viernes, 11 de septiembre de 2020

Felices los 4 (5)

Es evidente que Eduardo guarda un secreto que aparentemente comparte con Ángel. ¿Podría quedar al descubierto luego que Ingrid reciba una llamada perturbadora, y descubra que un logotipo podría ser la conexión?



    

A las diez y media de la mañana, Ángel barre un poco el salón donde está la mayor parte de máquinas del gimnasio. Unos minutos antes terminó de entrenar a un par de alumnos. Eduardo sube con cara de pocos amigos.

“¿Todo bien acá?”, pregunta en vez de saludar.

“Sí, Eduardo; muy bien… ¿Cómo amaneció?”

“ése es el problema, Ángel: amaneció”.

El entrenador sonríe, deja la escoba junto a la pared y se saca los tirantes que sujetan el enterizo alicrado azul eléctrico a sus hombros; se baja la prenda  hasta que la parte superior de su cadera queda al descubierto: efectivamente no lleva ropa interior.

“Necesitas relajarte, amor”, sonríe.

“No creo tener cabeza ahorita, Ángel”.

“Pero yo sí… y una buena cabeza”.

Eduardo baja sus revoluciones y le sonríe.

“Bajemos… Ya sabes que aquí no…”

Ángel sonríe más, se acerca a Eduardo, lo abraza y besa en la boca.

“Lo resolveremos, Eduardo”.

“Pero a mi modo”.

“Sí, eso lo tengo clarísimo”.



El dueño del local abre una puerta junto al pasillo que conecta al baño donde la noche del sábado Miguel y Dalila hicieron el amor por última vez, bajan la escalera de caracol, llegan al dormitorio, se desnudan o terminan de desnudar (en el caso de ángel) y se meten a la ducha. Hasta la hora de almuerzo, habrá tiempo suficiente para tomar un baño con masaje incluído y retozar en la cama matrimonial. Esta vez Eduardo recibe todo el pene grueso y ligeramente curvado hacia arriba, gran glande, dentro de su ano, mientras rrespira hondo y lento. Ángel roza su miembro lento y firme de tal modo que termina practicándole un masaje prostático. Eduardo termina eyaculando casi sin quererlo.



    


A la hora del almuerzo, Ingrid y Rafael vuelven a comer dentro de la boutique.

“Pues, leyendo el atestado, tu teoría de que Miguel pudo planearlo todo cobra fuerza: resulta que las llaves de la casa las manejan Eduardo y Dalila, además de las del gimnasio; pero Miguel solo maneja las llaves del gimnasio”.

“Pero Dali estaba esa noche ahí”, recuerda Ingrid.

“¿Cómo sabes?”, se extraña Rafael.

“¿No me dijiste anoche que Lalo te dijo que golpearon a Miguel y que mandó a Dali a su casa? ¿Dónde estaba Dali el sábado por la noche si no es en su casa? Recuerda que Lalo estaba de viaje y Dali no sale sola, o si sale me pasa la voz para que la acompañe”

Rafael no sabe qué responder. Esa parte de la ecuación la había pasado por alto.

“Al menos sé que Dali está ilesa; si no, Lalo no la habría mandado con su mami”, reflexiona Ingrid. “Pero, ¿y qué hay de Miguel?”

“No… me fijé en esa parte del atestado”.

Ingrid levanta las cejas extrañándose, pero prefiere dejar el asunto ahí.

“Oye, ¿sabes que hoy Ángel se puso una ropa para entrenar demasiado, pero demasiado sexy?

“¿Cuál Ángel?”

“Ay, Rafo. ¡Ángel! El nuevo instructor del Olympus”.

“¡Ah! ¿Y que tenía de particular?”

“se parece a ese mismo traje que usaste para la competencia de salto largo en las olimpiadas de la Policía hace dos años”.

“Pero asumo, amorcito, que tu maridito tendrá mejor cuerpo que ese greñudo, ¿no?”

“¿Cuál greñudo, Rafa? Él se acomoda su pelo bien pegadito y con una trenza que no le queda mal. ¿O te estás poniendo celosín?”

Rafael ríe.

“¿Celoso yo?” Y acercándose hacia Ingrid, “apuesto que en la cama es más frío y tieso que raspadilla sin sabor”.

“Celosito, celosito, celosito”, ríe Ingrid. Ambos ríen. Acaban la comida, Rafael cierra los portaviandas y se levanta dándole la espalda.



“Deberíamos hacer Mister Colita”, bromea la mujer.

Rafael gira, mira hacia la puerta, ve que nadie viene, se afloja el cinturón, se baja el pantalón y el bóxer, comienza a contonearse.

“Yo soy Mister Colita”, canturrea.

Ingrid no puede contener la risa mientras admira las redondas y lampiñas nalgas de su pareja balanceándose de un lado para el otro. Se le acerca, las acaricia y las palmea, se arrodilla tras ellas.

“¿qué vas a hacer, amorcito?”, se intriga Rafael, quien para la sacudida y siente cálidos besos en sus posaderas que poco a poco  se van adentrando y centrando; se inclina sobre una silla, gime un poco. Son ricas las cosquillas que llegan desde allá atrás. Se escucha otra palmada.

“Esta noche, el resto”, anuncia Ingrid.

“No jodas”, protesta el hombre. “Cuando más rico se ponía”.

“Tengo que abrir la tienda; si no, no saldremos de esa casa alquilada”.



Rafael se levanta el bóxer y se acomoda el pantalón. Gira y besa en la boca a su amada.

“A chambear, entonces”, se conforma. “pero te prometo que saldremos de esa casa alquilada más rápido de lo que planeamos

“No me digas que ahora crees en la lotería, Rafo”.

“¿Y por qué no, amorcito?”



Justo al abrir la puerta, una mujer vestida como enfermera acompañada de una adolescente están allí paradas afuera. Rafael enrojece. ¿Habrán visto o escuchado algo?

“¿Se les ofrece algo?”

“¿Ésta es la boutique de la señora Ingrid?”

“Sí, pase”.



    


Rafael traga saliva y se despide lleno de vergüenza. Arranca la motocicleta autorrecriminándose por sus raptos de narcisismo. Parte de regreso a la casa para lavar las viandas y sus dientes, de paso, pero en lugar de tomar el camino de la larga avenida, se mete más hacia el centro histórico. Por atender a las potenciales compradoras, Ingrid no repara en este detalle. Mientras la adolescente mira qué telas va a probarse, la vendedora nota el pequeño prendedor en el uniforme de la enfermera: los tres triángulos con lo que parecen ser diminutas estrellas. La enfermera lo nota.

“el monograma de la Virgen María”, explica.

“Ah, es devota”, replica Ingrid.

“También; pero esto es porque trabajo en la Clínica María Milagrosa y acabo de salir del turno”.



Otra ráfaga de luz llega al cerebro de Ingrid. ¡Claro! ¡El Letrero de esa mañana! CMM: Clínica María Milagrosa. Encima el monograma. ¿qué otra cosa podía ser?

“Señora, perdone la pregunta, ¿pero les habrá llegado un paciente herido la noche del sábado?”

La enfermera mira al techo haciendo memoria.

“No sé, señito. No tengo el registro aquí”.

“¿Cómo podría averiguarlo?”



Justo en ese momento, suena el celular de la vendedora, lo mira: es un número desconocido. Pide disculpas y contesta:

“¿Diga?”

“¿Ingricita?”, le responden del otro lado de la línea.

“Sí. ¿quién habla?”

“Soy Isabel, la mamá de Dalila”.

“¡ah, doña Chabelita! ¿Cómo está Dali?”

Un raro silencio se oye del otro lado.

“¿Aló?”, consulta la destinataria.

“Ingricita, yo mas bien te iba a preguntar eso porque llamo a su celular de mi Dalila y me suena como desconectado. Quería que…. Le pases un recado”.

Ingrid se desconcierta:

“Un momento… ¿Dali no está con usted?”

“No, Ingricita. Para nada”.



La enfermera nota que la vendedora está pálida.

“¿Se siente bien, señora?”

Ingrid no sabe qué responder. Miles de centellas estallan en su cabeza.


No hay comentarios:

Publicar un comentario