lunes, 21 de septiembre de 2020

Felices los 4 (11)

Miguel y Ángel tenían un secreto que deja de ser secreto frente a Dalila y Amado.



    


Esta vez Miguel recibe en su cerebro toda la secuencia que había sucedido unas cinco o seis semanas atrás. Faltaban quince o diez minutos para que den las seis de la mañana cuando escuchó que la puerta del cuarto que alquilaba, apenas a tres cuadras del Olympus, se abrió. Tras un minuto, sintió el cuerpo desnudo, y en especial el pene  flácido, de otro hombre pegándose a su cuerpo también desnudo. Si bien no le incomoda que le arrimen el paquete a su trasero, tampoco es una sensación por la que sienta fascinación de primera mano. El otro chico  dio un beso en la nuca del durmiente y se abrazó a su amplia espalda.



“¿Recién sales, Ángel?”

“¿Estabas despierto?”

“Me despertaste. ¿Cómo te fue?”

“No sé, Migue. Ya le voy metiendo pinga cuatro fines de semana y no afloja el cojudo”.

“¿Y pretendes que te regale el bar a punta de meterle pinga?”

“Le estoy trayendo clientela, sus ingresos han aumentado. ¿No recuerdas cuánto ganaste por ese show que le hiciste hace un mes?”

“Casi termino sin bóxer, Angelito. Esas tías son arrebatadísimas”.

“¿Y qué tiene de malo? ¿Anoche no diste otro show?”

“Menos mal que me había rasurado los pendejos”, sonríe Miguel.

“Bueno, tampoco hay tanto drama. Ya Rafo me conversó que tiene un negociazo entre manos y que va a beneficiarme”.

“¿Ah sí? ¿Y de qué se trata?”

“No me dio detalles… Solo me dijo que sea paciente”.



Ángel comenzó a besar la espalda superior de Miguel motivándolo a ponerse de cúbito ventral muy lentamente. Siguió besando todo el canalón que conforma la espina del musculoso encaramándosele encima hasta llegar a sus nalgas. Las besó, las lamió, las sobó; pasó la lengua por entre ellas hasta  hallar el agujero al que humedeció con su saliva tanto como pudo. Luego se acostó sobre el anverso de Miguel y se puso a sobar su largo y grueso pene erecto en el medio de ese duro y redondo trasero.

“Cuidado con metérmela”, advirtió Miguel.

“Algún día, amorcito”, le dijo excitado. “Algún día”.



Ángel metió sus manos por debajo de las caderas del instructor, se abrió paso por la ingle.

“El gatito despertó también”, avisó, dejando caer su perfumada y ondeada melena sobre la cara de Miguel.

“Mi gatito quiere buscar si hay ratoncitos”.



El musculoso giró y se acostó boca arriba, permitió que el recién llegado lo bese en la boca y lo vaya recorriendo por tramos. La primera escala fue en las tetillas, la segunda en el ombligo, la tercera en su pene con el glande más hinchado que el resto del cuerpo. Ángel se lo metió en la boca y lo succionó como si fuese a arrancarlo del cuerpo de su amante. Con los testículos fue algo más gentil. Regresó a besar la boca de Miguel.

“Méteme tu pinga”, pidió Ángel.

“Acomódate”, accedió el otro.



Ángel se acostó boca arriba mientras Miguel se arrodillaba frente a él, le levantó las piernas, y tras ponerse condón y lubricante, introdujo su pene cabezón comenzando a bombearlo a veces fuerte, a veces despacio. Ángel contraía los músculos del recto como queriendo engullir al falo. El repertorio de posturas no se hizo esperar: arriba, abajo, costado, creando raros ideogramas mientras la claridad del amanecer ya dibujaba perfectamente el mínimo mobiliario del cuarto compuesto por la destendida cama, una mesita de noche, un ropero desarmable, un par de afiches con fisicoculturistas semidesnudos, una sucia y vieja cortina aislando la calle del espectáculo erótico que adentro se producía. Miguel sintió el orgasmo y disparó su esperma dentro del látex, en tanto agradecía la existencia de los profilácticos con retardante. El reloj ya marcaba las siete y media de la mañana cuando ambos volvieron a cobijarse bajo la gruesa colcha de fibra animal, abrazados, la cabeza y las greñas de Ángel descansando sobre el gran pectoral de Miguel.



“¿Confías en el negocio de Rafo?”

“Es eso o regresar a posar desnudo o hacer esa película porno que me ofrecieron en la capital”.

“Ten mucho cuidado con Rafael, Ángel. Será todo lo pata que quieras con nosotros, pero recuerda que no deja de ser policía”.



        


Lo último que Miguel recuerda de esa conversación es el beso que su amigo cariñoso plantó sobre sus labios.



“¿Desde cuándo estaba viviendo contigo?”, pregunta Dalila, algo desencajada.

“Hace tres meses, cuatro”, responde el instructor. “Se supone que ya no podía pagar el cuarto que había alquilado al inicio del barrio, la zona más cara”.



Amado trata de sobreponerse a la humedad que inunda su ropa interior, donde la rigidez de su miembro no ha menguado, y pareciera ser un tónico para la memoria. “El título de propiedad”, al fin abre la boca.

Dalila y Miguel voltean a verlo sin entender; de inmediato se miran ambos. Bajan disparados hacia el primer piso.



    


En el dormitorio matrimonial, y tras revolver cajones, no encuentran el documento. Dalila mira desesperada a Miguel, quien tras varios segundos, recibe una ráfaga de luz, ruge y sale como un huracán de la casa.



Diez minutos después, y casi tirando la puerta, él y Amado llegan al dormitorio alquilado a tres cuadras del Olympus: Ángel está desnudo y casi acostado sobre un chico de unos veinte años, delgado, marcado, también desnudo. Todos se miran con desconcierto, pero Miguel le añade ira; ángel, pánico.

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