martes, 8 de septiembre de 2020

Felices los 4 (2)

A Ingrid, la mejor amiga de Dalila, le llama la atención que Miguel no la atienda durante su clase en el gimnasio.



    Ese lunes a primera hora, las seis y siete para ser precisos, Rafael Silva detiene su moto justo frente a la puerta del Olympus Gym. Se quita el casco.

“Servida”, le dice a su acompañante, una mujer delgada vestida en un calentador térmico que ha viajado aferrada a su estrecha y firme cintura.

“Lástima, amorcito, que no me puedas acompañar esta semana”, se lamenta ella.

Rafael sonríe.

“Vendré esta noche; mas bien dile a Miguel que se prepare para romper piernas”.

Ambos se dan un piquito en la boca; Rafael arranca su moto y ella toca el timbre para que le abran la puerta. Escucha el crujir de la cerradura automática e ingresa. Cierra. Sube las escaleras. En la sala de abdominales alguien está limpiando la corredora con una franela y desinfectante. Se ven en el espejo.

“Buenos días, Ingrid”.

“Buenos días, Lalo”, responde la mujer sorprendida. “¿Cuándo llegaste?”

“Ayer”, le sonríe el hombre en sus casi cincuenta, vestido con traje deportivo, no muy alto, cuerpo atlético, sonriente aunque no exultante. “¿Lista para una nueva semana?”

“Sí”, responde Ingrid. “Me voy a cambiar”.

“Adelante, bienvenida como siempre”.



    

Ingrid pasa a la siguiente sala que funge como administración, tienda y pequeño almacén, ingresa al baño. Se quita el calentador y lo deja colgado en uno de los percheros que hay adherido a la pared. Ahora se queda en un top rosado y una malla verde esmeralda que dibuja un cuerpo esbelto y terso.



Al abrir la puerta del baño, casi se choca con un joven trigueño claro, como de metro setenta y cinco, atlético sin llegar a las proporciones de fisicoculturista, mas bien tipo modelo de ropa interior masculina, el cabello largo recogido en una cola de caballo reducida en una trenza.

“Ya está libre”, avisa, impactada de primera vista por los ojos marcadamente caramelo del chico.

“¿Usted es Ingrid?”, verifica él.

“Sí”, responde ella arrastrando el monosílabo. “¿Quién… eres tú?”

“Mi nombre es Ángel, y me encargaré de entrenarla”.

Ingrid mueve la cabeza como si la hubiesen despertado de golpe.

“¿Y Miguel?”

“Pues… Miguel no puede venir hoy, pero aquí está su ficha, la revisamos y comenzamos la rutina”.

“¿qué le pasó a Miguel?”

“No sé”, hace un gesto neutral el muchacho.

Ingrid siente un poco de desconfianza. ¿en serio este joven será tan bueno como su entrenador de todas las mañanas?



Ángel se sienta al escritorio, abre una gaveta donde están las fichas de todos los alumnos y las alumnas del Olympus y comienza a buscar.

“¿Cuál es su apellido?”

“Velásquez”, responde ella, seca.

Los suaves y gruesos dedos de ángel pasan por las cartulinas rosadas, y la encuentra, la saca, la lee por unos segundos.

“Abdominales”, le notifica. “Ya conoce el circuito, ¿no?”

Ingrid asiente con la cabeza, camina hacia la sala donde el hombre que la saludó continúa limpiando. Ángel le inclina la banca.

“¿Lista?”

“Sí, lista”.

Ángel se queda con ella todo el tiempo hasta que llegan un par de alumnos a los que el instructor va a atender y se ausenta de esa sala.



En uno de los descansos, Ingrid no puede más con su duda.

“Lalo, ¿qué pasó con Miguel?”, le dispara al hombre que ahora limpia el gran espejo que está en la pared.

“¿Por qué? ¿Hay algún problema con Ángel?”

“Ninguno; pero, ¿qué pasó con Miguel? No dijo nada sobre que iba a ausentarse”.

“La… verdad, no sabría decirte, Ingrid”.

Ángel reingresa aplaudiendo.

“¿Lista, señora Ingrid? Nos toca bicicleta”.

Ya es seis y veinte así que lo mejor será seguir el resto de los circuitos de esa mañana.




Poco después de la una de la tarde, la mujer despide a una clienta. En el centro comercial administra y vende en una pequeña boutique. Rafael ingresa uniformado como policía y llevando un par de viandas de plástico. Ingrid le sonríe: su marido luce tan atractivo en esa camisa manga corta verde oscuro que no puede ocultar sus brazos venudos y marcados, ese pantalón que prácticamente se le pega al cuerpo donde destacan unas sólidas piernas de futbolista, y encima esos borceguíes negros. Un fetiche latino no podría ser tan guapo como él.

“Tilín, tilín”, avisa el varón.



Tras cerrar la tienda, ambos comen en el mostrador.

“¿Y no te dijo por qué se ausentó Miguel?”

“No tuve más oportunidades que ésa, cuando estaba haciendo abdominales”.

“¿Y qué tal el nuevo chico? ¿Cómo dices que se llama?”

“Ángel. Pues, la verdad nada mal”.

“¿De cuerpo?”, sonríe pícaramente Rafael.

“Ay, ya empiezas. Me refiero a que sí sabe entrenar; bueno, no como Miguel, pero asumo que es su primer día, o quién sabe de dónde lo habrá sacado Dali… Aunque me pareció raro que tampoco estuviera”.

“Quizás salió, ya sabes cómo son los Ocampo”.

Ingrid sonríe ante esa expresión que parece de telenovela.

“La llamé para comentarle lo de esta mañana, pero su teléfono está apagado”.

“Debe estar ocupada haciendo alguna gestión, Ingrid: a ti también te disgusta que te timbren el teléfono cuando estás ocupada”.

“Sí… Por cierto, Miguel tampoco responde su teléfono. Suena como… desconectado, algo así”.

“¿Dónde se habrá metido el grandulón?”, sonríe el uniformado.

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