¡Vamos!”, sonríe Amado.

Ambos suben al tercer piso. Cuando el alumno descansa en la banca tras una serie de prensa de pecho, nota que casi enfrente suyo, Rafael está en plena serie de predicador. Ambos cruzan miradas. Se sonríen.



    


A esa misma hora, una figura delgada y esbelta llega al portón de la Clínica María Milagrosa. Pasa la sala de espera, pregunta en la estación de enfermería, sube las escaleras y llega al segundo piso. Camina directo hasta la puerta marcada con el número 25, toca. Una enfermera abre.

“Busco a Miguel Vilca”, menciona la visitante elevando la voz.

“Aquí no hay nadie con ese nombre, señorita”, responde la enfermera algo nerviosa.

“Ay… ¿dónde lo puedo encontrar?”

“Vaya al tercer piso; allí queda el pabellón de varones”.

“Ay”, sonríe la mujer, sin bajar la voz. “Perdone, yo pensé que podía hallar a Miguel Vilca aquí, pero gracias”.

La mujer se retira y la enfermera cierra la puerta.



Al salir de la clínica, ella toma su teléfono, disca. Mientras timbra, no deja de ver el monograma de los tres triángulos y las estrellas como si fuese una corona.

 


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