lunes, 7 de septiembre de 2020

Felices los 4 (1)

Miguel y Dalila tienen sexo en la sala vacía del gimnasio cuando todos se han ido a casa, aparentemente.



    


              El musculoso Miguel Vilca barre tan rápido como puede la sala de máquinas del gimnasio. Tan alto como metro setenta y dos, simétrico, trigueño oscuro, cabello negro muy cortito, como cuando te pasan la rasuradora eléctrica con el peine número uno. Una camiseta sin mangas, un short más pegado que corto, medias y zapatillas. El reloj marca las diez y doce de la noche. Es sábado. Cinco cuadras más allá lo esperan unos amigos a punto de entrar a la discoteca. Aún le falta la esquina del fondo; ya mañana domingo, apenas esté en todos sus sentidos, se dará un salto para dejar el espacio tan limpio como pueda para recibir a los primeros alumnos apenas abra el local a las seis horas del lunes.

“¿Sigues aquí?”, le pregunta una voz melodiosa.

Miguel se asusta, voltea.



Dalila de Ocampo aparece por las escaleras vestida en un… ¿qué diablos es eso que la mujer tiene puesto: un vestido, una bata, una combinación de ambas?

“Tuve alumnos”, explica el muchacho.

“entiendo”, sonríe la mujer, esbelta para sus casi cuarenta, los que aparenta demasiado bien. Cualquiera diría que apenas está entrando a los treinta.



A Miguel sus veintiocho tampoco se le notan. Parece que tuviese treinta y cinco.



Dalila se mete a uno de los cuartos junto al baño; Miguel no entiende por qué, o prefiere no pensar en eso. Él continúa barriendo. Le falta muy poco.

“¡Migue!”, lo llama al poco rato.



    


El muchacho deja la escoba arrimada a una pared y se mete tragando saliva. Encuentra a la mujer, casi en penumbra, tocando el cable de acero en la máquina para extensión de pecho.

“Tenemos que cambiarla”, le observa ella.

“¿Tiene repuesto?”

“Sí, sí tengo… pero, mejor lo haces el lunes”.



Miguel asiente. No tiene de otra. Dalila es la dueña del local.

“Vendré mañana”, le adelanta él. “Mañana puedo hacerlo”.

“No”, replica ella. “Yo que tú, mañana descanso”.



La mano traviesa de Dalila se posa y acaricia el bien labrado brazo del entrenador.

“¿Vas a salir mañana?”. Al fin tutea Miguel.

“No lo sé”, duda Dalila. “Eduardo recién regresa el lunes por la noche, y no me gustaría dejar la casa sola”.

Dalila toma las manos de su empleado y las coloca sobre su cintura. Miguel comienza a turbarse.

“espérame aquí”, le dice el varón.

“¿A dónde vas?”

“Solo espérame aquí”, le insiste él.



    


Miguel regresa a la sala que estaba barriendo, se dirige hasta el interruptor de la luz y lo presiona. El lugar ahora solo se alimenta de los haces que se filtran desde la calle en una fresca noche de sábado que recién comienza. Camina seguro en la semioscuridad (conoce cada metro cuadrado de memoria), vuelve al cuarto donde Dalila lo espera. Se aproxima a ella. El vestido está abierto. Cuando posa sus manos, descubre que debajo de la ropa, la mujer no tiene nada.

“Tú sí sabes”, lo seduce dulcemente.



El fisicoculturista se estrecha contra el cuerpo de la patrona, acerca sus labios, la besa primero superficial y luego profundo. Ella le corresponde. Las gruesas manos se dirigen de la cadera a los hombros y deslizan la ropa, que cae sobre el asiento de la máquina de extensión de brazos. Dalila, por su parte puede sentir debajo de su ombligo cómo la entrepierna de Miguel se pone más dura cada vez. Los labios del muchacho se deslizan de arriba abajo por el cuello de la fémina, quien inicia el trámite de buscar la estrecha cintura masculina, tomar la camiseta, halarla hacia el cielo para despegarla de aquel torso digno de escuela de bellas artes. Quién sabe dónde cayó la prenda; lo seguro es que del suelo no ha pasado. 



Dalila gime despacio conforme los labios de Miguel activan una red eléctrica desde la punta de su cabeza hasta la punta de los dedos de sus pies. Su vagina comienza a lubricar. Vuelve a acariciar la cintura del atlas y coge la pretina del short, la recorre hasta la parte delantera, donde una prominencia destaca, deshace el nudito, afloja y empuja hacia abajo. Lo que provocaba el bulto salta casi sobre su ombligo, lo toca y acaricia.



“Está como acero”, le alcanza a decir.

La yema de los dedos de sus dos manos palpan en la oscuridad el pene de hinchado glande y un tronco que conforme llega al cuerpo del varón, se hace más estrecho. Usa una de sus manos para recorrer la ingle donde el vello púbico ha sido removido de raíz, la cadera gruesa, la nalga lampiña como burbuja.

“¿Puedo?”, ella gime.

“Puedes”, accede Miguel aunque con cierta duda.



Dalila rodea a su amante quien masajea su miembro para que no pierda rigidez, se para tras él, besa la espalda y la va recorriendo hacia abajo hasta llegar a ese enorme, duro y redondo trasero, suave al tacto. Besa ambas burbujas de carne, lame, acaricia las gruesas y bien formadas piernas en las que hay cierto grueso vello.

“Agáchate un poco”, susurra Dalila.



Miguel se apoya en el asiento de la máquina para extensión de brazos, separa sus piernas, y siente cómo dos suaves y delgadas manos le separan sus musculosos glúteos, siente una húmeda y tibia lengua lamiendo entre ellos, siente el espasmo de pies a cabeza cuando la punta de carne estimula el esfínter de su ano. Decide no censurarse.



“Así, Dali… lámeme el culo”, pide, sin dejar de magrearse el pene cabezón.

“Voltéate”, pide ella tras unos tres o cuatro minutos humedeciendo allí atrás. Miguel gira. Sin más demora, Dalila emboca el miembro y comienza a succionarlo, acaricia el trasero con esas suaves y delgadas manos, mete su índice derecho por el medio de la raja. Su saliva lo mantiene lubricado aún. Mientras fela a Miguel, le masajea el esfínter.



    


Al costado de la máquina hay una banca. Dalila se acuesta mirando al techo y se abre de piernas. Miguel casi se acuesta encima de ella. No tiene que esperar más indicaciones. Introduce su pene dentro de la vulva caliente y mojada. Comienza a moverse. La mujer lo abraza queriendo poseerlo todo, el momento, la oscuridad, la energía, la hombría. Como sea, el instructor se encarama en la banca y le da más velocidad a su penetración, toda la que puede. Ahora ambos hacen todo el ruido que la situación les permite. Total, quién va a un gimnasio, un sábado encima de las diez de la noche; más aún si es un gimnasio de barrio. Permanecen en la misma postura largo rato. El muchacho trata de contenerse sin éxito: susemen eyecta dentro de las entrañas de la mujer. Goza su orgasmo.



    


Cuando ambos vuelven en sí, están sudados.

“¿De todas maneras vienes mañana?”

“Sí, creo que sí”, replica Miguel mientras busca sus zapatillas en el suelo. Con el fragor de la sesión sexual, hasta terminó sin ellas.

“Vente tan temprano como puedas y el resto del día lo pasamos abajo”, invita la mujer.

“Suena bien”.



Miguel se calza sus zapatillas a tientas y Dalila se para delante de él para besarlo.

“No me toques que ando sud… ¡¡Ayyyy!!”

Un golpe seco se oye en el cuartito y el chico cae como saco de papas al suelo sobándose la cabeza.



En pocos segundos, e inundada de tanto pánico que le impide gritar, Dalila ve una sombra frente a sí; luego siente algo impactarle en la cara, seguido de un intenso dolor que la desvanece…


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